III
En sus «Memorias», Carolina Otero dice que ella y sus padres —una vez que éstos hubieran regularizado sus relaciones— se trasladaron a Valga desde Cádiz. El cambio de aires resulta un tanto caprichoso. Un oficial del ejército griego, una gitana y la hija de ambos se trasladaron desde Andalucía a un pequeño pueblo de la provincia de Pontevedra para pasar allí una temporada.
La cosa no parece muy natural. Pero la Bella Otero, para no falsear demasiado su propia vida, se ve obligada a presentarse con sus padres en Valga —donde realmente nació, como ya se ha visto—. Allí conoce a un tal Paco. Es un joven atractivo, romántico, que se enamora de ella. Carolina le corresponde y un día los dos jóvenes huyen a Lisboa. Así empieza, según ella, la vida de aventuras de la Bella Otero.
Los padres de ésta recurren a la policía y los dos enamorados se ven detenidos en Portugal y devueltos a España. Al parecer, los padres de Carolina se oponen a que continúen sus relaciones con Paco y éste se marcha a Barcelona.
Carolina cuenta que ella, entristecida por la marcha de su amante, del que estaba muy enamorada, decide huir de nuevo del hogar paterno. Pero, cosa extraña, en vez de ir en pos de Paco, vuelve a Lisboa, logrando despistar a la policía puesta en su seguimiento por los padres.
Es entonces cuando empieza su vida artística. Para ganarse la vida, la Bella Otero debuta en el teatro Avenida. Ya había hecho sus pinitos de bailarina en un cafetucho de Valga. Esto resulta chocante, pues, ¿cómo, siendo, como ella dice, hija de un aristocrático oficial, permitió éste que bailase en un cafetín de mala muerte de un pequeño pueblo gallego? No hagamos demasiado caso de todas estas incongruencias que observamos en las «Memorias» de la Bella Otero. Todo es producto de su imaginación; y aunque ésta no era corta, distaba, desde luego, de tener la calidad que tenía, por ejemplo, su belleza física.
Esta belleza física es la que le hace triunfar en las tablas. Esto sí que resulta perfectamente convincente. Una mujer joven y bonita tiene muchas probabilidades de triunfar ante un público. Por lo menos, es muy difícil que fracase del todo. Podrían aducirse infinidad de ejemplos en este sentido, no siendo, por cierto, el menos indicado el de Lola Montes, mediocre bailarina, pero mujer extraordinariamente bella, que encandiló a los públicos de su tiempo a lo largo de Europa y de América.
La Bella Otero, a pesar de la buena acogida que tuvo en su debut como bailarina, seguía —ella lo dice— pensando en su adorado Paco... Es comprensible: los primeros amores son muy malos de olvidar. Ya lo dice la copla gallega:
«Os amoriños primeiros
son moi malos de arrincar...»
Carolina decide abandonar Portugal e ir en busca de Paco. Vuelve, pues, a España y se dirige a Barcelona.
Paco, que es un hombre de vida un tanto novelesca, vive en Barcelona dedicado al juego. La Bella Otero le localiza en el Palacio de Cristal, donde se armaban unas fenomenales partidas de «monte».
El idilio se reanuda entre Carolina y Paco. Pero la vida irregular de éste, siempre embarcada en la pasión del juego, hace que la Bella Otero se desilusione y decida abandonar a su amante.
Carolina es contratada por una compañía teatral y actúa en Oporto. Obsérvese cómo, incluso en sus «Memorias», la vida de la Bella Otero discurre, en sus comienzos artísticos, no precisamente en Andalucía o Madrid, ambiente el más apropiado a una bailarina andaluza de sangre gitana, sino en Portugal. ¿Se debería eso a la circunstancia de que, por su nacimiento gallego.
y primera infancia transcurrida en Galicia, le era sumamente accesible el idioma portugués, y esto facilitaba sus primeros éxitos de cara al público?
De todos modos, si así fue, poco le duró a Carolina Otero su afición a la tierra natal y a su idioma, puesto que, de Portugal, salta a París y ya no vuelve a pisar tierra gallega ni a acordarse de Galicia hasta que tiene ochenta y siete años de edad.
Para esta andaluza de pega, bella como ella sola, joven y audaz, no debió de costarle demasiado imponerse en el frivolo ambiente de París.
De París había de saltar a San Petersburgo, a Viena, a Europa entera. La sociedad masculina chic de la época se rinde a los pies de la Bella Otero. La bailarina gana millones y lleva una vida de gran duquesa rusa, alternando con reyes y potentados.
Montecarlo —el atractivo y peligroso Montecarlo de la ruleta— verá periódicamente a la Bella Otero tirar sus millones en el tapete verde del casino.
Hasta que, finalmente, retirada de las tablas —cosa que hizo en 1918—, lleva una vida sin ruido en Niza, habitando un departamento amueblado en una modesta casa, ella que había vivido en sus buenos tiempos en la «suite» de los príncipes del fastuoso hotel «Negresco» de Niza.