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Los años en el Institut del Teatre fueron tan fantásticos como cortos. Entré en primero emocionada y sin saber nada, y acabé cuatro años más tarde, emocionada y sin saber nada. Lo más importante, como en todas las universidades que valen la pena, pasaba en el bar. Allí nos encontrábamos todos. Actores, bailarines, escenógrafos, directores…

Me inventaba cualquier excusa, aunque Sebas me riñera, para no ir a clase, y acababa sentada en un sofá del bar charlando con gente de Interpretación de segundo o tercero. Veían el mundo de una manera que yo nunca me había planteado; siempre tenían a punto una frase ingeniosa, un comentario certero. Nos intercambiábamos lecturas, nos recomendábamos obras de teatro y, en una fiesta, me dieron a probar MDMA.

Aquella noche fue una locura.

Paula estaba con sus amigas y siempre que podía me hacía un gesto con la mano para que fuese a conocer a gente nueva. Me encantaba. Un día llamé a Clara, porque sabía que se moría de ganas de ir a una fiesta del Institut del Teatre. Ella estudiaba diseño en la escuela Elisava y había oído muchas leyendas sobre aquellas fiestas. Orgías, drogas, buen rollo. Pero sobre todo, orgías. Mis expectativas eran altísimas y, como siempre en la vida, cuando una tiene las expectativas muy arriba, lo más fácil es que caigan en picado por el agujero de la decepción.

—Paula, esta es Clara. —Se dieron dos besos.

Me hacía mucha ilusión que dos amigas mías se conocieran. No podía sospechar, entonces, que aquel encuentro sería el principio de una pesadilla. Una siempre quiere que las amigas que tiene por separado se caigan bien el día en que se conozcan. Incluso que, con los años, acaben volviéndose amigas ellas mismas. Pero, desde la primera vez que se vieron, después de los dos besos iniciales, entre Clara y Paula nació una antipatía natural. Un odio instintivo. Si se hubiesen quedado solas en una isla desierta, cada una habría montado su casa en una punta distinta de la isla, lo más lejos posible de la otra.

—¿También eres actriz? —preguntó Paula.

—No, soy amiga de Mònica.

—Ah… —Era un «ah» de angustia.

—¿Es que no puedo entrar? —preguntó Clara con tono desafiante.

—¿Cómo?

La música estaba muy alta y Clara lo repitió.

—Si me dejáis entrar en la fiesta o es solo para gente del teatro.

«Gente del teatro» sonaba a secta religiosa, a infelices adoctrinados que adoraban a un dios supremo.

—¡No, qué va! —respondió Paula—. Todo el mundo es bienvenido, pero no conocerás a nadie.

—No te preocupes, que ya me presentaré.

Y se sonrieron a cierta distancia. Era una sonrisa de despedida. De «este es mi sitio, hasta aquí he llegado» y «no entres en mi terreno, guapa, que acabarás mal». Cada una, por su cuenta, me criticó a la otra, y yo ponía paz; me inventaba que una había dicho no sé qué, que su vestido era precioso, y a la otra le decía que se habían caído muy bien. Mentía para unirlas, pero mis mentiras las separaban todavía más.

Aquella noche me fijé en Néstor. Un bailarín brasileño con un cuerpo precioso y una boca inmensa. Pero claro, era bailarín, y eso significaba un porcentaje muy elevado de probabilidad de que fuera homosexual. Según mis estadísticas, tenía un diez por ciento de probabilidades de ser hetero y, dentro de ese diez por ciento, había un uno por ciento de que yo le gustase. La esperanza —traidora— es lo último que se pierde y lo que nos hace perder la dignidad más deprisa.

—¿Y Robert?

—Robert es muy mono, y encantador… y todo; le tengo mucho cariño… Pero estoy en una fiesta del Institut del Teatre, ¿me entiendes?

Entonces Clara me preguntó:

—¿Con quién hablas?

—Conmigo misma.

Bailé, quien dice bailar, dice menear el cuerpo, cada extremidad, el culo, sobre todo el culo, enviándole un mensaje a Néstor: «¡Hola, estoy aquí! Voy de éxtasis hasta las cejas, estoy dispuesta a todo. Mírame. Mírame. ¡Que me mires, coño!». Y, como es evidente, las ilusiones no pueden luchar con las estadísticas, al cabo de menos de cinco minutos devoraba —y no es ninguna metáfora, ¡devoraba!— con un ansia voraz la boca de otro bailarín. Los bailarines solo tienen relaciones sexuales con otros bailarines, no sé por qué; debe de existir un motivo ancestral, de tribu, de belleza excelsa que no puede compartirse con nadie más.

