XXVI
La Bella Otero se ha convencido de que la ruleta no se ha hecho para ella. Ha perdido más de un millón de francos por culpa de las caprichosas evoluciones de la bolita. Es una cantidad enorme. Pero ella todavía no se alarma. Aún no considera el juego como el más terrible de los vicios.
Quizás recuerda a Francisco Coll, el «Boniato», que durante varios años de su vida vivió como jugador profesional. Lo que tal vez no sepa Carolina es que, ahora, cuando ella deja cada noche en el casino de Montecarlo miles y miles de francos —contadas veces gana—, el «Boniato» vive precisamente, no como jugador, sino como «croupier», que es un oficio más seguro que el de jugador, aunque sea el de jugador de ventaja, cosa que, por otra parte, nadie podría decir que lo hubiese sido nunca Francisco Coll.
La Bella Otero ha entrado ya en la extraña cofradía de los que hacen durante el día en Montecarlo combinaciones y más combinaciones mentales cuya viabilidad intentan demostrar durante la noche, en el casino.
Naturalmente, cada noche se lleva una desilusión la Bella Otero. Las combinaciones mentales que hace durante el día jamás las realiza la bolita de la ruleta. Esta evoluciona siempre de manera caprichosa. No se sujeta jamás a ningún cálculo.
La Bella Otero ha decidido esta noche probar suerte al bacarrat. Lleva con ella cincuenta mil francos. Antes de dirigirse a la sala de bacarrat, Carolina Otero cambia el dinero por fichas en la caja del casino.
—Esta noche desbanco al casino —le dice la ex bailarina al cajero.
Este se sonríe.
—Que tenga suerte, madame —contesta—. Pero no nos arruine del todo.
La bella Otero avanza hacia la sala de bacarrat. Antes de llegar a ella, ve al príncipe Rekyesky que se le acerca sonriente.
«Algo va a pedirme», se dice la Bella Otero.
No es ya la primera vez que el príncipe ha sableado a la ex bailarina. Tolo se lo pagará con el mil por cien de intereses cuando la morralla comunista sea barrida de Rusia y él recobre sus tierras y sus privilegios. Pero lo malo es que los comunistas no acaban de ser expulsados por el honrado pueblo ruso.
—¡Encantadora, sensacional! —le dice el príncipe inclinándose versallescamente ante la Bella Otero.
La Bella Otero le devuelve la sonrisa de manera un tanto mecánica. Cada vez le hace menos gracia el príncipe Rekyesky. En parte, aunque ella no lo sepa, la culpa de la naciente antipatía que siente hacia él es de Lenin y sus compinches.
—Gracias, príncipe. Es usted, como siempre, muy galante.
La Bella Otero, aunque el príncie se ha empeñado en que se tuteen, en recuerdo de las noches pasadas alegremente en San Petersburgo, se niega a tutear a Rekyesky. Tal vez lo haga por mantener cierta distancia entre ambos. Cosa inútil. Porque el arruinado aristócrata se pega a ella como una sombra al cuerpo cada vez que la ve.
La Bella Otero hace ademán de proseguir su marcha hacia la sala de bacarrat.
—¿Cómo? —pregunta no sin asombro el príncipe—. ¿No juegas hoy a la ruleta?
—No.
—¡Qué lástima, Carolina!
Ella hace un gesto de fastidio.
—¿Por qué?
—Hoy he soñado que nos haríamos ricos.
—Yo no creo en los sueños, príncipe.
—Haces mal, Carolina. Los sueños son como una fantástica comunicación entre el ser humano con su pasado y su futuro. Nos recuerdan el pasado y nos vaticinan el porvenir...
—Nunca se han realizado mis sueños. Una noche soñé que me coronaban zarina...
—¡Mi querida Carolina...! Los sueños tienen que ser verosímiles para que puedan realizarse.
—Por eso mismo, no creo en su sueño, príncipe...
—¿No crees en mi sueño de que nos haríamos ricos esta noche jugando a la ruleta?
—No, en absoluto. Le advierto, príncipe, que no volveré a jugar a la ruleta.
Rekyesky ia miró consternado. ¿Se habría arruinado ya la Bella Otero?
—Está bien, Carolina. Respeto tu decisión... Podrías... Podrías, al menos, prestarme dos o tres mil francos para probar yo fortuna en la ruleta. Sería una gran desdicha que el sueño ¡no se pudiese cumplir por carecer yo de fondos en estos momentos... ¿No crees?
La Bella Otero dudó unos segundos. Por fin, pareció decidirse.
—No puedo prestarle más que mil, príncipe —le dijo dándole la citada cantidad en fichas.
—¡Oh, Carolina, cuánto te lo agradezco...! Todo, bien lo sabes, todo cuanto te debo te lo pagaré con creces en cuanto se normalice la situación en Rusia.
El príncipe pertenecía al grupo de los retrógrados que habían aconsejado al zar Nicolás que disolviese la Duma y gobernase con mano dura. El estaba seguro de que el comunismo no duraría en Rusia y de que no tardaría en ser restaurado el zarismo autocrático.
Rekyesky tomó los mil francos que le alargaba de mala gana la Bella Otero y se apartó de ella.
Carolina siguió hacia la sala de bacarrat. Ya no había sitio en torno a la mesa en que tallaba el «croupier». Pero la Bella Otero, sonriendo forzadamente mientras utilizaba los codos con habilidad, logró colocarse en primera fila. No tardaría en levantarse alguno de los que estaban sentados. Siempre ocurría lo mismo. Los que estaban sentados solían ser los puntos menos fuertes y, por consiguiente, aunque jugaban con cierta prudencia casi todos, pronto terminaban con sus fichas. Entonces se levantaban y se iban, dejando libre su sitio.
Mientras esperaba a que esto ocurriese, la Bella Otero permaneció de pie. No obstante, no por eso dejó de empezar a jugar. Primero arriesgó mil francos a un paño.
—Nueve —dijo el que cogía las cartas.
La Bella Otero había ganado. Sin embargo, no retiró los dos mil francos. Los arriesgó a un nuevo pase.
—Ocho.
Su paño había vuelto a «abatir».
Carolina entornó los ojos y esperó a que el banquero sacase su punto. —Siete.
Carolina había vuelto a ganar. «¿Dejo los cuatro mil?», se preguntó. Tuvo una corazonada y los dejó.
El que tomaba las cartas del paño en que jugaba ella, después de ver las que le alargaba el banquero, dijo:
—Planto.
—También —dijo el que cogía las cartas en el otro paño. El banquero enseñó sus cartas.
—Cuatro.
Pidió una nueva carta. Le salió una mona. Su punto, pues, tenía que ser inferior al de los paños, ya que ninguno de los dos paños puede plantar en menos de cinco.
Efectivamente, el paño al que la Bella Otero había arriesgado los cuatro mil francos había ganado, al igual que el paño de enfrente. Uno tenía seis y otro siete.
La Bella Otero cogió los ocho mil francos y arriesgó tan sólo mil. Perdió.
Cuando, muy de madrugada, se retiró al «Negresco», Carolina Otero había ganado unos setenta mil francos. Desde entonces, se aficionó al bacarrat.