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Un catalán sucedió a otro catalán en el corazón —o mejor sería decir en el cálculo— de la Bella Otero.

«Mientras a la Bella Otero —escribe Sebastián Gasch— se le iba despertando una afición desmesurada al dinero y a las alhajas, Paco acabó por enamorarse de ella como un colegial. Todo se lo gastó entonces con su amante. Arruinado, Paco cedió amistosa y resignadamente la Bella Otero a otro barcelonés, un banquero llamado Furtiá.»

Es de suponer que el «Boniato» fuese al menos ayudado por su sucesor para que pudiese emprender el regreso a España, donde terminaría trabajando como «croupier», desapareciendo por completo de la vida de la Bella Otero. La verdad es que Francisco Coll no encajaba, ni pegándole con cola, en la existencia que, desde que rompió con él, llevó Carolina Otero. La bailarina se lanzó a vivir a lo grande.

El banquero Furtiá fue el que primero experimentó, para su propia desgracia, el cambio que se había operado en los proyectos de vida de la Bella Otero. Esta empezó a sentirse atraída de una manera irresistible por el lujo.

Como Furtiá no era precisamente, a pesar de ser banquero y catalán, un hombre capaz de negarle nada a una mujer bonita, la avispada gallega logró hacer a su lado el aprendizaje de mujer manirrota. Es un aprendizaje no difícil, pero un tanto costoso desde el punto de vista económico. Claro que, tratándose de una mujer, las consecuencias no suele pagarlas la persona que hace semejante aprendizaje.

Furtiá llegó a perder la cabeza por la Bella Otero como antes la había perdido Francisco Coll. Ella parecía tener ahora prisa por darse a conocer no precisamente como artista, sino como mujer capaz de gastarse —o de hacerle gastar a su acompañante— un dineral en una sola noche.

Del brazo de Furtiá, la Bella Otero empezó a llamar la atención tanto por su belleza y por su ángel —no precisamente andaluz, pero, desde luego, decididamente arrebatador— como por su afición a la vida nocturna.

El banquero se vio enredado en las mallas de aquella mujer con manía de grandezas —una manía de neófito en este sentido, y por ello mismo más vehemente y peligrosa— y no supo, no pudo o no quiso poner coto al capítulo de gastos.

A la Bella Otero se le antojaba un collar de perlas... pues el banquero escribía una cifra en su talonario de cheques y se lo entregaba a su amante. De este modo, la famosa bailarina empezó a sentirse dueña de sí misma y a darse cuenta de que no necesitaba más que exponer el menor capricho para que inmediatamente Furtiá se dispusiese a satisfacérselo.

El tiempo que pasó al lado del banquero catalán le había de ser a la Bella Otero útilísimo para desenvolverse posteriormente en el ambiente, ya más elevado socialmente, en el que iba a insertarse durante largos años. La prodigalidad con que Furtiá subvenía a las más disparatadas exigencias de la Bella Otero le dio a ésta una medida aproximada de su fuerza como animal de lujo capaz de hacer perder la cabeza al más encumbrado de los hombres.

Naturalmente, la Bella Otero no se retiró de su arte en el transcurso del tiempo en que fue amante de Furtiá, sino que, por el contrario, actuó en numerosos locales, siempre en progresión constante por lo que se refería a la categoría de los mismos. Así empezó a hacerse un nombre y a conquistar al París nocturno, primera etapa en la conquista de los públicos de las ciudades más importantes de Europa, desde Viena a Moscú, pasando por Berlín, Varsovia o San Petersburgo.

Entretanto, la ventura del banquero Furtiá con la Bella Otero iba adquiriendo para aquél caracteres de verdadero desastre económico. La barilarina se mostraba insaciable y la potencialidad crematística de Furtiá era, por el contrario, limitada. Furtiá era banquero, pero no era ciertamente ningún Rothschild.

Poco a poco, las dentelladas que la Bella Otero le daba a la fortuna de Furtiá iban menguando ésta de manera alarmante. Pero el banquero estaba loco, deslumhrado por aquella fascinante mujer. Intuía que se estaba arruinando. Pero hacía como el avestruz: escondía la cabeza bajo el ala para no ver el peligro.

Pero llegó un momento en que el peligro de bancarrota era ya inminente. No fue posible arreglar de ningún modo los enredos en que se había metido el enamorado banquero y las consecuencias fueron las de siempre en estos casos: el banco de Furtiá dio quiebra.

Como es natural, a medida que iba empequeñeciéndose el poder adquisitivo de Furtiá, la Bella Otero iba notando que la indiferencia hacia su amante le helaba poco a poco el corazón. ¡Y ella que había creído a Furtiá un hombre extraordinario, el súmmum de la distinción masculina!

La Bella Otero llegó a una conclusión irreversible: aquel hombre, su amante, no era más que un pobre hombre y era preciso abandonarlo como antes había abandonado al «Boniato». Ella no podía permanecer en un barco que hacía agua.

El pobre banquero, cuando se dio cuenta, se quedó sin banco y sin amante. Tenía, sí, un montón de deliciosos recuerdos. Pero los recuerdos felices suelen resultar amargos cuando son evocados en los momentos de desdicha.

El arruinado banquero no intentó detener a la Bella Otero. Hubiese sido inútil intentar hacerlo. Cuando una mujer como la Bella Otero está lanzada, no la detiene ni la bomba atómica. Eso lo sabía perfectamente Furtiá, cuya aventura con Carolina Otero no había sido la primera de este género, si bien ninguna había tenido para él las desastrosas consecuencias que el enredo amoroso con la bailarina gallega le había deparado.

El banquero fue para la Bella Otero, prácticamente, el primer eslabón en la brillante carrera amorosa que iba a constituir uno de los aspectos primordiales de su vida. Precisamente es, como ya dije en un capítulo anterior, a su vida amorosa a la que Carolina Otero le dedica especial atención en sus «Memorias». Sin duda alguna, ella, más que bailarina y cupletera, se sentía mujer de mundo. Eros la atraía más que Terpsícore. No se explica de otro modo el tono erótico que adopta la Bella Otero cuando cuenta su vida.

Por otra parte, es difícil separar en una mujer de la estirpe de Carolina Otero sus pasos en el del amor de los dados en el del arte.