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—El mundo es injusto, Mònica. ¿Qué he hecho mal? ¿Qué he hecho yo para que el día de mi boda, el día que en principio tenía que ser el más feliz de mi vida, me pasara lo que me pasó? Dime… No, no espero que me digas nada, no hace falta que me respondas, porque no hay respuesta posible. Ninguna que sea lógica. Yo no le he hecho daño a nadie. ¿A que no? Quise a Àlex con locura. Lo cuidé. Estaba más pendiente de él que de mí. Me olvidé de mí por pensar solo en él. Es tan injusto que… Piénsalo fríamente. El mundo está lleno de injusticias, ya lo sé. Algunas pequeñas, cotidianas, las podemos aguantar, otras tienen el tamaño justo para que nos molesten, pero no decidimos hacer nada al respecto. Y después ya están los hijos de puta encorbatados que se salen con la suya. Yo estoy cansada, Mònica. Estoy muy cansada de estar en el bando de los que pierden siempre. Cansada de verlo todo por televisión, cansada de enviar mensajes a la gente cagándome en todo, cansada de hacer retuits crueles. Estoy cansada de no hacer nada, ¿lo entiendes? Soy un ser pasivo que solo se queja. Soy una ameba que sabe de todo pero no se compromete en nada. Esa es la clave, ¿no? El compromiso. Ganas de hacer cosas tenemos todas, y pronto se acaban. Es el compromiso… ¿Y cómo puedo cambiar yo el mundo? Dime… No, no hace falta que respondas. No puedo cambiarlo. El mundo es injusto por naturaleza. Pero sí que puedo intentarlo.

Y se calló porque necesitaba respirar un poco. Y me pidió otra cerveza y se la bebió de tres tragos. Yo la miraba sin acabar de entender nada. Pobre de mí. Sentada en el sofá de mi casa, aquella Clara no era la que yo conocía. Mucho más musculada, como si hubiera decidido purgar las penas en el gimnasio o contra un saco de boxeo. Con el pelo corto. El sufrimiento la estaba convirtiendo en otra persona. La consumía. A veces pasa. Acumulamos dentro tanto dolor que nuestras células mutan de forma irremediable.

—Sé que estos últimos meses he desaparecido. Pero lo necesitaba.

—Lo entiendo.

Me miró y descifré su: «¿Qué cojones vas a entender tú?». Echó otro trago y siguió:

—Quiero hacer algo.

No sabía de qué me hablaba.

—Quiero hacer algo —repitió—. No me quedaré de brazos cruzados. ¿Cuál es mi grano de arena para que el mundo siga siendo injusto? Contemplarlo. Contemplarlo y punto. Lo he pensado mucho. ¿Sabes qué mueve, a veces, el mundo? —Le indiqué que no con la cabeza—. La venganza. Hay gente que siempre ha tenido la suerte de cara, pero no es consciente de ello, no valora lo que tiene. Y creo que los que sí sabemos lo que cuesta todo tenemos el deber moral de hacérselo entender.

Iba perdida.

—Te dije una vez que tenía pensamientos extraños, ¿recuerdas? Pues esos pensamientos se han vuelto lúcidos.

Empezaba a costarle más hablar. Hacía largas pausas. Escogía con más cuidado las palabras. Yo sabía que tarde o temprano —era un mal presagio— pronunciaría el nombre de Paula. Y lo pronunciaría mirándome fijamente a los ojos. Toda aquella retahíla de filosofadas baratas sobre el mundo y nuestras acciones tenía un motivo claro, Paula Cellar, la actriz que le había robado el novio el día de su boda. Lo más sencillo, lo más justo hubiese sido señalar a Àlex. Si quieres venganza, tómatela con él. Arruínale la vida, cántale las cuarenta, pártele la cara, sé imaginativa… Pero la pobre, cuando alguien pronunciaba su nombre, Àlex, sin más, todavía tenía que contener las ganas de llorar. Estaba muy enamorada. Y contra los enamoramientos la razón y el juicio no tienen nada que hacer. Es la peor enfermedad del mundo.

—Quiero asustar a Paula.

—¿Cómo?

Era un «¿cómo?» de «¿me lo puedes repetir?» no de «¿de qué manera quieres hacerlo?».

—Lo tengo todo pensado. Todo. —Las dos últimas sílabas sonaron como un aldabonazo definitivo, y se levantó del sofá.

Se moría de ganas de explicármelo, pero yo no quería ser cómplice, aunque solo fuera de palabra, en aquella barbaridad. La paré en seco. Para cambiar de tema, le conté que me había salido un trabajo. Un trabajo impresionante y lleno de oportunidades. Se le cambió la cara. Fingía alegría, inútilmente. Y no le oculté que me lo había proporcionado Paula. Se calló. La alegría fingida desapareció en un santiamén. Y siguió bebiéndose todo el alcohol que tenía en casa. Eso la desactivó; o eso creí en aquel momento. Más tarde supe que, muy al contrario, había encendido un fuego que no se apagaría nunca.

Tanto rato hablando, largos monólogos sobre el bien y el mal, sobre la existencia del alma, y en cuanto le hablé del quién, el qué y el cómo de mi trabajo, todo fueron monosílabos. Aquella confesión (para mí solo era información delicada) le cortó la sed y la borrachera de golpe.

—Tengo que irme.

—¿Ya?

—Sí. Es muy tarde.

—Quédate y comeremos algo. Hemos bebido mucho. ¿Por qué no te quedas a dormir?

—No, gracias.

No hacía falta un máster en inteligencia emocional para verlo claro.

—Clara…

Había recogido las latas de cerveza. Con un gesto rápido y torpe se había puesto la chaqueta y tuve que pararla delante de la puerta.

—Clara…

—Diiime… —alargó la «i».

—No quiero que vuelvas a desaparecer. Quiero estar a tu lado. Somos amigas. Quiero ayudarte. Ayudarnos.

Asintió con la cabeza como si fuera un trámite, lo que necesitaba para que la dejase bajar agarrada a la barandilla, con cuidado de no caerse escaleras abajo, no fuera que aquella noche termináramos la fiesta en Urgencias.

—¿Te llamo a un taxi?

Levantó la mano para decir que no con el dedo.