8
Pensaba que la fiebre sería un bálsamo, que podría dormir cuanto quisiera y recuperar fuerzas. Clara me trajo un caldo caliente y un ibuprofeno.
—Me lo ha dado Sara.
La cabrona no vino a verme. Estudiaba Medicina, la había llevado hasta el campamento en coche, pero no me podía dedicar ni diez minutos de su maravillosa existencia por si necesitaba algo.
—¿Cómo te encuentras?
—He pasado muy mala noche, pero creo que hoy estoy un poco mejor.
—Descansarás todo el día, ¿verdad? —Me costaba descifrar el tono de Clara.
—Sí.
—Mejor, así mañana podrás hacer el enemigo invisible.
—¿Es mañana? —Había perdido la noción del tiempo.
El enemigo invisible era, en pocas palabras, el típico juego navideño que hacen los grupos de amigos pero con un pequeño cambio: en vez de hacer un regalito de menos de diez euros y desearse un feliz año nuevo, se trataba de hacerle la vida imposible a quien te tocara. Podía parecer una estupidez (de hecho, lo era), pero despertaba la imaginación de toda aquella gente gris que habitaba a mi alrededor. Despertaba la capacidad de inventar malas pasadas, situaciones incómodas y ridículos extraordinarios. No se resumía en el mero expediente de regalar un ramito de ortigas y un que te den por saco (porque dar por culo en aquella agrupación no se podía). Tan importante era ser letal con quien te hubiese tocado, como cubrirte las espaldas porque eras el objetivo de algún fanático.
Al día siguiente, cuando salí de la tienda, sin fiebre y con la boca seca, experimenté otra vez aquella sensación que había olvidado: volvía a brillar. Brillaba. Lo detecté en los ojos de los más pequeños, que se acercaron a saludarme, en plena formación, y a darme las gracias por montarles la tienda bajo el diluvio. Qué monos eran. Pijos y malcriados, pero monos. Era la primera alegría desde que había pisado aquella condenada montaña. El problema de brillar es que la luz que desprendes siempre deslumbra a alguien y siempre suscita envidias. En los escenarios de la escuela o del grupo de teatro de aficionados me traían sin cuidado las envidias porque las destrozaba réplica a réplica, pero allí a las estúpidas que querían sincronizar la regla les ofendió mucho mi capacidad única de brillar. Y claro, querían venganza.
—En este saco —dijo el responsable— está el nombre de todos los jóvenes del campamento.
Los niños pequeños, por razones obvias, no jugaban al enemigo invisible.
—Id cogiendo uno a uno y, sobre todo, no lo compartáis con nadie. Si alguien hace trampas, incluiremos su nombre dos veces y, en vez de uno, tendrá dos enemigos invisibles, ¿de acuerdo?
¡Sí, capitán, mi capitán!
Fui de las últimas en sacar el papel prodigioso que me devolvería a la diversión infantil con un punto de maldad. Nadie miraba a nadie. Nadie quería delatarse.
Inés.
¿Quién era Inés?
No podía preguntarlo, pero no sabía quién era. Todas las chicas de aquel campamento tenían cara de llamarse Inés.
—Manu, ven un momento. —Manu se meaba de risa, se emocionaba con esos juegos.
—Dime…
—Tengo que hacerte una pregunta.
—No puedo ayudarte, Mònica.
—Venga, no seas imbécil. Me ha salido un nombre y no sé quién es.
Hizo una pausa sopesando algún motivo oculto.
—¿Es mujer? —preguntó como un robot.
—Sí.
—Estás de suerte, las conozco a todas. Puedes preguntarme nombre, edad, aficiones y color preferido de ropa interior.
—Inés.
—Inés… ¿qué más?
—Inés Rodríguez.
—¡Ah, la Rodri! Guapísima. Lo han dejado con el novio hace tres semanas. Todavía está blandita, por eso estoy aprendiendo a tocar un par de canciones con la guitarra; una de estas noches pediré hacer una guardia con ella. Dice que le hago reír mucho. ¿Qué te parece?
—¿Es esa de allí? —Señalo a una rubita con los ojos azules.
—Sí. Creo que el novio la ha dejado. Dato importante, porque eso significa rencor. Dato todavía más importante, porque significa dolor y que tal vez, precisamente ahora, está vulnerable, ¿me explico? Por lo tanto…, en pocas palabras, tengo posibilidades. ¿Lo has oído, Mònica? A la Rodri hay que cuidarla. ¿Me cambias el papel?
—¿Qué?
—Quiero que sea mi enemiga invisible.
—No.
—¿Por qué?
—Porque no me da la gana.
—Va, pídeme algo a cambio —insistió Manu.
—¿A quién tienes tú?
—A Pablo. Un pedazo de pan. No sé cómo hacerle la vida imposible.
Cuando pronunció el nombre de Pablo, dudé. Sabía de algunas que hubieran matado por aquellas dos sílabas. Seguro que era la envidia de todas las estúpidas de la tienda. Pero ¿cómo podía hacerle una putada? ¿Qué podía hacer?
