13

Hoy vuelven las representaciones de Medea al teatro Romea. Como es evidente, la protagonista difunta ha sido sustituida por una viva. Es Rosa Gendrau, una actriz a la que recuerdo de una serie de esas absurdas de una televisión privada, donde todo pasaba en un piso de estudiantes y ella hacía de una de las hermanas que los visitaba de vez en cuando. Una serie muy gritona, con un guion obra de alguien que aprendió a escribir viendo Los bingueros.

He conseguido una entrada en la penúltima fila. Una de las cinco que quedaban libres en todo el teatro. Agotadas. Sold out, que dirían los modernillos que utilizan el inglés para todo. Es curioso. La semana pasada tenían un treinta y ocho por ciento del aforo. Hoy llenarán la platea y el anfiteatro. Cien por cien. De hecho, esta tarde me he puesto delante del ordenador y he empezado a consultar cómo iban de ventas. Lleno total esta noche. Es sábado, hasta la bandera con función doble a las seis y las nueve. Y domingo a las siete, lleno. Miércoles, jueves: lleno. El viernes que viene quedan una treintena de entradas repartidas a granel; sábado tarde y noche, a reventar; y el domingo de la semana que viene quedan cuatro entradas dispersas. Cómo es la gente, el pueblo, la masa. Para llenar un teatro, la solución es sencilla: mata al protagonista del drama y tienes la taquilla asegurada. Buena idea para los productores.

Me he acercado al Romea con la idea de sorprender a los actores de la compañía cuando acabe la representación de hoy. Hace años que no voy al teatro. Creo que la última obra que vi fue Cegada de amor, de La Cubana, y me lo pasé la mar de bien. Antes, Mar i cel de Dagoll Dagom, y hace años una cosa de Vicky Peña, Alex Casanovas, la Carulla y no sé quién más. Arquillué, me parece. Bah, no sé.

Medea. Una tragedia griega.

He llegado hasta el Romea y he vuelto a parar en el Mendi a comerme un bocata. Cena ligera. Chorizo, un poco picante, con queso brie y una copa de vino. En la barra mismo.

—Un priorat, por favor.

Me lo traen todo mientras un grupo de jóvenes barbudos de treinta y tantos años debate sobre la situación en el Raval. Qué pereza. Que si los narcopisos, que si Airbnb y «que las calles apestan a semen de noche, a marihuana por la tarde y a meados por la mañana». Un desastre todo. La gente, en definitiva, no sabe vivir. Aquel bocata, aquel vino al atardecer y el café que me pediré sentencian cualquier duda sobre lo maravillosos que pueden ser estos quince minutos de tu vida… aunque sea esperando para entrar a ver una obra de teatro que no te apetece.

Mensaje de whatsapp de Rubén:

Ahora que tienes pase VIP en el Arena. Volvemos esta noche?

Pesado.

Le envío:

No sé, Rubén. Te lo digo después del teatro. He visto que la obra dura dos horas. Acabará a las once y pico. Pasearé entre bambalinas y te digo algo.

Parece mentira que Rubén no me conozca. Todo siempre sobre la marcha. Ya veremos qué hago dentro de tres horas largas.

Pago de buena gana los casi diez euros del pack de bocata, copa de vino y café, y emprendo el camino hacia el Romea. La potente luz del exterior del teatro ilumina la calle Hospital y los grupos de gente que se reúnen a la puerta para hacer tiempo e ir entrando. El cartel de la obra con la silueta, solo la silueta, de una mujer vestida con una túnica blanca y el nombre de Medea escrito a los pies con letra negra y gruesa. Un subtítulo: «La libertad del texto». ¿La libertad del texto? Ay, qué peligro.

Han tenido que cambiar los carteles deprisa porque ahora aparece el nombre de la Gendrau sustituyendo a la desafortunada Paula Cellar. Al lado, en letra pequeña, el nombre de los actores que la acompañan: Joan Màrquez, Marc Eguia, Áurea Rius y Rubén Solé. Todo ello dirigido por Mireia Trupet, con escenografía de Sebas Vilella y adaptación del texto de Eurípides a cargo de Jordi Delmàs. Juraría que hoy hay función especial para el Imserso, porque la media de edad supera con creces la de jubilación.

Paso rápido por el control de la entrada y veo a la gente haciendo cola en el bar del teatro. Cola en el bar del teatro: título para una novela. Voy hasta mi asiento. Pasillo de la derecha; penúltima fila. Tengo la suerte de que delante de mí se sienta una señora de sesenta y muchos años, bajita, talla tapón. Veo moderadamente bien el escenario con el telón bajado.

Miro el reloj. Falta un minuto para las nueve y todavía entra por el pasillo gente que llega con prisas. Se oye una voz por megafonía que nos pide que apaguemos el móvil y nos recuerda que no está permitido grabar imágenes, que nada de fotos… Desaparece la luz y se oye el ruido del ascenso del telón.

En el escenario se ve un árbol, un par de escalones que imitan el mármol, media docena de columnas diría que con pretensión de dóricas y una especie de jardincillo con plantas.

