XXVII
Carolina Otero sigue dejando su fortuna en las mesas de juego del casino de Montecarlo. Ahora vive ya en perpetua ansiedad. No juega por fabricar un poco de emoción para su vida de mujer que ve la vejez caminar inexorablemente por los vericuetos de su cuerpo, sino para intentar recuperar el dinero perdido a la ruleta y al bacarrat.
Vano intento. El juego jamás devuelve lo que se traga. Algunas noches, la Bella Otero gana cantidades considerables y recupera la esperanza. Tal vez le sea posible recuperar los cientos de miles de francos perdidos. Si lo consigue, no volverá a jugar.
Pero lo que gana en una noche, lo pierde a la siguiente. Lo grave es que son más, muchas más, las noches que pierde que las que gana. Además, cuando gana, siente que su audacia se aminora. En cambio, las noches que pierde se siente más valiente. Es la valentía de la desesperación.
Una noche pierde cien mil francos al bacarrat. Había empezado ganando, pero, hacia la madrugada, Ja suerte le volvió caprichosamente la espalda.
Había abatido varias veces con ocho y nueve y tenía ante ella un montón de fichas por valor de unos ciento cincuenta mil francos.
El príncipe Rekyesky, que no la dejaba en paz, aunque Carolina hacía ya tiempo que había dejado de atender sus sablazos, se inclinó hacia ella:
—Esta noche es su noche, Carolina...
El príncipe ya no la tuteaba desde que ella se había negado a dejarse seguir sableando. Ahora la trataba con un respeto perruno. El viejo príncipe se había convertido en un ser adulón y degradado. Pasaba mil apuros para poder pagar la pensión en que vivía. Pero no dejaba de aparecer ninguna noche por el casino. El frac que llevaba estaba demasiado reluciente y la pechera de su camisa no estaba almidonada demasiado bien, pero no por eso dejaba el príncipe de seguir codeándose con la crema de la sociedad cosmopolita de Montecarlo. Siempre encontraba alguien lo suficientemente educado para aguantar su charla intrascendente durante unos minutos y, a veces, algún viejo conocido que, más que prestársela, le daba de limosna alguna pequeña cantidad. Indefectiblemente, el príncipe se acercaba a la mesa de la ruleta o a la de bacarrat. Los dos juegos habían sustituido dentro de él la ilusión de que el comunismo fracasase en Rusia y fuese de nuevo instaurado el zarismo. Pero tanto la ruleta como el bacarrat le eran tan esquivos como el pueblo ruso.
La Bella Otero, al oír detrás de ella la untuosa voz del prín* cipe, sintió pena de aquel pobre aristócrata varado en Montecarlo.
«Voy a jugar cinco mil francos y si gano se los doy al príncipe», se dijo. «Lleva un frac lamentable y la camisa cualquier día se le va a quedar en las manos al ponérsela. Está tan pasada como él.»
La Bella Otero adelantó hacia el paño un montón de fichas por valor de cinco mil francos.
Esperó a que el banquero le diese las cartas. Desde hacía una hora, tomaba ella las cartas de su paño. Sonrió al ver el punto que tenía.
—¡Ocho! —exclamó.
«El príncipe —se dijo mentalmente— se ha ganado una camisa y un frac nuevos.»
Ei otro paño abatió con nueve.
El banquero tomó sus cartas y las volcó sobre la mesa.
—¡ Nueve!
La banca había ganado al paño de la Bella Otero y hecho tablas con el otro.
La ex bailarina tomó diez mil francos en fichas y los colocó en su paño.
El banquero le dio las cartas. Tenía cuatro. Era un punto bajo. Tenía que pedir.
—Carta —pidió.
El banquero ie sirvió una carta.
«¡Maldita sea!»
Era un seis. La Bella Otero había hecho bacarrat. Tan sólo podía aspirar a empatar con la banca.
El banquero enseñó sus cartas. Tenía dos. Soló sirviéndose un ocho empataría con el paño de la Bella Otero.
El banquero se sirvió una carta. Era un nueve.
—La banca tiene una.
El paño de la Bella Otero había vuelto a perder.
Llevaba perdiendo tres pases.
«Ahora ganaremos», se dijo Carolina. Tomó veinte mil francos y los arriesgó a su paño.
El banquero le entregó las cartas. La Bella Otero sonrió al verlas y las puso boca arriba:
—¡Nueve! —dijo.
Él banquero sirvió al otro paño.
—¡Planto! —dijo al que tomaba las cartas.
Ei banquero descubrió sus cartas.
—¡Nueve!
También la banca había hecho nueve. Por consiguiente había empatado con el paño de la Bella Otero.
«Tenemos que ganar», se dijo la ex bailarina. «Esta vez tenemos que ganar.»
Carolina Otero incrementó su puesta con otros diez mil francos.
El banquero esperó unos segundos, para ver si algún otro punto incrementaba sus puestas o, por el contrario, las retiraba. Nadie se movió.
—¡Hecho! ¡No va más! —dijo el «croupier» disponiéndose a dar las cartas.
La Bella Otero miró las de su paño.
«¡Siete!», se dijo.
No era mal punto.
—¡Planto!
El otro paño abatió con ocho.
El banquero descubrió sus cartas.
—¡Nueve!
Había vuelto a ganar la banca.
En media docena de pases más, la Bella Otero perdió no sólo sus ganancias de la noche, sino todo lo que había traído con ella.