14
Aquel café con Paula fue decisivo. Diez minutos. Una mesa en la cafetería del teatro. Dos tazas humeando. Un consejo de amiga.
Y todo lo que tenía previsto durante meses, años, a la basura.
¿Por qué me dejé influir de aquella manera? Tal vez, hoy puedo reconocerlo, por miedo. Porque intuía que, aunque quisiera negarlo, tenía miedo. Y no podía permitirme volver a casa, ahora que mi padre no estaba y mi madre se había hecho adicta a las flores estupefacientes, y sentenciar: «Queridos padres, he vuelto a fallar. Queridos padres, he vuelto a quedarme fuera. Por poco, pero fuera».
Suerte del consejo de amiga. Suerte de ella.
Semanas más tarde supe que Paula se acostaba con un profesor del Institut. Gracias a Paula, no encuentro un eufemismo mejor, gracias a ella, y a su capacidad de gustar en general y en concreto, hice las pruebas de Escenografía y Vestuario. En los grupos de aficionados siempre me había gustado ayudar a pintar, recortar, recoger muebles por la calle y coser retales, pero solo durante un rato. El rato necesario para después retomar el texto y volver al ensayo. No era una penitencia, pero tampoco la parte que más me inspirase del teatro.
Dejé las pruebas de Interpretación a medias.
Nadie lo entendió. ¿Esta no es la chica que se presentaba a Interpretación?, decían en Escenografía. Me daba absolutamente igual. De pronto, volvía al punto de partida. Pero esta vez éramos muy pocos alumnos en las pruebas. La mayoría, chicas u homosexuales.
Delante de mí, Sebas (de Sebastià), que parecía tanto una chica como homosexual. Un ángel. Mi mejor amigo. Con su barba de cuatro días, sus gafas de pasta y una larga cabellera negra. Cuando se reía parecía que insultara a alguien y eso me encantaba. Conté mentalmente cuánta gente esperaba. Éramos quince desgraciados, cada uno con sus fobias, menores de treinta años y…, según mis cálculos, entraban doce. Había que ser una calamidad, o cagarla mucho o caerle mal a alguien para no entrar.
A partir de las obras de teatro (Sófocles, Shakespeare, Molière, Miller, Koltès, Mayorga…) que todos habíamos leído en las pruebas teóricas, teníamos que diseñar un vestuario y una escenografía. Poca cosa más.
Después nos harían una entrevista en la que nos preguntarían, no sé, cultura general de arte, de teatro, qué queríamos hacer en la vida —como si alguien lo supiera—, qué esperábamos de esta profesión: nada, no hace falta esperar nunca nada, de nadie.
Sebas llevaba una carpeta llena de dibujos, bocetos, y un estuche precioso con tintas y pinceles. ¡Mierda! Yo la noche antes me había sentado en la cama a pintar cuatro ideas de vestuario.
Justo antes de entrar, me dijo:
—Lo harás muy bien, ya lo verás.
No me conocía de nada y era amable. Como Paula, como la gente que me había encontrado durante las pruebas. Yo esperaba una competición de egos; una lucha sin cuartel de seres con la autoestima muy baja que competían por las migajas de un afecto en forma de profesorado artístico. «Lo harás muy bien, ya lo verás».
—Muchas gracias.
Entré temblando y salí eufórica.
En el asiento del fondo del aula no me examinaba un viejecito sonriente que analizaba cada vocal que pronunciaba; me examinaba una señora teñida de azul, que se reía con la boca abierta —enseñando los dientes, algunos negros por las caries— y me hablaba de diseñadores que yo no conocía, aunque de todos modos asentía con la cabeza. Nos entendimos. Era fácil entenderse con aquella mujer. Mis dibujos —se tienen que elaborar más, mira, esto lo puedes plantear de otra manera, y qué te parece si aquí… fíjate, con un poco más de… pero…— le parecieron bastante dignos. Se ahorró hacerme preguntas sobre Bob Wilson, Frederic Amat o Robert Edmond Jones.
