48

La noche antes de que pasara todo, me desperté empapada de angustia, casi sin poder respirar. Con los pulmones cerrados. Los sentía llenos de cemento.

El plan era sencillo: engañarla, emborracharla o drogarla, tanto daba («Por eso no te preocupes, que yo tengo una idea», decía Clara), grabarlo con el móvil y colgarlo en las redes. Que todo el mundo supiera cómo era Paula Cellar. Una hija de puta, desde la raíz hasta la última sílaba.

¿Cómo lo íbamos a hacer?

Esperamos a que acabase la función. Poco público. Yo conocía a los técnicos, Marc y Pol, a los acomodadores y el teatro perfectamente. «He venido porque tenía que retocar unos detalles de la ropa… y para hacer compañía». La función, como siempre, un despropósito. Clara me esperaba en el Mendizábal comiéndose un bocata.

El plan era el siguiente: yo llevaría una sustancia mezclada con las toallitas de la cara para cuando Paula se desmaquillara. Durante la función las cambiaría. Las dejé encima de la mesa del camerino. Todo lo había preparado Clara. Entraría en el camerino para hablar con Paula. ¿La excusa? «Clara quiere pedirte perdón, tomar un café, enterrar el hacha de guerra y que seáis felices tú y Àlex». La mezcla de las toallitas (que se pasaría por los labios) con el alcohol sería fatal. Completamente desinhibida, fuera de sí, nuestra voluntad sería la suya.

Pero Clara lo había preparado todo demasiado. Había preparado muchas más cosas que yo ni sospechaba.

Cuando llamé a la puerta del camerino de Paula, fingiendo que era la primera vez que entraba, ella me miró sorprendida. No me esperaba.

—Mònica… ¿qué haces aquí?

—Quería hablar contigo.

—¿Ahora?

—¿No te va bien?

La compañía ya se había marchado. Encima de la mesa, las toallitas. El espejo y las bombillas encendidas le iluminaban el rostro.

—Sí, sí que me va bien. —Absoluta desgana.

—Quiero hablarte de Clara.

Ya tenía la toallita en la mano y paró.

—Dime. —Ahora, curiosidad.

—Sigue, sigue… No te quiero molestar… Sigue y, si quieres, ya hablamos más tarde. Tomamos una caña en el Mendi.

—De acuerdo. Sí, vamos a tomar una caña. Pero dime, no pasa nada, cuéntame lo que necesites.

Todo en orden.

—Nada… Clara quiere hablar contigo. Quiere que hagáis las paces. Ha necesitado mucho tiempo, el luto, ya me entiendes, y ahora…, bueno, pues dice que no quiere vivir con esta herida.

—La entiendo, sí…

—Sí…

—¿Clara te ha dicho todo eso?

—Si no, no estaría aquí.

Se repasó toda la cara. Con dos toallitas.

—Espera, te has dejado aquí…

—¿Dónde?

—En los labios…

Silencio. Ella, como si nada. Yo temblaba.

—Me ducho y voy…

—No.

—¿No?

Si se duchaba, si se lavaba la cara, no habría servido de nada. Le dije que tenía un poco de prisa, que me iba mejor tomar la birra en aquel momento, contárselo todo y después marcharme. Infalible. Aceptó, pero antes de ponerse la chaqueta empezó a marearse… y vomitó en el suelo del camerino.

Me quedé de piedra, porque aquello no era lo que tenía que pasar, pero no podía (no quería) echarme atrás. Su móvil estaba encima de la mesa. «Fíjate porque si saca el teléfono y nos graba, estamos jodidas». Fui tan imbécil que creí que ese era el motivo.

El teatro ya estaba cerrado. No saldríamos por la puerta principal. Era una locura. Cruzamos el escenario, ella apoyada en mi hombro, mientras balbucía palabras que no comprendía. El cortafuegos estaba bajado, por suerte, porque si no Pepe podría habernos visto al hacer la revisión del teatro. Salimos por la calle de los técnicos y miré si había alguien de la compañía en el Mendi. Nada, nadie. Como la obra era un fracaso, todo el mundo escapaba en cuanto bajaba el telón. En la puerta, Clara.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté, nerviosa.

—Ayudarte.

—No se encuentra bien.

—Perfecto.

Clara dijo: «Perfecto».

Lo sabría días más tarde. Había mezclado ricino, cianuro de potasio y neostigmina. Con un elemento sorpresa: tetradotoxina. El pez globo japonés, lo que mató al hermano de Kim Jong-un. ¿Cómo lo había conseguido? Durante meses, noche y día, buscando información por internet, hablando con gente que yo no conocía, obstinada, exclusivamente, en vengarse. Gimnasio e investigación. Buscó tutoriales, recetas, y al final lo consiguió. Era su propósito después de la boda. Era lo más importante. La venganza.

