XXXIII
Niza era como un ascua de luz por las noches. De manera especial en el Paseo de los Ingleses, flanqueado por lujosos, suntuosos hoteles y bellas palmeras. Aquella rutilante vía de Niza era el foco más cosmopolita de la ciudad.
Esta había ido embelleciéndose y modernizándose intensamente desde los años en que la Bella Otero vivía en ella, hasta convertirse en la auténtica Meca de los turistas ricos de todo el mundo.
Ningún millonario que se preciase de hombre de mundo dejaba de tener un chalet en la Costa Azul y de visitar con frecuencia Niza. En la ciudad convergían los personajes famosos de las cinco partes del mundo. Reyes, duques, condes, marqueses, banqueros, estrellas, pintores famosos, escritores célebres, políticos ilustres. Lo más escogido de la humanidad del siglo XX recalaba un día u otro en Niza.
La Bella Otero veía pasar ante ella aquel mundo fastuoso sin demasiada nostalgia. Se tomaba las cosas con bastante filosofía. Tan sólo, a veces, se entristecía al comparar su oscuro presente de anciana pobre de recursos con su brillante pasado de mujer joven y bella, nadando en la abundancia y el lujo. Pero pronto se le pasaba el acceso de triste melancolía y volvía a recuperar su serenidad de ánimos.
Aquella tarde, tomaba el té con dos amigas de su misma edad. También, naturalmente, habían sido jóvenes y también habían sido hermosas aquellas dos señoras. No habían llevado una vida tan rutilante como la de la Bella Otero, pero habían corrido asimismo lo suyo. A la sazón vivían de unas reducidas rentas, como Carolina Otero, y procuraban dejarse embarcar las menos veces posibles en el barco de los recuerdos.
—Dicen que ha llegado de nuevo el príncipe de Gales.
La Bella Otero miró a la amiga suya que había hablado.
—Sí, yo lo vi ayer sentado en una terraza del Paseo de los Ingleses —dijo.
—¿Está tan elegante como siempre?
—¡Oh, sí, más que nunca tal vez!
—¿Cómo vestía?
—Un sencillo traje de calle a cuadros y un pañuelo de seda al cuello.
—¡La vida es para los príncipes!
La Bella Otero pensó en el pobre príncipe Rekyesky.
—No siempre todos los príncipes llevan una vida feliz.
—Es verdad —asintió una de las dos amigas de la Bella Otero—, pero, generalmente, viven mejor que el común de los mortales, eso es indudable.
La Bella Otero recordó su amistad con el abuelo del príncipe de Gales.
—El rey Jorge de Inglaterra no tardará en morirse —dijo una de las señoras—. Está viejo y enfermo...
La ex bailarina pensó que el tiempo corría velozmente, llevándose ciegamente la vida en sus flecos.
«Todavía parece ayer —se dijo— cuando yo conocía a Eduardo VII. ¡Qué hombre más simpático! Nadie hubiese dicho que era un hombre que muy pronto ceñiría la corona de Inglaterra oyéndole contar aquellos chistes verdes. Tenía gracia el bueno de Eduardo. ¡Y cómo le gustaba al muy tunante contar historias subidas de color!»
La Bella Otero sonrió al recordarlo.
—¿De qué te ríes? —le preguntó una de sus amigas.
—Estaba recordando la época en que yo conocí al abuelo del príncipe de Gales. Era un hombre muy simpático. Tenía mucha chispa para contar chistes picantes... ¡Cómo corre el tiempo, queridas!
—¡Y que lo digas! —asintió una de las amigas.
—Pronto subirá al trono el nieto —dijo la otra.
—Por cierto que se llama también Eduardo, como su abuelo, ¿no? —preguntó la Bella Otero.
—Sí.
—Entonces reinará con el nombre de Eduardo VIII.
A la Bella Otero, como siempre, le encantaba hablar de principes y de reyes. Ya que no podía codearse con ellos como antaño, se conformaba hablando de ellos y de sus vidas. Sus sentimientos monárquicos parecían ser, desde luego, inconmovibles. Le cargaba enormemente lo plebeyo y no comprendía que nadie pudiese hablar con encomio de los regímenes democráticos. En la vida era preciso que existiesen jerarquías.
—Cuando sea rey —comentó una de las amigas de la Bella Otero—, no tendrá tanto tiempo para divertirse como ahora.
—¡Bah! —dijo la Bella Otero—. Los reyes siempre tienen tiempo para todo.
—¡Claro, para eso son reyes!