XXXII
La monarquía acababa de caer en España. Todo el mundo que constituía el soporte ambiental de la juventud de la Bella Otero se iba poco a poco derrumbando.
Alfonso XIII había salido de España y en su patria se había proclamado la República. La Bella Otero se estremeció. Ocurriría en España lo mismo que había ocurrido en Rusia. También en Rusia se había empezado proclamando la República y no tardó en estallar violentamente la revolución comunista.
Carolina Otero leía con avidez, en aquel año crucial de 1931, todas las noticias relativas a su patria. El rey había salido de España por Cartagena, embarcándose en el «Príncipe Alfonso». El día 16 de abril, don Alfonso había desembarcado en Marsella.
La Bella Otero se sintió emocionada. El rey estaba, por consiguiente, no lejos de Niza. Por un momento se le pasó por la cabeza ir a Marsella para vitorear al monarca caído. Pero pronto recuperó el juicio. Ella no estaba ya para aquellos trotes. Le pesaban demasiado los años. De buena gana, de todos modos, le hubiese dado la bienvenida a tierra francesa al rey de España.
Carolina se sentía instintivamente atraída por todas las cabezas coronadas. No sabía muy bien lo que, en el fondo, significaban las palabras monarquía y república. Pero le resultaba mucho más simpático el aparato externo, un tanto oropelesco, con que ella concebía las monarquías. Las repúblicas eran más antipáticas. Aquellos señores presidentes, con frac y chistera, le parecían un poco ridículos. No tenían la grandeza de los reyes.
La Bella Otero no entendía muy bien el tejemaneje político. Por ejemplo, le resultaba difícil de comprender cómo había caído la monarquía si decían que en las elecciones municipales habían salido 22.150 concejales monárquicos y nada más 5.875 concejales republicanos. Seguramente, aquello era la revolución.
Carolina Otero tembló por todos los aristócratas españoles. Todavía tenía en la memoria lo sucedido en Rusia. Matarían a todos los marqueses, los condes, los duques. ¡Qué horror!
La ex bailarina recordó la boda de Alfonso XIII y doña Victoria Eugenia. Ella tenía entonces unos treinta y nueve años. Estaba en el apogeo de su carrera artística y conservaba casi íntegra su belleza física.
«¡Qué hermosa estaba la reina!»
¿Y la reina? ¿Qué habría sido de ella? Los periódicos no decían que hubiese salido de España en compañía del rey. ¿La habrían matado los revolucionarios?
Carolina Otero se estremeció de horror. Estaba sentada en su habitación. Había terminado de leer el diario del día 17 de abril de 1931. Estaba repleto de noticias de España.
Se levantó y se dirigió hacia donde estaba la cómoda. Abrió uno de los cajones y sacó del fondo un montón de recortes de periódico de hacía, más de veinte años. Estaban amarillentos y olían de una manera muy peculiar: a papel viejo encerrado. Había entre los recortes fotografías de la Bella Otero en sus días de gloria mezcladas con otras de personajes famosos de la época.
Había una de Alfonso XII con doña María de las Mercedes. El romántico padre del rey de España que acababa de ser destronado tenía una cara simpática, con sus patillas a lo Francisco José de Austria. No se percibía en su rostro la impronta de la tuberculosis que muy pronto había de llevarlo a la tumba. A su lado, doña María de las Mercedes", su prima, con la que Alfonso XI! se había casado por amor, parecía una princesa de un cuento de hadas. También ella había de morir en la flor de la juventud.
La Bella Otero tatareó melancólicamente el romance popular decimonónico:
«¿Dónde vas, Alfonso XII,
dónde vas, triste de ti?
Voy en busca de Mercedes,
que ayer tarde no la vi.»
Carolina Otero no pudo reprimir una lágrima. Se la enjugó suspirando. No lloraba por la reina Mercedes. Tampoco por Alfonso XII. Menos aún por Alfonso XIII. Lloraba por su juventud perdida.
La Bella Otero dejó de revolver entre los viejos recortes de periódico. Un aroma de melancolía le impregnaba el espíritu irremisiblemente. Pensó en los versos de Rubén:
«Juventud, divino tesoro,
te vas para no volver;
cuando quiero llorar no lloro
y a veces lloro sin querer.»
La juventud no era en ella más que un lejano, un lejanísimo recuerdo. Algo vago e impalpable, pero que, no obstante, se proyectaba con fuerza poderosa sobre su emocionada memoria.
Un tropel de recuerdos de sus años de esplendor se agolpó de manera inconcreta en su espíritu y en su corazón. Eran vivencias añejas que no se resignaban a morir definitivamente. Los recuerdos de la juventud habían cogido a traición a Carolina Otero. Le era en aquellos instantes imposible defenderse de ellos.
Consciente de ello, la ex bailarina decidió volver a ojear los viejos recortes. Se curaría catárticamente de la nostalgia reviviendo parte de su vida pasada en aquellas imágenes gráficas. Allí estaba ella, de joven, en un sitio y en otro, con su majestuoso cuerpo de reina de la belleza.
La Bella Otero sonreía tristemente, con mansa tristeza, al contemplarse en las retrospectivas imágenes gráficas de sí misma. Ella había sido aquella hermosa mujer. Aquella mujer que había hecho aplaudir frenéticamente a los públicos que la veían bailar en los escenarios de los más famosos teatros de Europa.
¿Cuántos de aquellos seres que la habían aplaudido hacía treinta o cuarenta años vivirían todavía? Muy pocos. La mayoría habrían muerto ya.
¿Y ella? ¿No había muerto, en realidad, cuando perdiera la juventud? ¿Era vivir aquella vida que ahora llevaba, a merced de los recuerdos, sin una esperanza, sin nada más que la prometida visita de la muerte, que ya no podía demorarse mucho?
Todavía, sin embargo, había de vivir la Bella Otero otro treinta y cuatro años más.