XIX

Nada cuenta la Bella Otero de las giras que hizo por Europa en compañía del gran mimo Georges Wague y, no obstante, cada actuación fue elogiada calurosamente por los críticos de las ciudades en que se presentaba. Es —tiene sobrada razón Gasch— una verdadera lástima que Carolina Otero pase como sobre ascuas sobre este capítulo de su vida tan interesante como meritorio. «Nuestra compatriota —afirma Sebastián Gasch— fue unánimemente considerada como una verdadera artista, perfectamente capaz de expresarse fuera del marco de la danza y de poner la pasión de su gesto y la llama seductora de su mirada al servicio de la exaltación de sentimientos.»

Considerada la vida de la Bella Otero desde el punto de vista estrictamente artístico, es preciso reconocer empero que, si no una malograda, fue una actriz que se quedó poco menos que a medio camino. Quizás para llegar a ser una verdadera gran actriz le faltó, tanto como fuerza vocacional, una formación básica. Cuando se lanzó a la vida auténticamente teatral, ya no estaba en disposición de formarse. Estaba ya deformada por una vida demasiado fácil. Empezaba ya a pensar en retirarse.

Es muy posible que si hubiese encontrado antes en el camino de su vida a un Georges Wague o a un Séverin —otro prestigioso mimo con el que la Bella Otero hizo giras triunfales—, Carolina hubiese llegado a convertirse en una actriz de fama. Tal vez no hubiese llegado nunca a la altura a que ha llegado una compatriota suya, la actriz María Casares, gran triunfadora en París con su extraordinaria calidad interpretativa, pero hubiese, por lo menos, salido de ese marco de frivolidad en el que inevitablemente es preciso insertar la imagen de Carolina Otero.

También es más que posible que la extraordinaria belleza de la bailarina gallega le perjudicó en su carrera artística. Me refiero, no a la carrera artística con que ha pasado a la pequeña historia de las tablas, sino a la carrera grande, cuyos peldaños se suben no apoyándose en el soporte de una espléndida belleza física, sino a fuerza de talento y de esfuerzo creacional.

Una Carolina Otero menos bella y con más formación básica hubiese sido algo muy distinto como actriz, pues ya se ha visto que no le faltaban cualidades para hacer un lucido papel interpretativo. Pero todo esto no es más que moverse en el terreno de las hipótesis gratuitas. La Bella Otero se nos ofrece desde nuestra perspectiva actual con un perfil Inconfundible: el de una primera figura del arte frívolo de su época. Muy superior, desde luego, a todas las cupletistas que fueron famosas en España —la Chelito, la Fornarina, la Goya, Cleo de Mérode—, con la excepción de Raquel Meller, y de rango más alto también al de la inmensa mayoría de las mujeres que triunfaron en el París de sus buenos años —la mal llamada «bella época»— en los «music-halls» y en los teatros y demás espectáculos de tono frívolo.

En cierto modo, la Bella Otero parece sacada de una de las novelas de Alberto Insúa o de Pedro Mata. (Me refiero, claro, al Alberto Insúa autor, por ejemplo, de aquel sentimentaloide novelón titulado «El negro que tenía el alma blanca» o cualquiera de sus otras novelas eróticas, no al Alberto Insúa de su última época, que se había convertido en un moralista de a real el cuarto, que no convencía a nadie con su postiza postura, ni siquiera tal vez a él mismo, como tampoco había convencido a nadie como novelista en sus años de las historias verdes, de un verde subido y a menudo de dudoso gusto.) También pudiera pasar muy bien la Bella Otero, a tenor de lo que ella cuenta de su propia vida en sus «Memorias», por protagonista de una de las novelas picantes de Joaquín Belda, que, por cierto, se sintió atraído por la personalidad de la bailarina gallega y tradujo al —castellano sus aventuras galantes.