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Hace días que no me dices nada, Albert.

Debes de estar muy liado, Albert. Ya hace una semana que no tengo fiebre y me vas dando largas.

Pol y Rubén me envían mensajes y se les nota angustiados. Respondo poco y mal. Me los quito de encima. Lo necesito. Los necesito. Por separado y sin decírselo. Pol estaba en el armario hasta que me arrinconó anteayer en el pub.

He decidido cenar solo en la barra del Botafumeiro. Unas croquetas de marisco, cuatro ostras y unos percebes cocidos. La copa de albariño que no falte. Me quedo con hambre y pido un salpicón de marisco, de bogavante. Cae la segunda copa de vino blanco «muy frío, por favor». A partir de la segunda copa de vino la irracionalidad cobra forma. Saco el móvil de la chaqueta Etro que hoy me he puesto vete a saber por qué.

No sé si enviar un mensaje al panocho, Andy. «Donde tengas la olla, no metas la polla». Lo descarto de toda opción de asesinato. Tiene la coartada de la cena y, además, un asesino nunca se mueve, días más tarde, con la tranquilidad con la que este lo hacía por las discos de Barcelona.

Pero ¿tengo que enviarle un mensaje? ¿Hace falta? ¿Qué busco? ¿Follármelo? ¿Robárselo al manso del Arena? Atravieso una época de promiscuidad. Que si el Manel ese del otro día, que si el vegano, que si Pol, que si ahora voy de caza con este. ¿Qué me pasa? Ya sé qué me pasa, pero no puedo verbalizarlo. Sí. Colgado de Eduard como un fuet, pero el tema está liquidado, y no, no me da la gana. Sería fácil coger el móvil y llamarle. Pero no. Era y es él, si quiere, quien tiene que corregirlo, y es obvio que le suda la polla porque es incapaz de coger el teléfono y decir un simple «Hola, ¿qué haces?». Estoy perdiendo los papeles. No sé cómo miraré a la cara a mi amigo Rubén, un buenazo al que evito por si acaso. ¿Cómo puedo afrontar este tema? No lo sé. ¿Y Pol? ¿Cómo encaro el tema de Pol? ¿Qué coño tengo que hacer? Enviar un mensaje a Andy es una nueva huida hacia delante, pero…

—Póngame otra copa de albariño, por favor.

El camarero, muy marcial, saca del hielo la botella y sirve con candidez, mientras una pareja de rusos habla en tono asquerosamente alto tres taburetes a mi derecha.

Hola, Andy. Tendría que hacerte un par de preguntas sobre Paula. ¿Cuándo podrías? Cuanto antes mejor. O esta noche o mañana por la mañana.

La pregunta encierra una trampa. Si es esta noche, tengo opciones de pensar en llevármelo a la cama. Si me responde que mañana, la he cagado; al levantarme desconvocaré el encuentro. Táctica de perro viejo.

Hola, Albert. Esta noche no me espera nadie. ¿Dónde?

Ah, perfecto. Estoy en el Botafumeiro. Bajo caminando y quedamos en Casa Fuster dentro de media hora.

 

De Casa Fuster guardo el recuerdo de unas horas de delirio laboral con Eduard. Teníamos que echar un polvo y el trabajo nos aguó la fiesta. Pero prefiero obviar a Eduard, a pesar de que haber escogido ese hotel me traerá el recuerdo de aquellos breves días en los que nos quisimos poco pero con una locura que todavía me duele. Nos separamos y no tendríamos que haberlo hecho. «Marquemos una distancia», nos exigimos. Y no volvimos a llamarnos nunca. La distancia es enorme. Si no llama, quiere decir que no quiere. Aunque, cuando me planteo la misma pregunta, la respuesta no es la misma. De vez en cuando miro su whatsapp. A qué hora se ha conectado por última vez. El último mensaje que le envié es del uno de enero. Él lanzó, supongo, un viral «Feliz año nuevo». Yo le respondí con un escuálido «Igualmente». Y nunca más se supo. Y temo que nuestras vidas no se volverán a cruzar jamás y que es mejor así. Supongo.

Me gusta el bar del vestíbulo del hotel Casa Fuster, con esos sofás que te hacen parecer Sylvia Kristel en Emmanuelle. Llego y Andy, panocho como siempre, ya está sentado en una esquinera que da a los Jardinets de Gràcia. Me da la mano. Después de los saludos de cortesía le hago la primera pregunta clave para el desenlace de la noche.

—¿Jan sabe que estás aquí?

—Jan no controla mi agenda, igual que yo no controlo la suya.

—¿Pareja abierta?

—Ya te dije que no éramos ni pareja.

—¿Follamigos?

—Llámalo como quieras.

Traigo pensadas unas cuantas preguntas absurdas para salir del paso, porque el objetivo de este encuentro no es saber quién mató a Paula, sino cómo tiene la polla el panocho. Hemos pedido dos gin-tonics. Pregunto por Paula: que si era una buena chica, que si no la conocía tampoco mucho más allá de su popularidad, que si no entiendo cómo se puede matar así, que si él después de la obra se fue a follar con un amigo de Badalona, que si quiero que le llame, que si el chico de Badalona tiene cincuenta años, pero jode como el gallo de la Pasión, que si a él los maduritos le ponen mucho, más limpios, más arreglados, más morbosos, que qué curiosas estas sillas que son superexcitantes, que si pedimos otro gin-tonic, que si me está subiendo porque yo nunca pido gin-tonics y no estoy acostumbrado, que si cuánto hace que no follas, que sí que eres interesante, mucho, demasiado para ser investigador, que si un investigador puede dejarse seducir por un hipotético sospechoso, que si él es sospechoso, que si ay qué cachondo estoy, que si qué hacemos, que si conoces las habitaciones…

La camarera trae la cuenta, y en el cuarto de hora que tardan en confirmarme que hay habitación, se me pone dura, tanto que el panocho casi a las cinco de la mañana y después de tres polvos a la altura de un campanario me enseña el móvil silenciado con seis llamadas perdidas de Jan.

—¿Estás jodido? —le pregunto mientras, en cueros, salto de la cama hacia la ducha.

—Para nada. Que sufra un poco. ¿Vas a la ducha? Espera que te acompaño.

El cuarto de la noche… y sereno.