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Las casualidades de la vida. Dejando atrás el Romea, camino de la calle Jerusalem, se divisan, en el primer piso de un edificio de la calle Hospital, las letras, a modo de reclamo publicitario, de un hostal que se llama Ramos. Las letras son de color amarillo, el color gafe en el mundo del teatro. Todo cuadra. Es noche cerrada, me he despedido de Pol a la puerta de la Bodega Sepúlveda. Tengo la impresión de que nos volveremos a ver. Tal vez tendríamos que quedar, pero ninguno de los dos queremos desmerecer el aprecio que nos tiene Rubén. Hemos acordado silencio. Fue una tontería, imperceptible en el tiempo, pero que no puede borrarse fácilmente. Ni en su caso, ni en el mío. Es el fracaso que genera el respeto hacia un tercero que es la persona más buena que conozco. A Rubén muchas veces lo mataría por su manera de reaccionar a los acontecimientos, pero, en cambio, lo adoro por la felicidad que proporciona a la gente que lo rodea. Pol me ha exigido una copa, pero la negativa ha sido contundente. La respuesta no le ha sorprendido, pero supongo que él tenía que intentarlo.

Nos hemos despedido como si nada. El apretón de manos —esta noche, nada de besos— certificaba un pacto de no agresión, aunque la mancha oscura la llevaré incrustada en el cerebro durante mucho tiempo. Él se ha marchado calle Sepúlveda arriba en dirección a Muntaner, y yo he cogido la moto camino de la Boquería. Y aquí estoy, buscando a mi amigo Carles, el sintecho, aunque tiene la azotea muy bien amueblada. Cuerdo, leído, interesante…

Me desvío y voy primero hacia la calle de l’Arc de Sant Agustí, pegada a la iglesia de la plaza. Hay un bar centenario, de esos de toda la vida, con barriles de vino incrustados en la pared. Hoy hay oferta de ibéricos, anuncia la pizarra de la entrada. Pido un bocadillo grande de pan con tomate y jamón de bellota para llevar.

Mientras espero que lo preparen todo pido un café bien cargado, y qué magnifico café me traen. Cargado, no; cargadísimo, de esos que cuando echas el azúcar hace «plop» sobre la crema que deja la presión de la máquina.

En menos de diez minutos me traen un bocadillo XXL envuelto en papel de aluminio. Salgo del bar dejando las mesas de fuera llenas, con un grupo de amigos que no pasan de veinte años gritando como corderos en el matadero.

Desde la lejanía, entrando por la calle Jerusalem, descubro unos cuantos bultos de color azul celeste. Son los sacos de dormir de un grupo de personas que habitan esta urbanización de los vagabundos. Tumbados en el suelo la mayoría, algunos sentados en compañía de unos cuantos perrillos en posición de descanso. Emprendo la búsqueda de Carles Rod. De repente, cerca de la plaza de la Gardunya y la entrada trasera del mercado, lo veo ahí sentado con la mirada perdida en la dirección de la tienda de bacalao Masclans que hay justo al lado del pasaje dels Coloms. Vestido igual que el otro día, con chándal azul marino de Domyos y mocasines negros, Carles no se percata de que acabo de reaparecer en su vida.

—Hola, Carles, ¿cómo va? —le pregunto.

Sigue mirando el infinito. O finge que no me oye, o está jugando conmigo.

—Te he traído un bocata de ibérico.

Se lo tiendo para que lo coja. Él vuelve la cabeza y fija la vista en el bocadillo. Carles estira la mano derecha y coge la comida.

—Gracias —responde sin mucho ánimo mientras vuelve a colocar la mirada en línea recta, como si nada hubiera pasado con mi llegada.

De la absurda chaqueta que llevo colgada del brazo y que no me he puesto en toda la noche saco las cuatro secuencias del fotomatón y se las enseño.

—Carles, ¿son ellas?

Carles ha dejado mis regalos al lado de la bolsa y continúa, impertérrito, obtuso, contemplando el futuro de la calle.

—Carles. Soy Albert. ¿Recuerdas si eran ellas, o alguna de ellas, las chicas que entraron en el mercado por esta puerta el otro día? Me lo contaste tú… que una iba como bebida o drogada.

De pronto, Carles me clava una mirada con sus ojos verdes y me suelta, gritando:

—¡Tenemos que atacar, coronel!

La frase, sin pies ni cabeza, me deja sin capacidad de reacción. Me acerco con una tenue sensación de miedo.

—Carles. Soy Albert. No soy ningún coronel.

