12

Mi madre pidió el divorcio.

Aquel año cambió el orden establecido de nuestra rutina. Después de pillar a mi padre y a Sara en pelotas, mi madre (aún abducida por los poderes ancestrales) decía que todo iba bien, que la energía era sabia y que lo que hacía falta era purgar el dolor. Que el dolor era irremediable, pero el sufrimiento se podía trabajar. A base de repetirlo, supongo que se lo acababa creyendo.

—Mamá, cágate en todo, por favor.

Para eso llegaron los abogados, una especie de buitre que aparece en el desierto y se alimenta de carroña. Y en casa quizá no tuviéramos demasiada carroña, pero guardábamos muchas cosas de comer.

Ya no se dirigieron la palabra. Lo hacían los buitres encorbatados.

Yo, por mi parte, dejé de hablar con mi padre. No quería saber nada de él. Me daba asco. Sentía una repugnancia descomunal al pensar que había intentado follarse a una niña de dieciocho años, una amiga mía, en la cama donde hacía más de veinte años que dormía con su mujer. Me llamó cientos de veces, me envió mensajes cursis, fue a buscarme a la universidad y me juró que se había equivocado y quería disculparse. Tenía muy mala cara y había adelgazado unos cuantos kilos. Su fuerza, su arrepentimiento. Su estrategia, el chantaje emocional. Qué agotadora es la gente que pide perdón. Les otorga una superioridad moral que les hace creer que, después de aquella palabra, todo tiene que seguir como siempre. No, papá, la cosa no funciona así.

Lo más decadente de todo es que creo que con Sara no llegaron a follar, en aquella noche imposible. Y después ya no quisieron saber nada. Eso les dijo a las chicas de la agrupación, que por supuesto corrieron a contármelo a mí.

Mi madre se separó de mi padre por un polvo que nunca existió.

Aquella misma semana recogió sus trastos, vació hasta el despacho, y alquiló en el Eixample un piso minúsculo que me imagino lúgubre y con humedades.

En casa nos quedamos mi madre y yo, solas. Ella con su locura y sus armonías, yo intentando huir a ninguna parte.

Y a pesar de todo el desorden emocional me centré otra vez en las pruebas de interpretación del Institut del Teatre. De hecho, me sentaba bien dejar de pensar en mis padres. Y Robert me ayudaba mucho. La prueba teórica constaba de ocho libros, y él fue buscando todo el material que necesitaba.

—También te he traído este ensayo, que te puede ayudar. ¿Necesitas algo más?

—Sacar la nota de corte.

Se acercaban los días de las pruebas de acceso y mis nervios crecían de forma exponencial. Pero nada cambió. Bienvenida al día de la marmota.

Otra vez en el pasillo blanco y frío esperando para recitar el poema de Gabriel Ferrater, otra vez mil apuntes. Como mínimo, ya no añoraba brillar, porque hacía tiempo que estaba oscura. Me llamaron los amigos de la Pompeu. Me enviaban ánimos. Yo seguía bloqueada.

Y dos semanas más bien tristes. Robert lo intentaba, pero yo me despertaba por la mañana cada vez más angustiada, con menos ganas de ir…

Una mañana me crucé con Paula. Me vio, se me acercó corriendo y me abrazó.

—No sabes la ilusión que me hace verte aquí. ¿Cómo lo llevas?

—Bueno… —No quería hablar del tema.

—Seguro que este año entras.

—No sé…

—¿No sabes? Ya te digo yo que sí, tía.

—Gracias.

Quería llorar.

—¿Quieres que vayamos a tomar algo después? Si necesitas cualquier cosa, sabes que estoy aquí para ayudarte, ¿verdad?

¿Por qué nos hace desconfiar la amabilidad gratuita? Paula era tan simpática conmigo que sospechaba que ocultaba algo. Le dije que sí, que me apetecía. Lo que me apetecía era formar parte de aquel mundo, de aquella comunidad de chicas en mallas, que comían manzanas, y chicos con bufanda y gafas, sensibles de bolsillo.

—He hablado con uno de los profesores que hacen las pruebas.

—¿Ah, sí?

—Y…

No entendí entonces que «he hablado» era un eufemismo que escondía una intimidad mucho mayor. Hizo una pausa para dar un trago al café con leche de soja.

—¿Y…?

—¿Puedo darte un consejo? ¿Un consejo de amiga?

No éramos amigas, todavía.

—Sí, claro.

—Este año es muy difícil.

—¿Por qué?

—Depende de cada año. Hay años con mucha gente pero poco talento, años con poca gente pero mucho talento… Nunca se sabe.

¿Pero qué cojones era el talento?

—Eso quiere decir… que no entraré, ¿verdad?

Deseaba con todas mis fuerzas que me dijera: ¡No! ¡Sí que entrarás!

—Eso quiere decir que no todo se acaba en la interpretación. ¿Me entiendes?

—No.

—En el Institut hay más especialidades. Y en algunas no hay tanta demanda. ¿Me sigues?

—No.

—Has hecho la prueba teórica, ¿no? Y has sacado buena nota, ¿no?

—Sí. Sí.

—Pero sabes que esa nota no sirve de nada. Que todo depende de la práctica. De las escenas.

—Ya lo sé…

—Y la cosa este año está muy complicada…

—¿Muy complicada? —No entendía qué me quería decir. Bueno, sí que lo entendía: no entrarás por mucho que te esfuerces. Pero ¿qué se me escapaba…?

—Mira, las pruebas de Vestuario y Escenografía aún no han empezado. Ya tienes hecha la prueba teórica que es común para todo el mundo. Y con buena nota. ¿Por qué no les echas un vistazo? No pierdes nada. Entrarías en el Institut y, una vez dentro… en la vida nunca se sabe.

En la vida nunca se sabe.

Paula me sonrió satisfecha de aquel consejo de mejor amiga. Y yo me quedé aún más bloqueada. No sabía qué hacer. Quizá tuviera razón. Quizá fuera un camino más largo pero que tarde o temprano desembocaría en el mismo sitio: el escenario.

En la vida nunca se sabe.