XXIV

El caballero del monóculo y el cabello entrecano acompañó aquella noche a la Bella Otero hasta la puerta del «Negresco».

—He tenido un placer en volver a verla —le dijo después de haber besado galantemente la mano de la ex bailarina.

—¿No se hospeda usted también en el «Negresco»?

El caballero del monóculo sonrió con tristeza.

—Ya no puedo —dijo.

—Pero...

—La maldita revolución me ha arruinado.

La Bella Otero hizo un gesto de conmiseración.

—Tal vez todo se vuelva a arreglar.

—Sin duda... pero yo ya no soy joven.

El caballero del monóculo había pronunciado su «sin duda» con un acento de pleno convencimiento. Pero, al decir que él ya no era joven, un acusado acento de melancolía impregnó sus palabras.

Mientras se dirigía a sus habitaciones, la Bella Otero fue reviviendo en su memoria los recuerdos de su lejana, de su fabulosa estancia en San Petersburgo. Recordó al gran duque Alejandro. {Diez mil rublos le había dado por bailar para él en su palacio! ¡Qué maravillosos días había pasado en la Rusia zarista!

De pronto su ceño se frunció. Había llegado a su «suite».

Entró. Mientras su doncella la ayudaba a desvestirse, la Bella Otero pensó con indignación en la sangrienta revolución comunista. Rusia había quedado subvertida. La brillante sociedad de los zares había sido barrida por la escoba proletaria.

Era una vergüenza que pudiesen suceder cosas semejantes en un país como Rusia. Las potencias europeas debían intervenir para entregar de nuevo a Rusia a sus verdaderos dueños. El príncipe Rekyesky tenía razón. Las cosas terminarían por arreglarse en Rusia. No podía durar demasiado aquel anómalo estado de cosas en una gran nación como Rusia. Los desastrados comunistas terminarían por matarse entre ellos mismos o ei honrado pueblo ruso se cansaría de ellos y los expulsaría del poder volviendo de nuevo entronizar a un zar en el trono.

¡El príncipe Rekyesky! ¿Cómo iba a poder reconcer la Bella Otero en aquel caballero del monóculo, sesentón, con el cabello salpicado aquí y allá de canas, a aquel apasionado y apuesto oficial de la guardia con quien había bebido champaña hasta salírsele por los ojos en uno de los más lujosos restaurantes de San Petersburgo una noche inolvidable?

Y, sin embargo, era él, el príncipe Rekyesky, el hombre que había perdido la cabeza por ella y que casi se la había hecho perder a ella también. El príncipe se había gastado miles de rublos galanteándola mientras ella había permanecido en San Petersburgo. Después, cuando la Bella Otero se fue de la capital rusa, de regreso a París, el príncipe había querido seguirla.

«¡Cuánto me costó disuadirle!», se dijo Carolina Otero mirándose al espejo.

Se había desvestido ya y tenía sobre los hombros un peinador. Al ver reflejado su rostro en el espejo, la Bella Otero sintió que una repentina congoja se apoderaba inexplicablemente de su ánimo.

¿Era de ella aquel rostro?

Sí, no cabía la menor duda. Ella era aquella mujer. ¡Cuánto había cambiado ella también!

La Bella Otero hizo un esfuerzo para aventar de sí los pensamientos impregnados de melancolía que la estaban invadiendo.

«¡Pobre príncipe!», se dijo. «Ha dicho que estaba arruinado. Debe ser muy sensible para él. ¡Malditos comunistas! Arruinar a un hombre como el príncipe.»

La Bella Otero recordó la distinción y prodigalidad con que el príncipe gastaba el dinero en San Petersburgo. Cuando se enteró de que el gran duque Alejandro le habla dado diez mil rublos por bailar en su palacio, el príncipe le había dicho: —iVo te daré veinte mili

«Y me los hubiese dado», se dijo sonriendo la Bella Otero. Pero ella se habla negado. Lo había hecho por no ofender al gran duque Alejandro. Estaba en Rusia, el pais de los grandes señores, y había que tener tacto.

Aquella noche la Bella Otero soñó que estaba de nuevo en San Petersburgo. Los comunistas habían sido vencidos y de nuevo había en Rusia un zar. El zar era el príncipe Rekyesky. Un príncipe Rekyesky mucho más joven que el que había visto en el casino de Montecarlo. Ella también era más joven, mucho más joven. Había vuelto a las tablas. El público la habla reclamado con insistencia y ella no había tenido más remedio que decidirse a reaparecer... El príncipe se había enamorado de ella. Le había pedido que compartiese el trono de Rusia con él. La Bella Otero se había rendido finalmente al amor del príncipe convertido en zar de todas las Rusias. La boda había sido algo fastuoso. Después, la Bella Otero había sido coronada zarina...