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En el barrio de Horta, en la esquina de la calle dels Consorts Sans Bernet con la calle Rivero, hay un edificio de obra vista muy curioso de color rojizo. Allí, gracias a Pérez Navarro, que lo descubre todo en poco tiempo, he sabido que vive el vigilante de seguridad que estaba de guardia la noche en que asesinaron a la Cellar.

Pérez Navarro es una ayuda imprescindible en todo momento; siempre está, siempre. Cuando lo necesitas, es el primero que levanta la mano. Y cuando no lo necesitas, te lo pregunta de todas formas. Si la empresa pública tuviese muchos tipos como él, seríamos una gran potencia europea. Le envié un mensaje breve.

Búscame, por favor, dónde vive un vigilante de seguridad, Marcos Sancho, de la empresa Segurfunción.

Al cabo de veinte minutos ya tenía la respuesta, con guarnición de regalo:

23 años. Complexión fuerte. 1,89 m, 94 kilos. Estudiante de tercer curso de Diseño. No ha pisado nunca una comisaría de los Mossos. A primera vista, limpio.

 

Y así, he llamado al timbre y me ha salido la voz de una mujer que me ha preguntado quién era. Nombre, apellido y la palabra «investigador» por delante. El silencio cuando la oyen y, de forma automática, la pregunta de rigor:

—¿Qué ha pasado?

Y mi respuesta que nunca falla:

—Si no me abre la puerta, no se lo podré explicar.

Y el meeec de la puerta de abajo que se abre. Y hacia el tercero.

Y la madre, con la puerta abierta de par en par y cara de acojonada, de a ver qué ha hecho ahora este crío. Le tiendo la mano y la señora me la estrecha.

—¿Marcos Sancho?

—Está aquí.

Me saco de la cartera el carnet «abrelatas».

—¿Puedo pasar?

—Claro.

Y entro en un piso pequeño pero apañado, donde a estas horas del mediodía entra luz a raudales. He pensado que lo encontraría en casa porque, tal y como me comentó Dídac Sanmartí, lo más normal es que un guardia de seguridad que desee estudiar duerma por la mañana y vaya a clase por la tarde. Las doce es una hora normal para encontrarlo en casa.

—¿Usted es la madre de Marcos?

—Sí. Soy yo. ¿Ha hecho algo malo?

—En absoluto. ¿Su hijo está en casa?

Y en el quicio de una puerta blanca, en apariencia lacada, aparece un armario de chico a punto para ser empotrado.

—Soy Marcos. Ya sé por qué viene. A su disposición.

La madre abre unos ojos como platos.

—¿Cómo? ¿Qué has hecho, Marcos?

—Nada. No he hecho nada, pero es necesario que me pueda explicar, mamá. Siéntese, por favor.

Me siento a la mesa y la madre me pregunta si quiero tomar algo.

—No, gracias. Estoy bien.

La madre quita de encima de la mesa redonda un tiesto con plantas de interior que, como suele pasar, estorban más que otra cosa.

—A ver, Marcos, ya sabes por qué estoy aquí: la muerte de Paula Cellar.

La madre suelta un grito seco.

—¡Mamá, puedes tranquilizarte y callar, por favor! Yo no hice nada, hostia.

—Señora, por favor. Si quiere sentarse, siéntese, pero calmada —digo al ver el tono dramático que está adquiriendo la escena.

—Sí —prosigue el guardia de seguridad—. ¿Me permite contarle lo que sé?

—Adelante, para eso he venido.

—Pues no sé nada del tema, porque no vi nada. Absolutamente nada. De hecho, yo estaba dando una vuelta al mercado. Paseo por las inmediaciones. A veces entro por la puerta principal y camino por las calles del interior del mercado, vuelvo a salir… Es francamente aburrido.

—A ver. ¿Puedo hacer preguntas para no perdernos en un relato absurdo?

—Diga.

—¿A qué hora entraste a trabajar?

—A las ocho de la noche. Hacemos turnos de doce horas seguidas. Acabo a las ocho de la mañana, cuando el mercado ya es un hervidero de gente.

—Cuando entras a trabajar, ¿el mercado ya está cerrado?

—No. Falta media hora para que cierren, pero siempre estamos media horita más.

—¿Cuántas puertas con candado tiene el mercado?

—Cinco. Una es la entrada principal, dos están en la parte central del mercado en los dos lados y, por último, hay otras dos en las esquinas.

—Aquella noche había una puerta abierta. La que da a la calle Jerusalem, al lado de la Escola Massana.

—Sí.

—Esas puertas siempre están cerradas.

—Casi siempre, en efecto.

—Casi siempre quiere decir que no siempre.

—Sí. Hay veces que alguien tiene permiso para abrirlas.

—¿Quién tiene acceso a esas puertas?

