XIII
Desde París, la Bella Otero, dueña ya de su propio rumbo, habiendo triunfado ya en la capital francesa como artista y como mujer, inició una gira por Europa.
Una de las capitales europeas donde alcanzó un triunfo más resonante fue en Viena. Viena, la Viena finisecular, venía a ser como el París de Centroeuropa. La suntuosa corte de Marta Teresa había ido a parar en eso: en una ciudad frívola, donde todo oropel y toda barata nostalgia tenían cobijo.
El viejo Emperador Francisco José, que había restablecido en Viena el régimen centralista, burocratizando al máximo el oficio de gobernar, se ocupaba directamente, al parecer con puntualidad de oficinista, de redactar cartas y telegramas. Asimismo se ocupaba de todo lo concerniente a las grandes paradas y fiestas. A falta de genio de hombre de Estado, Francisco José se esforzaba por parecer un gobernante trabajador.
La propia emperatriz Isabel hizo un preciso retrato de su marido:
—Francisco José se parece más a un sargento mayor que a un emperador.
Austria ya no era una gran potencia ni mucho menos. Pero se empeñaba en mantener, al menos externamente, el aparato de Imperio. El gobierno era rígidamente absolutista, tan intransigente con todo brote liberal como lo había sido en tiempos de Metternich.
Sin embargo, había algo que nimbaba con un vago romanticismos ios aires de Austria. Por otra parte, estaba el vals, la escandalosa pieza bailable de la época, que volvía locas a las mujeres y a los petimetres.
No Importaba, para hacer atractiva en su superficie la imagen de Austria, que su gobierno oprimiese a esta o a aquella colectividad. Austria era la patria del vals y de los príncipes románticos. Esto bastaba para enloquecer a mujeres del temple de la Bella Otero.
¿Qué le podía importar, por ejemplo, a la bailarina gallega que la estructura político-social del imperio austríaco estuviese podrida y. amenazase irse abajo al menor contratiempo promovido en cualquiera de sus tambaleantes soportes?
Dos años antes de que hubiese nacido la Bella Otero, la Alemania de Bismarck había derrotado en Sedowa a las tropas austríacas y se había erigido en la nación líder del germanismo. Austria, tras la derrota del 3 de julio de 1866, había sido expulsada de la Confederación Germánica. Ya no era Francisco José, sino Guillermo II —el Kaiser, a quien muy pronto conocería la Bella Otero— quien cortaba el bacalao en Centroeuropa.
No había de ser ésta precisamente la peor de las desgracias con que había de enfrentarse Austria. Al fin y al cabo, Alemania y Austria eran hermanas. Poco después, también en Italia habían de morder el polvo de la derrota las tropas del emperador Francisco José.
Este monarca —verdadero acaparador de fracasos y desdichas, los primeros frutos de una inepcia verdaderamente notable y las segundas, al parecer, producto de un sino fatal— no llegaría a ver cómo Austria y su aliada Alemania se derrumbarían tras la hecatombe de la Primera Guerra Mundial, pero le sobraría vida para conocer la tragedia del fusilamiento de su hermano el archiduque Maximiliano en México, el año 1867, tras haberlo embarcado en la empresa de fundar allí un imperio sin viabilidad el nada glorioso emperador de los franceses Napoleón III, el Chico. También vivió Francisco José lo suficiente para conocer la misteriosa muerte del archiduque Rodolfo, que apareció ahogado en Mayerling el 30 de enero de 1889, en compañía de la baronesa María Vetsera. Después, en 1898, el asesinato en Ginebra de la emperatriz Isabel y, el 28 de junio, de 1914, el asesinato en Sarajevo del archiduque Francisco Fernando, chispa que encendió la voraz hoguera de la Primera Guerra Mundial, en cuyo seno tantas cosas, entre ellas el imperio austríaco, habían de quedar reducidas a cenizas.
A esta Viena, capital de un imperio moribundo, llega la Bella Otero con su esplendorosa belleza y su escultural tipo de andaluza trasplantada a París, es decir, de andaluza de pega, pero con tronío para rendir a sus pies a duques y archiduques, a generales y a banqueros.
En Viena alcanza la Bella Otero un triunfo clamoroso. La ciudad del vals se hace vasalla de la bailarina gallega hecha andaluza en el meridiano de París. Su arte encandila a los públicos y su belleza hace perder la cabeza a más de un aristócrata de alto linaje.
Francisco José, a quien la emperatriz Isabel llamaba el sargento mayor, no está ya para sentir emociones viendo bailar a una mujer hermosa, por muy andaluza de origen que sea y mucha sabiduría erótica que haya aprendido en París. Pero en la corte de Francisco José hay más de un personaje de sangre azul que siente enrojecerse cálidamente el líquido que le corre por las venas al contemplar el cuerpo lleno de gracia de la Bella Otero.
Esta, con gesto de picaro señorío —muy de la escuela de París—, recibe homenaje tras homenaje. Que los hombres se le rindan enamorados ya no le extraña a la gallega-andaluza. Atrás, en un recodo de su vida, quedan el «Boniato», el banquero catalán, el cantante italiano y otros hombres a quienes ella supo enamorar y arruinar con gracia y salero incomparables —a pesar de ser pontevedresa y no gaditana—, y que fueron para ella como preciosos conejillos de Indias en quienes experimentó sus cualidades de mujer nacida para vivir rodeada del amor y del lujo.
La Bella Otero va de amorío en amorío. Hoy del brazo de un duque y mañana del de un general. Todos le dejan recuerdos: aquél un collar de esmeraldas, el otro unos pendientes de perlas, el de más allá un alfiler de brillantes...
La Bella Otero se enamora y vuelve a enamorarse. No puede detenerse. Está en el inicio de su fantástica carrera. Diríase que pretende emular a Ninon de Lenclos por lo que respecta al número de amantes. Hoy toma uno y mañana lo deja para entregarse a los brazos de otro.
La Bella Otero se convierte, por donde va, y es el caso qué recorre casi toda Europa, en la mensajera del amor frivolo. Los hombres acuden a ella deslumhrados por su belleza. Ella los toma, se deja amar, acepta regios presentes... pero jamás se detiene.
Nadie, ningún hombre es capaz de hacerla bajar de su trono de amor inaccesible.
La Bella Otero no parece una mujer de este mundo, sino una visión de las Mil y Una Noches».