Y se echa reír estruendosamente y con la boca muy abierta, tanto que observo dientes y muelas cariados, y exhala un aliento a alcohol profundísimo que confirma las peores de mis sospechas. Dijo que había dejado el alcohol pero mentía.

—Coronel, hemos ganado la guerra, pero todavía tenemos que eliminar el batallón de Numancia.

—Hostia, Carles, mira la fotografía.

De improviso, se levanta. Tantos libros, tanta inteligencia, tanta amistad que lleva este hombre dentro, y ahora, helo aquí, doblado, caminando en diagonal hacia la puerta de la Escola Massana. Lo sigo y me acerco.

—Coronel, déjeme en paz. Usted es un cobarde. Ordene atacar. Hemos ganado la batalla, la guerra todavía no y debemos arrasar.

Lo agarro del brazo.

—Sargento Rodríguez. Haga el favor de volver a la cama. He recibido órdenes del general López de Arriluzea de atacar mañana a los tres batallones que quedan en Numancia. No se preocupe por eso, soldado. Mañana atacaremos y, si salimos bien parados de esta, juro por las Sagradas Escrituras que le propondré para un ascenso.

La mirada del sintecho se vuelve terrenal, pero los ojos se le empiezan a cerrar. Le ayudo a volver a la base, es decir, a su saco de dormir. Se tumba. Lo tapo como puedo. La peste a alcohol se extiende a su alrededor. Carles ya duerme la mona.

Me acerco a la puerta de hierro por la que entraron las chicas y la desgraciada de Paula Cellar. Intento lo imposible y, en efecto, es imposible: la puerta está cerrada. No ha habido suerte. Decido ir a dar una vuelta y rodear la Boquería. Veo los puestos desde fuera. Dentro de unas pocas horas habrá un caudal de gente de todas las etnias entrando por las callejuelas del mercado, un magma de cosmopolitismo en mitad de una variedad cromática de frutas, verduras, carnes y pescados que hacen de este mercado barcelonés una obligación turística y una necesidad vecinal.

Todo cerrado, imposible entrar por ninguna parte. Bajo por la Rambla, preciosa y poco iluminada de madrugada, mientras un grupo de paquistaníes suben, por el centro de la calle, con bolsas llenas de latas de cerveza para vendérselas de estraperlo a cualquier guiri que se les acerque.

Paso por delante del restaurante Euskal Etxea, donde todavía hay gente fumando en la puerta. Escribà continúa en su sitio. Sigo paseando, Rambla abajo, a la espera de una explicación. Tendré que volver mañana por la mañana a ver a Carles Rod. Es una de las opciones para encontrar una respuesta, por modesta que sea. Eso, y pasar mañana por el Romea a ver a la compañía otra vez y quedar con la tal Mònica que conocía a la víctima. Y tendré que decidir cuándo le envío un mensaje a Rubén para saber cuándo quedamos. Es todo un gran nudo, pero delante de un gran nudo siempre hay una solución sorprendente. Pienso que saldré adelante. Y más temprano que tarde.

Vuelvo a la calle Hospital, paso por delante del Rey de Istanbul, aquel restaurante que fue noticia durante los atentados en la ciudad porque la prensa —la siempre tan complicada prensa— con la ayuda de twitter —el siempre tan complicado twitter— hizo creer a la gente que allí se había atrincherado el principal responsable de la matanza. Y no había nadie. Solo había el miedo de la gente que se escondió dentro. Sigo deambulando y paso por delante de varias tiendas, cerradas a estas horas, hasta llegar de nuevo a la calle de Jerusalem. Giro y vuelvo hacia la zona de los vagabundos. Parece un cuadro, porque da la sensación de que no se haya movido nadie. Siguen allí instalados los sacos de dormir, la mayoría ya duermen y sospecho que Carles también. Me acerco aún más y me agacho para ver si, por lo menos, respira. En efecto, respira y ronca ruidosamente.

Dejo el bocadillo a la vista para que, cuando se despierte, tenga algo sólido que echar a nadar entre tanto riego alcohólico. Veo que al lado tiene una botella de agua sin etiqueta llena de vino tinto. Inspecciono las inmediaciones y veo una boca de alcantarilla al lado de la puerta de hierro del mercado. Tiro todo el alcohol de la botella… para abajo que se va. La sacudo hasta la última gota. Estrujo la botella de plástico con un crujido seco y la deposito encima de una bolsa de basura que encuentro en un portal. Vuelvo a acercarme al pobre desgraciado de Carles y le digo a la oreja:

—Sargento Rod, el coronel se retira a reposar. Mañana será otro día.

Y Carles emite un ronquido profundo como dando por buena la despedida.