—Pues los guardias de seguridad y después los comerciantes que piden que se les deje pasar porque tienen que llevar género de madrugada o lo que sea.

—¿Y cuál es el protocolo en esos casos?

—Pues los guardias de seguridad tenemos una lista de los nombres de las personas que pueden acceder. Los acompañamos hasta la puerta, les abrimos y ellos entran.

—¿Cuánta gente tenías en la lista esa noche?

—Unos cuantos.

—¿Cuántos?

—Diez, doce… quince. Un número habitual. Nada raro.

—¿Recuerdas los nombres?

—En absoluto. Es imposible. Dejan el nombre y el DNI. Y, como sucede en la puerta de embarque de los aviones, nos enseñan el DNI, los buscamos en la lista y, si aparecen, adentro.

—¿Y siempre cierran ellos?

—No. No siempre. A veces seguimos la ronda por el mercado y al cabo de un rato alguien viene a buscarnos para decirnos que vayamos a cerrar la puerta, porque se ha quedado abierta.

—¿Cometen a menudo esa imprudencia?

—No es imprudencia. Hasta el otro día nunca había pasado nada.

—Si un día se dispara la pistola y mata a alguien es imprudencia aunque nunca se haya disparado antes.

Envío mensajes a Pérez Navarro.

Pide lista urgente de los trabajadores de la Boquería que solicitaron acceso al mercado la madrugada del asesinato de Paula Cellar.

Recibo un OK inmediato.

—Sabes que puedes ser cómplice de asesinato por negligencia.

El chico resopla. La madre vuelve a chillar.

—Mire. Le seré sincero. Hace unos días que estoy muy angustiado. He pedido la baja. He llamado a un amigo mío abogado para que me asesore. Me dice que espere, que está en Madrid. Le propuse presentarme de forma voluntaria en una comisaría de los Mossos para explicar lo mismo que ahora le explico a usted. Cuando ha llamado al timbre de casa, me he sentido nervioso pero a la vez liberado. Ya tengo aquí el problema. Arreglémoslo. Usted puede decirme lo que quiera y, cuando sea el juicio, lo volveré a repetir. Tal vez es cierto que cometí una negligencia dejando la puerta abierta tres minutos o cinco u ocho, y puede ser que en aquel momento entrasen para matar a alguien en la Boquería. No lo niego. Tampoco puede garantizar nadie que a la chica no la habrían asesinado en otra parte si hubiesen encontrado la puerta cerrada. Lo que intento decirle es que no dejé la puerta abierta para encubrir un asesinato. Como hacemos muchos, todos los de seguridad, me atrevería a decir, a veces dejamos un momento la puerta abierta. En el caso de que alguien quiera entrar a robar, hará ruido al abrir las persianas de los puestos, y si lo que quiere es pasear acabaremos por encontrarle.

¡Me cago en todo! Claro, el ruido de las putas persianas. Por mucho que tenga la llave… la llave…

—A ver, Marcos. Si dices que dejaste la puerta abierta unos minutos, eso quiere decir que tú mismo la cerraste después.

—Sí, claro.

—¿Cuánto rato crees que podrías haber dejado abierta aquella puerta de la Boquería, como mucho?

—No lo sé exactamente, pero…

—¿Como máximo?

—Como máximo… veinte minutos… pero tirando a lo alto.

—Entonces ¿no entraste?

—No hace falta. De vez en cuando entramos, pero la gente que entra en el mercado lo hace por trabajo, para dejar o coger género, no para descuartizar a nadie.

—¿No oíste ningún ruido en el interior? ¿En la zona del puesto de Fidel?

—Es uno de los temas que más me viene a la cabeza. ¿Cómo es posible que no oyera nada?

—Fácil. Porque alguien tenía una copia de las llaves de cada uno de los candados de las persianas de la pollería. Fueron al puesto, metieron la llave en el candado de la primera persiana y la abrieron con sigilo. Con mucho sigilo. Después hicieron lo mismo con el segundo candado y luego con el tercero. Tres persianas levantándose muy despacio sin hacer casi ruido.

—¿Y la mataron ahí dentro?

—No tengo respuesta.

—¿Y cómo huyó de la pollería el asesino?

—No tengo respuesta.

—¿Y por dónde?

—No tengo respuesta.

Me levanto y me dirijo a Marcos y a su madre.

—Te llamarán de los Mossos. Yo no tendría miedo. Volvería a trabajar. Tienes muchos números de quedar absuelto. El problema puedes tenerlo con la empresa.

—Por eso no se preocupe. Por mil euros prefiero dedicarme al diseño. Que les den por culo.

Me despido.

Mientras baja el ascensor de la finca empiezo a buscar los números de teléfono de los trabajadores del puesto de Fidel. Uno de ellos me mintió. Uno de ellos sabe algo más. Uno de ellos podría ser el responsable del asesinato. La puta llave y los candados.