50

No sabía a quién llamar. No sabía adónde ir. ¿Volver a casa de mi padre? ¿Y hacer qué? Durante un rato caminé hacia allí. Pero me detuve. Estaba desorientada. ¿Qué le contaría? Pensé en llamar a Robert, pero me sentía ridícula. Y tarde o temprano se sabría que habían asesinado a Paula en la Boquería. ¡Menuda mierda! Parecía una broma de mal gusto que en aquel momento estuviera en la plaza de Margarida Xirgu. Me temblaban las manos.

Mientras se hacía de día regresaba a mi casa.

Me duche dos, tres veces, pero por más que me enjabonase mil veces, yo era la peste. Intentaba vomitar, tenía el estómago vacío. Intenté dormir, imposible. Ansiolíticos. Pensaba en Paula y Clara. En aquellos ojos pidiendo clemencia. ¿Qué pasaría a partir de ese momento? Todo cambiaría. ¿Qué teníamos que hacer? ¿Huir? Quizá todavía estuviésemos a tiempo. Buscar un billete de avión y marcharme. Pero yo no había hecho nada. A mí también me habían engañado. Y si llegaba el momento, si no quedaba más remedio, lo explicaría todo. Cómplice. Engañada. No culpable. Apagué las luces de casa, bajé las persianas que no estaban cerradas del todo y me tumbé en el suelo. Acurrucada, abrazada a la almohada. Quería volver a estar en la tienda de campaña, dentro del saco, recuperar la felicidad del verano, jugar y olvidarme del mundo. No sé cuántas horas pasé así. Tenía que fingir que todo iba bien. Cuando me diesen la noticia, tenía que aparentar que me sorprendía.

Clara no me dijo nada. Mejor no comunicarnos.

Y, evidentemente, al día siguiente a mediodía, llamada de la ayudante de producción. Tenía un hilo de voz. Todo el mundo convocado al teatro. La gerente de producción nos reunió en el bar. Cuando nos lo anunciaron, lloré. Mucho. Era un llanto sincero, de rabia, de nervios. Nos abrazamos; yo sospechaba que en cualquier momento alguien me diría «Apestas, cerda», pero el dolor a veces lo mitiga todo. La Trupet fue tan tierna conmigo que parecía otra mujer. Estábamos destrozadas. ¿Quién había sido? No lo sabíamos. Vete a saber, en este barrio… Pero ahí no acabó todo. Después de secarnos las lágrimas, llegó otra noticia. Tendríamos unos días de fiesta, sí, lo necesitábamos todos, pero los de la productora tenían claro que hacía falta seguir representando la función.

—Es lo que Paula querría.

—Y una mierda. —Joan dijo lo que pensábamos todos.

—Buscaremos una sustituta y a finales de semana empezaremos otra vez…

¿Era una broma? No. Los actores se quejaron. Pero fue una queja leve. Mucho ruido y pocas nueces. Necesitaban el trabajo, y las entradas empezaban a venderse a un ritmo frenético. Los muertos son buena propaganda. Prorrogarían.

Aquella tarde llamé a Àlex. Hacía meses que no hablábamos. Le di el pésame. Estaba destrozado.

—¿Saben quién puede haber sido? —pregunté con voz temblorosa.

—No. Todavía no. A lo mejor alguna mafia… Tal vez la intentaron atracar y ella no se dejó y se la llevaron a la Boquería, la cerradura de la tienda estaba forzada… No sé…

—Puede ser… Àlex… si necesitas algo… ya sabes.

—Gracias.

Al día siguiente vinieron los Mossos.

Íbamos pasando, uno por uno, a los camerinos. Eran preguntas fáciles de esquivar. Yo tenía decidida la coartada, había ido a cenar con Clara y nos habíamos quedado hasta tarde. Ella y yo nos tapábamos. Sí, había ido al teatro a añadir cuatro detalles a la ropa y después adiós. Los Mossos no prestaron demasiada atención. Habían mirado las cámaras de seguridad, pero resultó que algunas fallaban y el ángulo no era lo bastante bueno. Oí que Pepe lo comentaba con los técnicos.

Cuando salí del interrogatorio fui a hacer unos encargos para el vestuario de la nueva actriz. Al pasar por la sala, vi encima del piano las llaves del Romea. Fue un impulso. Me llamaron. A lo mejor la Xirgu quería ayudarme. Tenía la certeza de que aquello no había acabado y de que tarde o temprano el cerco se estrecharía y me señalarían. Las cogí de forma instintiva y me las metí en el bolsillo. Así no necesitaría permiso de nadie. Haría una copia y las devolvería.


Un investigador, contratado por no sé quién, llegó al teatro. Tenía cara de cansado. Había visto la obra y le había parecido una mierda, como a todo el mundo.

—Y tú, Mònica, ¿no tienes nada que decir? —Me miró con cara inexpresiva.

—No, nada importante.

—Y que no sea importante, ¿qué tenemos? —«Cabrón».

—No. Tampoco nada.

—Es una enchufada de la pobre Paula.

«Gracias, Áurea, puedes cerrar la boca cuando quieras».

—Soy amiga…, bueno…, era amiga de Paula, pero no entiendo nada de lo que ha pasado.

—¿Y aquella noche la viste?

—Sí. De hecho, yo había quedado con unos amigos para cenar en mi casa, en el barrio Gótico. Como iba sobrada de tiempo, decidí pasar por el teatro. A veces, si alguien necesita un retoque en el vestuario, busco un momento y lo arreglo.

El hombre no me creyó o, por lo menos, eso me pareció a mí. Pero ya no sabía nada a ciencia cierta.


Con todo aquel asunto tenía la cabeza hecha un lío. Mi padre me preguntaba a menudo si estaba bien. Y yo le decía que me encontraba en estado de shock. Era terrible guardar aquel secreto, sentía que se me inflaba poco a poco en el estómago.

Uno de aquellos días, al salir del teatro, iba por la calle escuchando música, evadiéndome del mundo. Huyendo sin ir a ninguna parte.

Quin plor més gran que duc

a dins el meu poc cos.

Quin raig de foc que sent

a dintre d’ell[1].

Cuando llegué a casa, Clara, seria y con gafas de sol, me esperaba en el portal. No dijo nada, hizo un gesto y entendí que teníamos que hablar.