—De acuerdo —respondí sin pensarlo más.
—¿Sí? ¡Uau! ¡Te debo una, Mònica!
Me abrazó. Era la primera vez que allí me abrazaba alguien. Y era un abrazo cómplice, de amigos, de nos lo pasaremos genial. Aquella alegría transitoria me hizo olvidar que mi nombre reposaba en un papelito guardado en algún bolsillo.
Al pobre Manu le tiraron el saco de dormir al río. A Clara, unos vándalos le embadurnaron con cera de depilar aquella cabellera tan larga que tenía mientras dormía la siesta; cuando me la encontré en la tienda tenía tanta rabia en el cuerpo que juraba y perjuraba que los mataría a todos. A un pobre monitor que le faltaba un hervor lo ataron a una bala de paja de uno de los campos del payés. A medida que pasaban las horas, la tensión aumentaba. Algún escupitajo en la comida, pasta de dientes en las zapatillas…
Y aquella tarde se me acercó Pablo. Yo cargaba con una brazada de ramas para la hoguera. Él se paró y se quedó plantado, mirándome, desafiante. Esperaba a que yo dijera la primera palabra, pero callé.
—¿No vas a decir nada?
—¿Qué quieres que diga?
—Ya lo sé, eh…, ya lo sé.
—¿Qué sabes?
—Mòòònica… —dijo alargando la o con tono amenazante.
—¿Quién es tu enemigo invisible? —le pregunté.
—Eso no es importante. Lo que importa es que he atrapado a mi enemiga… visible.
¿Quién cojones se lo había dicho?
—Y ahora te preguntarás —prosiguió él con su tono de fanfarrón de tres al cuarto— que cómo cojones lo sé.
—No. —No quería darle el gusto.
—A mí también me gusta el teatro, ¿sabes?
—¿Ah, sí? ¿Cuál es la última obra que has visto…?
Guardó silencio mientras buscaba un nombre, intentando encontrar en su memoria una obra de teatro lo bastante digna para impresionarme.
—Los pastorcillos.
—Qué nivel… —Seguí caminando.
—¿Quieres que te cuente un secreto, Mònica?
—A ver… —Era pesado este Pablo, sobre todo porque se sabía encantador y los que se lo tienen creído dan un poco de pena.
—Sé quién te dio mi nombre.
Puto Manu.
—¿Y cómo lo sabes? —pregunté imitando su tono de voz.
—Porque le di el papel y le pedí que te lo diera a ti.
—¿Cómo?
Entonces esbozó una sonrisa desafiante. Manu, mi amigo, el del abrazo cómplice, había urdido una estratagema para hacerme creer que quería ligarse a una tal Inés Rodríguez. Y yo, pobre de mí, me había tragado el anzuelo. Conociéndolo, quería ligarse a Inés y quedar bien con Pablo. Dos pájaros de un tiro.
Pablo se situó a mi lado. Se me había caído la cinta del pelo y yo, perezosa de nacimiento, por no dejar la leña en el suelo llevaba la melena despeinada.
—Espera.
Me apartó el pelo de la cara con tierna naturalidad.
—Ya está.
—Gracias.
Y empezamos a caminar juntos. Él llevaba una camiseta sucia de barro y unos vaqueros cortados por las rodillas. A mí la punta del dedo gordo me saludaba por un agujero de la deportiva. Cuando ya llevábamos unos minutos, me cogió de las manos unas cuantas ramas.
—¡No, no hace falta, de verdad!
Con un gesto de «calla, mujer», las cargó.
—¿Por qué no me has hecho nada todavía? —inquirió mirando al frente, como si fuese una pregunta retórica.
—¿Cómo sabes —contesté— que todavía no te he hecho nada?
Pablo se rio.
—Tienes razón, te lo preguntaré de otra manera. ¿Me has hecho algo? ¿Tengo que preocuparme por algo?
—No, no tienes que preocuparte por nada.
—¿Y por qué no has jugado al enemigo invisible?
—¿Quieres que te diga la verdad? —Me encantaba responder a una pregunta con otra—. Porque eres buen tío, porque iba a hacer algo pero, al ver las putadas que le han hecho a Clara, se me han quitado las ganas. Eres buen chaval.
Aquellas palabras pretendían ser un halago, pero Pablo se las tomó a mal o, como mínimo, fingió que le sentaban mal. El maravilloso juego del flirteo veraniego, lejos de los padres y del fracaso.
—¿Cómo que soy buen chaval? Buen chaval… —repitió con un énfasis ridículo—. Es lo mismo que decirle a un tío que quiere ligar contigo que es simpático… O sea, rechazarlo con educación; ¿me estás rechazando?
—¿Quieres que te rechace?
—No, no quiero.
Estábamos llegando al campamento y Pablo se me acercó mucho, con lo que hizo trizas esa pequeña distancia que separa la incomodidad del placer.