Como había dedicado mucha pasión a gustar a Néstor, el resto de los chicos de la fiesta me parecían monos, sí, pero no eran dignos de tener una estatua en la calle mayor de cada ciudad. La magia del MDMA es que muy pronto todo el mundo puede encontrar el amor de su vida en cada individuo que le dedique más de cuatro palabras seguidas. Fui al baño y me encontré a Clara con el sujetador en el suelo, el pelo recogido y vomitando.

—¿Estás bien?

—¡Es la mejor fiesta de mi vida! —dijo mientras se secaba la boca y le daba un beso en los morros a un chico teñido de rojo.

—Me alegro.

Salí del baño.

Había perdido de vista a Paula. Alguien había dicho —siempre había alguien del Institut que lo veía todo, que lo sabía todo— que la habían visto en un aula del sótano cuatro follando con no sé quién.

—Con alguien de dirección, seguro, que esta no tiene un pelo de tonta.

Fui a la barra del bar y me pedí un Malibú con piña. La mejor bebida del mundo, desprestigiada de manera injusta generación tras generación. Y a mi lado, un chico desconocido que me pareció que tenía cara de llamarse Tennessee.

—¿Te llamas Tennessee?

—¿Cómo lo has sabido? —Él también llevaba bastante droga repartida por el cuerpo.

—Tengo un poder. Soy maga.

—Espera… tu nombre… no me lo digas… —Cerró los ojos, como si tuviera poderes adivinatorios—. ¿Te llamas María Estuardo?

—Exacto. Soy una reina.

—¿Eres actriz?

La pregunta me dolió.

—Sí, pero aquí estudio Escenografía. ¿Y tú?

—Me he colado. Tengo un amigo que estudia dramaturgia y me ha dicho que venga…

—… que en las fiestas del Institut siempre se folla, ¿verdad? —terminé la frase por él.

—Tengo puestas muchas esperanzas, sí.

No se llamaba Tennessee, no era guapo ni tampoco especialmente simpático, solo había ido a la fiesta para acabar en la cama con quien fuese. No me gustaba, tenía la nariz y la boca demasiado pequeñas, se mordía las uñas, vestía sin la menor gracia, era gris…, Tennessee era muy gris, un gris aburrido-mediocre, pero me había dedicado más de cuatro frases seguidas y yo estaba convencida de que si cerraba los ojos se parecería un poco a Néstor.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Solo una. Dos, no.

—No te llamas Robert, ¿verdad?

—Me llamo Tennessee.

Bajamos por la escalera con la intención de ir al sótano menos cuatro. Pero a medio camino pensé que era mejor que nos quedásemos en el menos dos, donde era más fácil ser discreto porque la gente suele pasar de largo. Llamamos a la puerta del baño; nadie. Abrimos, entramos y en menos de cinco minutos ya volvíamos a estar fuera.

Me dolía la cabeza y buscaba a Clara para largarme de allí, quería volver a casa y dormir una década. Tennessee desapareció. Daba buenos besos, creo recordar. Cuando subía los escalones, de uno en uno, con una fuerza titánica, vi a Paula con unas amigas, entre ellas Gendrau y Ferrà, que se estaban meando de risa.

—¿Qué pasa?

Se reían.

Iban más pasadas que yo.

—¿Qué pasa?

Siguieron riéndose y bajando por la escalera. Abrí la puerta, y la fiesta parecía una reunión de seres moribundos aferrándose a la vida. La detestable música house. Gente durmiendo por los sofás, otros bailando —o haciendo el ridículo—, una chica tumbada en la barra, dos discutiendo, otra vomitando, aquellos flipados de allá tocando la guitarra y cantando alguna parida musical… A partir de las tres de la madrugada, todo el pescado está vendido. Solo queda la morralla, las rebajas. Y entonces tiene que ser el momento de la dignidad, de mirarse al espejo y decirse: «No, Mònica. No te lo folles».

Seguí buscando a Clara pero, como nadie la conocía y la había perdido de vista hacía rato, no sabía dónde mirar. Probé en las aulas, en los baños, en todos los pisos… y al final la vi tumbada en el suelo, delante de la biblioteca. Había un grupo de gente que la miraba y se reía. Le hacían fotos con el móvil. Pobre Clara. Tenía los ojos cerrados, las tetas al aire y le habían pintado en la frente: FLUFFER.

Pero eso no era lo peor: a su alrededor y embadurnándole el pelo había cera de depilar.