De espaldas, la Gendrau, Medea, que de pronto da media vuelta y, mirando hacia la profundidad de la sala, empieza a chillar cagándose en la madre que parió a Jasón. Está claro: la obra empieza cuando se acaba de enterar de que el marido le pone unos cuernos del quince. Loca de dolor, empieza a invocar a los dioses, como se invoca a los dioses en el teatro, con el puño…, como Vivian Leigh en Lo que el viento se llevó… «A Dios pongo por testigo…». Pues la Medea del teatro Romea pone por testigo a los dioses con el puño alzado y cara de rociarse los ojos con zumo de limón. De pronto entra en escena un actor de voz engolada. Muy engolada. Parece mayor, con el pelo blanco, y arrastra el principio de las frases, que acentúa de una manera casi grotesca.

Le dice:

—Medea, acopio de exigencias. El dolor te aherroja. Me cago en Dios, la vida y la muerte. La maldad de los cojones.

Entro en estado de consternación. Mezcla de palabrotas, expresiones blasfemas y frases que unen el texto antiguo y el nuevo. Un adaptador que se imagina que es un clásico griego.

De repente entra Jasón vestido de torero. Me cago en mi puta vida. ¿De torero? La gente se ríe. La señora tapón de delante mira al cacho de carne de su lado, quien, como un pasmarote, asiente con la cabezota.

Un puto torero. Jasón. Torero. Pierdo el hilo del texto. Lo he perdido porque tendrán que acabar haciéndome el boca a boca como sigan destrozando el texto, la escenografía, con esta adaptación. Empiezo a mirar el reloj, que es el síntoma más sagrado del aburrimiento. Hace veinte minutos que ha empezado la obra y pienso en largarme, pero no puedo. La representación ejerce el efecto inverso: es tan acojonante lo que veo que pienso en cómo podría pasar más vergüenza ajena, que es el peor estado en el que puede encontrarse una persona decente.

Jasón lanza una expectoración al suelo después de arrancar la flema. Es decir, que no es atrezo: un espeso gargajo sale de la boca del actor y explota en el suelo del escenario. No puede ser peor. Hemos llegado al límite. Ahora Medea se desnuda. Dado que soy gay, es como si se quitara la ropa una ameba. Se oye a gente ronroneando como gatos. La señora de delante se mueve en la silla. Vuelvo la cabeza y veo señoras mayores que sonríen y señores mayores que piensan en tocarse. El cuerpo de la Gendrau da gusto verlo, todo hay que decirlo. Salen el resto de los actores mientras suena, no puede ser, el «Swalla» de Jason Derulo. Todos se ponen a bailar. Como mínimo hay un par del cuadro grupal que tienen un empujón. Llevan una especie de bañador Turbo que los hace especialmente excitantes pero, sobre todo, excitables. En pocas palabras, es terrible.

La adaptación del texto es un drama. Recuerdo haber visto Medea en TVE cuando a la señora la interpretaba Lola Gaos, una de las mujeres más feas de la escena española, con voz de tener aliento a carajillo. Aquella representación televisiva en blanco y negro de los años cuarenta sostenía la dignidad del texto de Eurípides. Y me quedé enamorado de Medea viendo una versión breve que rodó a finales de los ochenta el loco de Lars von Trier. Esto que perpetran en el Romea es un vómito viscoso sobre la inteligencia.

Miro a mi alrededor. Todo el mundo clavado en la silla. Curiosa fauna la del teatro. Les ponen unos cuerpos en movimiento a veinte metros, con alguna cara conocida de la tele y un director o directora que se cree que ha inventado movimientos para sus actores, y sobre todo un dramaturgo que adapte los textos pensando que los sabe reescribir mejor que el original. Es el caso. Jordi Delmàs. Estoy a punto de levantarme del asiento y ponerme a berrear: «Jordi Delmàs, cámara de gas; Jordi Delmàs, cámara de gas; Jordi Delmàs, cámara de gas», y que la gente digna, que seguro que tiene que haberla en la platea y el anfiteatro, me siga dando palmas. Y hacer un Liceu y que la señora de delante se ponga en pie, a pesar de su mínima estatura, se acerque al árbol de cartón donde está situada en pelotas Medea y le pegue fuego. Y que no queden ni los pezones de la Gendrau, ni los cojones de los actores que todavía bailan a Jason Derulo. No tienen que quedar ni las Coca-Colas del bar.

Sobre el escenario, ahora, Medea desnuda y Jasón el torero, y aparece un anciano en pelotas con una corona en la cabeza. Hostia, el rey de Corinto. Va desnudo, pero da igual porque tiene micropene y no sabes si está en cueros o lleva tanga. El culo, peludo. Desastre total. Se oyen toses en la platea. Y empieza el concierto. Mi vecino de asiento, un señor mayor, calvo, coge el relevo de la tos y se saca del bolsillo, tras unos inacabables minutos de búsqueda, un caramelo de menta. Más ruido para quitar las dos capas de papel del puto caramelito. Toses tres filas más adelante, toses en el anfiteatro, toses a un lado, toses detrás. Todo dios tose. Incluso yo, impulsado por la gente que ha creado la Filarmónica del Romea. Toses aquí y allá. Arriba y abajo. Los actores… a su bola. A Medea solo le falta rascarse los sobacos, y a Jason, ponerse a eructar. No hay listón. En este teatro, en esta obra, todo se salta, todo se permite. Incluso que hayan matado a la actriz principal, que, visto el panorama, es lo menos punible que sucede hoy en torno al Romea.