—Lo que no te has atrevido a preguntarme es por qué le pedí a Manu que te diese el papel.
—No, no te lo he preguntado porque ya sé la respuesta.
—¿Ah, sí?
Preferí callar. Era más bonito que nos quedáramos con la intriga. Llegamos al campamento y, antes de dejar las ramas, Pablo me dijo que esa noche haría guardia de dos a cuatro, que eran las horas más solitarias, y que si quería hacerla con él. Le respondí que me lo pensaría.
A la mañana siguiente salíamos de ruta muy temprano. Haríamos el pico de Peguera y no sé cuántos kilómetros más, sería muy cansado y echaría de menos Barcelona, pero me apetecía pasar aquella noche con Pablo y emborracharnos de cerveza barata.
A las dos me sonó la alarma del reloj. Me puse las deportivas y, cuando ya tomaba el camino hacia la hoguera, apareció, corriendo como una furia, una persona encapuchada —reconocí por la voz que era una chica—, me pegó un empujón y me caí al suelo. Feliz día del enemigo invisible. Ya no me levanté. Mi agresora llevaba en las manos dos boñigas de vaca del tamaño de dos ensaimadas; una me la tiró a la cara y me emplastó todo el pelo, y la otra, la hija de la gran puta aprovechó que gritaba para metérmela en la boca hasta llenármela de mierda, de mierda, de mierda, de mierda de vaca.
Del asco, vomité.
Mierda y vómito.
Y después la encapuchada desapareció.
Unos cuantos chicos salieron de las tiendas para ver qué era aquel jaleo. Me enfocaban con las linternas y no sé qué coño comentaban.
Pero nadie hizo nada, solo me miraban.
Corrí hacia el río. No quería que Pablo me viese de mierda hasta el cuello, literalmente. Estaba oscuro y yo no llevaba linterna. Nadie salió a ayudarme. Apestaba tanto y tenía la boca tan pastosa de estiércol que no podía parar de vomitar, como una fuente. El agua del río no es que estuviera fría, era hielo… Quería llorar, pero no podía entretenerme, debía lavarme, limpiarme el pelo de mierda, la cara, las manos… Me tiré dos horas —nadie fue a ayudarme— temblando y gimoteando… y a la mañana siguiente el cuerpo entero todavía me apestaba a mierda.
Pablo, al ver que no me presentaba para la guardia, se había ido a dormir a su tienda y, al día siguiente, a primera hora, ya había salido cargado a hacer su ruta.
Premio al mejor enemigo invisible para M. M.
¿M. M.?
Habían hecho un cartel que colgaba en la entrada de la cocina.
Mierda de Mònica.
Y todo el campamento se rio. Mierda de Mònica.
A partir de aquel día, el enemigo invisible contra mí se convirtió en un juego instaurado —en silencio y complicidad— por todo el campamento. Bromitas, comentarios… Me humillaron en público, delante de todos. ¿Dónde estaban los valores cristianos cuando más los necesitaba? ¿De dónde les manaba aquella crueldad animal? Quedaban ocho días y a mí me parecieron ocho siglos. No supe nunca quién había sido; sospechaba de alguna estúpida de mi tienda, pero no conseguí ninguna prueba y eso aún me humillaba más…, ignorante y llena de mierda…
Hasta hicieron una versión de la canción de «Joan Petit quan balla» para ridiculizarme.
Tardé muchos años en volver a sufrir aquella sensación. Era un malestar interno, sentirte indefensa, ultrajada… El teatro Romea, una década más tarde, se convirtió en un campamento de verano, y Paula Cellar, en la encapuchada que una noche me tiró al suelo y me llenó de mierda. De su mierda, de sus miserias, porque Paula aglutinaba todas las miserias del mundo. Todas las inseguridades de una primera actriz…, nada que ver con la chica que me ayudó a entrar en el Institut del Teatre.
Volvería a intentar superar las pruebas una vez más, el verano siguiente, porque en aquel campamento me hice fuerte como un roble. Quizá más insensible; quizá más egoísta. Pocas cosas podían herirme.
Y tenía claro lo que quería: ser actriz. Vivir una vida distinta en el escenario cada vez, huir de la existencia hacia la ficción, allá donde el mundo tiene unas normas y aún no ha sido devorado por el caos.
En aquel campamento, al final, solo hablaba con Clara, que, ahora con el pelo corto, me decía que un día nos vengaríamos de todas aquellas hijas de puta, y con Manu, que siempre me hacía compañía y había salido del armario, se había enamorado de un chico y no podía contárselo a nadie.
Sara desapareció hasta que el último día le preguntó a mi padre si podíamos bajar juntos en el coche. Y Pablo se folló, como supe meses más tarde, a Inés Rodríguez, que, en efecto, estaba buenísima.
El resto de los días del campamento me parecen difusos, como si los viera a través de un cristal translúcido. No recuerdo nada más. Mònica y la mierda.
Y en mi interior unas ganas de venganza estúpidas contra el mundo.