51

Me llama Oti para decirme que traspasa su local, su entrañable restaurante, el Petit, porque entre este asesinato, que le ha dado muy mal karma, y los problemas que tiene con el actual Ayuntamiento para poder poner mesas en los soportales del mercado, prefiere largarse de allí… y, además, corriendo.

—Últimamente viven mejor las palomas de la Boquería que los que trabajamos aquí —afirma esta luchadora del trabajo que ya está buscando otro local para seguir currando—. ¿Cómo van las investigaciones? ¿Encontraremos al asesino, Albert?

—¡Hombre, claro, Oti! Dentro de nada. Tú ve pensando que enseguida, sea donde sea, tendrás que ponerme el salmón a la plancha con una buena botella de vino de esas que tú llamas «de categoría».

—He visto un local en la Rambla que me gusta. Ya te informaré, Albert.

Abandono la calle Jerusalem y me encuentro de bruces con una guardería de gatos, literalmente, con sus redes de alambre para que no se escapen por el techo, con una especie de patio que da a la calle Hospital a la altura de la Biblioteca de Catalunya. Miro a través de los barrotes, pero entre la pésima iluminación de la zona y que es una noche muy negra, no se ve prácticamente nada. En la minúscula explanada que hay delante veo una figura en el suelo; medio borrado por el paso de los años se lee: «A la gran Margarita Xirgu, actriz de inmaculada historia artística, lumbrera del teatro español y admirable creadora. F. García Lorca».

¡Ay, la Xirgu, si viera esta representación de personajes estrafalarios en un escenario tan raro como una pollería! Me acerco al Mendizábal mientras pienso en Mònica, aquella chica de mirada extraña y amargada, y en la fotografía de la otra mujer misteriosa que aparecía haciendo muecas junto al desgraciado de Ramos en un fotomatón.

Recibo un whatsapp. Joder, no. Otra vez, no.

Y si tomamos una copa dentro de un rato? De hecho, estoy en el Samsi tomando un gin-tonic.

No respondo. Pol otra vez. El Samsi es un hotel que hay delante mismo del Arena. Qué pesado este Pol. Un médico ninfómano. Pobre Rubén. Estoy por enviarle un mensaje y contarle toda la verdad. La terrible sensación que sufro a la hora de tomar decisiones. Es la diferencia entre soledad e independencia. Soledad es lo que no quieres cuando tienes independencia, pero es el peaje que nos toca pagar a los entusiastas de vivir solos, sin nadie cerca cuando estamos en casa. A cenar, a follar y a dormir, pero cada uno en su casa. Si quieres ducharte, adelante. No gaste demasiada agua y hala, haga el favor de ir tirando hacia su casa.

¿Qué hago en una circunstancia como esta? ¿Tengo que contarle a mi mejor amigo cómo es su pareja? ¿Tengo que decirle lo que he hecho yo, su amigo del alma, con su pareja? ¿O tengo que cumplir con esta especie de pacto que me exige silencio para siempre jamás? ¿La traición o el olvido?

Paso por delante de la puerta principal del teatro Romea. La peste del Raval, tan especial y característica, queda eclipsada por un tufo a quemado. Debo de ser yo, pienso riéndome de mí mismo. Ya he cenado, ya he paseado por el mercado, ya es tarde. Y mejor caminar por la calle de la Junta del Comerç, por la acera del Mendizábal, que a estas horas ya está cerrado. Daré una última vuelta, cogeré la moto y me iré a mi casa. Nada de copas con Pol. Nada. Fuera. Que se joda. Veo el cartel del Mendizábal que indica que a las once de la noche bajan la persiana. Mierda de motos. La acera del bar está tan llena que prácticamente forman una barrera que no deja pasar. Cruzo por el paso de cebra y el hedor a chamusquina cada vez adquiere más potencia; mi pituitaria está a punto de dar la alarma. ¿De dónde vendrá esta peste? De repente veo que la puerta pequeña de la entrada de los técnicos del teatro Romea está entornada. Casi hace esquina con la calle Hospital. Qué raro. Ya hace más de dos horas que ha acabado la obra. ¿Quién cojones hay dentro del teatro a estas horas? Empujo la puerta y el olor a quemado se vuelve insoportable. Joder, ¿qué coño pasa aquí dentro?