Después vino el tribunal. Pero me daba igual, porque aquella misma tarde, después de la inyección de moral de Claire (la teñida), ocupé el estudio de mi padre, lleno de cajas a medio precintar, y, recuperando una inspiración olvidada, me puse a dibujar. Mi propuesta era el vestuario de El sueño de una noche de verano, y me dejé llevar con los colores, con la fuerza imparable de la naturaleza, planteándolo todo de una forma muy minimalista, encarada al futuro. Me había aprendido de memoria frases como «el vestuario también tiene que participar en la dramaturgia de un espectáculo» o «debe interpelar al espectador, al equipo artístico».
¡Estaba tan emocionada!
Cuando salieron las notas estaba en la entrada del Institut fumando un cigarrillo a medias con Sebas. Paula salía de clase de Cuerpo. Me vio y me abrazó. Olía muy bien con el pelo mojado. Me dio ánimos y se disculpó, no podía quedarse porque tenía un casting de no sé qué muy importante. Cuando cruzó el atrio, dejando atrás todo el universo, Sebas, mientras se recogía el pelo con una goma, me preguntó:
—¿La conoces mucho?
—Sí —mentí—. ¿Por?
Yo también tenía que parecer interesante.
—Hace primero, ¿no?
Asentí con la cabeza.
—Paula, ¿no? ¿De Interpretación?
—Sí.
¿A qué venían tantas preguntas?
—Dicen —prosiguió Sebas— que es buenísima. De las mejores que han pasado por el Institut.
No sé por qué, aquel comentario, lejos de alegrarme, me hirió.
Detrás de la puerta de cristal, una de las chicas nos hizo un gesto. Ya habían salido las notas, las habían colgado en el vestíbulo. Sebas dio una última calada al cigarrillo y entramos.
Casi lloro.
Era la duodécima. Entraban doce y yo era la duodécima. ¡Sí! ¡Adentro! Abracé a Sebas, que había entrado el primero, y llamé a mi madre.
—¡He entrado, mamá! ¡Estoy dentro! ¿Me oyes? ¡He entrado! Estoy tan contenta… ¿Cómo? No… No… No es de Interpretación, mamá. No, Inter… Eso ya lo te lo expliqué. Cambié… Al final he decidido hacer Vestuario y Escenografía… ¿Qué? Mamá, por favor, no me fastidies el día… ¿Que qué? Mamá… pues porque sí. Porque quiero. ¡Porque me sale del coño! ¡Hostia puta!
Colgué el teléfono. ¿Qué se había creído?
Después de tantos años, había entrado en el Institut del Teatre.
Dentro del pecho tenía una alegría oscura mezclada con entusiasmo y cierto malestar. Como si aquello solo fuese un poco y yo quisiera mucho.
Gracias a Paula, no encuentro un eufemismo mejor, gracias a ella y a su capacidad de gustar en general y en concreto, gracias a las probabilidades de ser la doce entre quince, gracias a aquel café, a aquellos diez minutos, a aquel consejo… mi existencia cambió de manera irreversible.
¿Cuándo empezó a fastidiarse todo?
Y si hoy lo pienso, si esta noche no puedo quitarme a Paula de la cabeza, ahora que su muerte es tan real, ahora que su cuerpo cuelga abandonado en la Boquería, es porque nunca tendría que haber hecho aquellas pruebas de Escenografía y Vestuario. Tendría que haberme conformado; haber crecido. Haber asumido que yo no brillaba, que me bastaba con el deseo del teatro de barrio a las nueve y media de la noche los jueves de cada semana.
Ella me convenció.
Mi obstinación cambió el rumbo de los acontecimientos. Y mientras huía de la Boquería con el corazón a punto de salírseme por la boca, me perdí por las calles del Raval, hasta llegar al Paralelo y después a Poble-sec.
No sabía dónde tenía que ir, nunca había huido tanto y tan deprisa.
Corrí por aquellas calles estrechas y en pendiente. Y acabé en la plaza de Margarida Xirgu, delante mismo del Teatre Lliure. Me senté en un banco y respiré hondo.
No había nadie. Todo estaba cerrado. Ni perros, ni coches.
Me puse en pie y caminé hacia el Institut. Busqué un cigarro en el bolsillo, pero no llevaba tabaco, y sentí un escalofrío en la espalda. «Dicen que es buenísima. De las mejores que han pasado por el Institut». Paula sería un fantasma que me perseguiría toda la vida.
Fue amaneciendo, poco a poco, y yo no podía quitarme de encima la peste a sangre de la carnicería.