27
—¡Joder, cómo quema el hijo de puta! —grita Carles cuando se lleva el vaso de cartón a los labios.
—Hostia, ¿es que no ves cómo humea?
Carles me mira. Son esas miradas profundas de ojos claros que sobresalen de entre un pelaje de barba cerrada, alargada y sucia.
—¿Y por qué no buscas trabajo?
—Porque no me da la puta gana. ¿No quieres un antisistema? Pues aquí me tienes. No como toda esa panda de bocazas que cuando están fuera del sistema nos quieren arreglar la vida, pero cuando están dentro hacen lo mismo que los demás pero con más maquillaje. Nada, hombre. A mí no me engañan.
—De acuerdo, pero eso no lo cambiarás viviendo así.
—Ni quiero. Por eso prefiero que pase la vida. Escogí el número equivocado en la tómbola. Pues me jodo.
—Pero podrías vivir mejor si quisieras.
—Vaya. Y mucho peor también. Por lo tanto, así me quedo. Voy al centro de servicios sociales del Gótico y, allí, cuando tengo un problema, me lo resuelven. Y duermo aquí porque quiero dormir solo, en habitación individual, y en esa clase de centros tengo que dormir con más gente. Hoy, como puedes comprobar, tengo una habitación con vistas a la Boquería. Cuántos guirufos pagarían por una vista como esta, en un córner del mercado.
Sonrío.
—¿Has visto La ventana indiscreta?
—Oiga, señor. Soy un sintecho pero he ido a la escuela y el cine.
Vuelvo a sonreír.
—¿La de James Stewart? Claro. Ya sé por dónde vas. Pero no tengo la pierna escayolada.
—¿Qué viste?
—Sinceramente, a tres mujeres caminando juntas por aquí delante.
—Aquí delante quiere decir…
Me corta.
—Aquí delante quiere decir a dos metros de donde estaba yo. Una de ellas iba muy perjudicada. Como bebida. No sé. Una de las otras dos la sujetaba por el hombro para intentar evitar que hiciera eses.
Tengo la extraña sensación de que podría estar diciendo la verdad pero, a la vez, no puedo dar por buena una descripción procedente de una persona como el pobre Carles, que no sé si está bien de la azotea.
—Tienes que entender que todo esto es poco creíble, Carles.
—Tienes que entender que esto es lo que vi y que para mí tiene toda la credibilidad del mundo, Albert. Me has dicho que te llamabas Albert, ¿verdad?
—Sí, pero dices que la puerta de barrotes estaba abierta.
—Pues sí.
—¿Acaso no hay seguridad por la noche en este mercado?
—Sí.
—¿Acaso no estaba haciendo guardia aquella madrugada?
—Ni puta idea.
—O sea, que tres chicas, una de las cuales estaba tocada, no sabes si drogada, borracha o simplemente pasando un mal momento, pasan caminando en dirección a la Boquería. Y no solo se dirigen al mercado, sino que entran por una puerta imposible, de barrotes, sin forzar el candado ni la cerradura. Y minutos u horas más tarde aparece una chica colgada muerta en una pollería.
—Pues debe ser eso.
—¿Recuerdas cómo eran las chicas?
—No. Las tres llevaban gorra y la mareada, además, llevaba puesta la capucha de la chaqueta. Era una noche muy oscura. Yo estaba dormido y me desperté con el sonido del vómito.
—¿Vómito?
—Sí, la chica mareada potó en aquella esquina. —Señala un punto entre el restaurante y la entrada del mercado—. Sacó por la boca hasta la hostia de la primera comunión.
—Coño. Me repito: ¿no viste ningún detalle más?
—Qué insistencia. ¿Por qué tanto interés? Todo esto no quieres saberlo para uso personal.
Se hace un silencio que me parece de media hora. Son unos pocos segundos en los cuales debo decidir qué camino elijo: el de la verdad o el de la mentira.
—Me llamo Albert Martínez Boixadera. Investigador. Trabajo en colaboración con los Mossos e intento averiguar quién mató a una actriz que representaba una obra en el Romea.
—Ya decía yo…, pero yo no quiero marrones, que vivo muy tranquilo mi puta vida.
—No haré nada que pueda perjudicarte.
—Nada. Que no. Pírate o me voy yo. Ya me veo en la policía, citado a declarar delante de un juez…
—Confía en mí, joder. Desapareceré de aquí. No me verás más. Te lo juro, pero me las veo con un nudo mojado y no puedo deshacerlo. Una chica asesinada en el mercado, colgada como una gallina de un gancho, pero muerta envenenada. Podría ser perfectamente la pobre desgraciada que vomitaba el otro día y que, acompañada por otras dos chicas, entró en la Boquería cuando el mercado tendría que haber estado cerrado a cal y canto.
Silencio. Más silencio.
—No sé nada más que lo que acabas de resumir. No sé qué cara tenían.
—¿Cómo iban vestidas?
—No me acuerdo.
—Cualquier detalle, por pequeño que sea, aunque parezca que no tiene ninguna importancia.
—Las gorras eran iguales las tres. Oscuras, azul marino, diría.
—Haz memoria, Carles.
Los ojos del sintecho dan pocas muestras de empatía con nada. Mira el suelo oscuro de la calle del Raval barcelonés. Se lleva el café a la boca. Camina muy poco a poco hacia la puerta del mercado.
—Entraron por aquí.
Carles hace fuerza para intentar abrir la puerta de barrotes.
—Imposible.
—Seguro que la puerta estaba abierta y ellas lo sabían.
—Sí. Vinieron directas hacia aquí.
—¿No oíste nada?
Más silencio. ¡Qué noche de silencios, joder!
—Sí. Ahora que lo dices. Oí que una de ellas, no sé cuál, decía algo así como que le quemaba mucho el maquillaje. No había oído nunca una frase tan poco habitual, y mira que los desgraciados como yo oímos unas cuantas todos los días.
—Gracias, Carles.
Me llevo la mano al bolsillo y me dispongo a darle cincuenta euros.
—No seas miserable. No soy ninguna puta. Otro día me traes un bocadillo o un Ferrari, pero limosnas, al Cristo de Lepanto de la catedral.
Saco una tarjeta.
—Carles, si te viene a la cabeza algo más, llámame, por favor. Es importante. Te juro que nos veremos pronto.
—Espero que no. No quiero marrones con la policía.
—No soy policía. No te preocupes.
Y me voy a seguir dando una vuelta nocturna por el mercado, en busca de un guardia de seguridad que me explique qué cojones pasó para que la puerta estuviese abierta una noche de septiembre en un mercado que, el resto de los días del año, a esas horas está cerrado para todo dios.