Pasamos por delate del Romea, con pasos cortos pero ligeros. Clara era la que mandaba. Yo iba detrás de las dos. Solo turistas, es decir, nadie. No sabía adónde íbamos. La calle Hospital en dirección a la Rambla. Paula vomitaba y lloriqueaba, era un cuerpo sin voluntad. Delante de la plaza de Sant Agustí, Clara estiró a Paula del brazo y entramos en la calle Jerusalem.

—¿Qué hacemos aquí?

—Calla, Mònica.

Me callé.

Una de las puertas de hierro de la Boquería estaba abierta. Nada era casualidad.

—Este maquillaje me quema —dijo Paula.

—¡Calla!

—No veo… ¡Este maquillaje me quema!

—No es el maquillaje —dijo Clara en voz baja.

Ahora teníamos que sostenerla entre las dos, a pesar de la fuerza de Clara. Si no, Paula se habría caído al suelo y todavía habríamos hecho más ruido. Delante de nosotras vimos a un sintecho que dormía entre los cartones. Miré si nos observaba, pero iba demasiado borracho. A nuestra espalda, la plaza de la Gardunya. Ya estábamos dentro de la Boquería. Algo no iba bien; Clara estaba tan tranquila, tan decidida, que empecé a comprender que yo solo era un peón en aquella historia.

—Aguántala.

El cuerpo de Paula temblaba doblado hacia delante, frío. El mercado a oscuras, en silencio, como un monstruo dormido, y yo la miraba y también sentía el frío.

Clara abrió el cerrojo de una pollería y subió la persiana. Hizo ruido, pero no pareció importarle.

Yo estaba en shock. Entramos en el puesto, Clara se puso unos guantes e hizo que Paula se sentara. Me quedé en un rincón. ¿Qué cojones hacía con esos guantes? Entonces empezó la tortura. Clara la miro fijamente a los ojos. La otra no podía moverse.

—Me das asco, Paula. Tú eres la misma mierda que yo y que Mònica. No sé por qué cojones te crees mejor. ¿Porque eres actriz? ¿Porque llenas escenarios?

Ella volvió a vomitar.

—Me das asco.

Y Clara cogió un cuchillo.

De pronto, Paula recuperó las fuerzas y le pegó un puñetazo, que la hizo caer hacia delante y se golpeó con el mostrador. Era un puñetazo de auxilio. Clara, fuerte y rabiosa, podía desmontarla de un solo golpe. No necesitaba nada más. Paula se volvió con un gesto… Tendría que haberla ayudado, pero seguía inmóvil, superada por todo. «Mònica, ayúdame. Mònica…». Quizá mi nombre fue la última palabra que pronunció.

Me salpicó de sangre cuando encontró un gancho no sé dónde y, con un último impulso, intentó atacar o defenderse, no lo sé. Estaba tan mareada que apenas le hizo un corte en el brazo a Clara. Eso la enloqueció todavía más. Las venas del cuello eran lilas y gruesas. Le pegó un golpe en la cabeza y Paula cayó al suelo. «Levanta, pedazo de mierda». Clara se tragó un grito de rabia y, con las dos manos, levantó a Paula, ya débil como un pajarillo: «Me das asco, me das asco». Como si fuera un saco, la lanzó contra el mostrador. «Me das asco».

Del brazo izquierdo le manaba un poco de sangre. Clara levantó a su víctima y la sentó en el mostrador. Paula ya tenía los ojos en blanco. Inconsciente y dócil, era un cuerpo que no podía defenderse. Sin escapatoria.

Y entonces Clara, desde el mostrador, volvió a levantarla, más arriba, con una fuerza diabólica, y la lanzó contra el gancho que quedaba más cerca, y aquel cuerpo quedó colgando… con la punta atravesándole la boca.

Parecía imposible.

Como una bolsa de supermercado que revienta, la sangre grumosa no dejaba de manar. Clara resoplaba, tenía los ojos rojos, era un guerrero que se secaba la cara manchada de tanta violencia. Farfullaba palabras y no osábamos mirarnos. No recuerdo qué me dijo. Solo:

—Huye. Nos largamos. Vete.

—¿Adónde?

Con la mano derecha se tapó el corte que tenía en el brazo.

—Vete.

Ella se quedó no sé cuánto rato más; yo no, yo no podía. Arranqué a correr, pero en la plaza de la Gardunya aflojé el paso, para no levantar sospechas. Los minutos se precipitaban. Tiré la chaqueta en un contenedor del barrio de Sant Antoni.

No me podía quitar de encima la peste a sangre de la carnicería. Ni los ojos de Paula gritándome por última vez, roja del maquillaje, con la mirada de perro asustado suplicándome clemencia, implorando por su vida.