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Cuando la muerte llega de improviso, la familia, los amigos, quienes la viven de verdad cambian de universo, de realidad. La teoría de cuerdas. Un agujero negro que te arrastra a un mundo parecido al de antes pero muy diferente. La muerte de un viejo es otra cosa, un pacto, aunque sea doloroso. La persona puede ir viendo la tumba y cómo los gusanos ganan centímetro a centímetro la lucha contra el cuerpo, ese cuerpo que tiempo atrás fue joven y ahora a duras penas puede levantarse. Pero que alguien desaparezca de sopetón es un viaje en el tiempo y el espacio.

La muerte de mi madre fue un viaje en el tiempo porque era muy difícil tener la certeza de que realmente hubiera ocurrido. Y en el espacio, porque no parábamos de topar con sus cosas: jerséis, libros, botes, zapatos, recetas, facturas, fotografías, los perfumes que le gustaba coleccionar… El cerebro ya sabía que mi madre había muerto, pero parecía que mi cuerpo, de forma instintiva, no terminara de creérselo. Meses antes había pasado días, semanas, sin verla; quizá porque estaba de viaje, con sus amigas de pañuelos y plantas, haciendo el amor con la naturaleza u oliendo la claridad a primera hora de la mañana.

Ahora la ausencia sería definitiva.

En el entierro volví a abrazar a mi padre. De hecho, él me abrazó a mí; yo abrí los brazos. No sentí asco, pero tampoco nada que valiera la pena. Era un cuerpo como cualquier otro que intentaba acompañarme.

La noche antes de que mi madre muriese, al salir del hospital, le pedí a Robert que dejásemos de vernos. Él no entendía nada. Arqueó las cejas y se quedó con esa expresión durante toda la cena. Creía que era su momento. No le podía explicar que aún le quería pero me había dejado de interesar. Y yo no podía estar con nadie que no me interesara. Podíamos tomar un café, contarnos cosas, abrazarnos, mandarnos correos electrónicos o whatsapps, pero ya no podía amarlo de la manera que él quería. La enfermedad de mi madre me había cambiado. Me había vuelto dura por fuera y seca por dentro, como seca tenía la boca cuando, en la cafetería de delante del Hospital Clínic, le dije:

—Quiero estar sola, Robert.

—¿Por qué?

No había un porqué lógico.

—Porque mi madre está muy enferma y me necesita. Y yo también me necesito a mí misma.

—Y yo puedo cuidarte.

—Lo sé. Pero no se trata de que me cuides. Yo me tengo que cuidar sola.

No sonreía. No me enseñaba sus dientes blancos de anuncio.

Desde mi entrada en el Institut, nos habíamos distanciado. A él le gustaba una música, a mí otra; a él le gustaban unos restaurantes, a mí otros; a él le gustaba ir con sus amigos, a mí con los míos.

¿El teatro? Está bien para pasar el rato.

—Somos diferentes, nos complementamos —decía mientras me cogía las manos.

Los libros de autoayuda han hecho mucho daño.

Lloré. Robert se quedó en silencio. Me miraba como lo haría con un perro perdido en mitad de una tormenta. No era su momento. Tenía que ser mi momento. Yo no podía rescatarlo. Tenía que entender que a mi madre le quedaban días, tal vez horas, y si yo tomaba una decisión como aquella, debía callar y escuchar. Debía hacerse a un lado y acompañarme, si quería, desde mi soledad.

A veces mi cabeza también funcionaba como un jodido libro de autoayuda.

Mis amigos iban a lo suyo. Manu, con quien me llevaba muy bien, me llamaba a veces para preguntar cómo estaba mi madre, pero en aquel momento no estaba, porque se había ido de Erasmus a Múnich y se había enamorado de un tal Hans, y eran tan felices que ya no podía contar con él.

Quien apareció como por arte de magia, se quedó a mi lado y se convirtió en mi cómplice para siempre fue Clara. Me ayudó a meter en cajas la ropa de mi madre para donarla a la beneficencia. También montamos una especie de mercadillo que organizó ella en el que vendí libros y trastos… Por las noches, ella se quedaba en mi casa hasta tarde.

—¿Quieres venir a vivir conmigo? Compartimos piso.

—No, gracias, Mònica…

—¡No pagarás alquiler!

—Soy muy maniática y me acabarías odiando.

De Paula no supe nada. Algún mensaje de vez en cuando, pero estaba ocupada ensayando no sé qué producción para el Teatre Lliure.

Cuando acabé el segundo curso de Escenografía, escogí la especialidad de Diseño de Vestuario, y en tercero empecé a hacer prácticas. Básicamente mi trabajo consistía en coser, hacer dobladillos de pantalón y acompañar a una señora de unos trescientos años (la gran diseñadora del teatro de toda la vida) a comprar calcetines y bragas y a confeccionar grandes abrigos. No era una ocupación aburrida, al contrario; si el director era lo bastante astuto, si los actores no tenían manías, podía ser un trabajo fantástico.

Gracias a Sebas, me hice amiga de Lupe, que así se llamaba la señora de trescientos años con tantos premios Max como arrugas en la cara. Y hablábamos de todo, y me contaba anécdotas como la del fantasma del Romea e historias sobre Margarida Xirgu. Yo no me tragaba nada de lo que me decía, pero su manera de hablar me fascinaba. Le conté que quería ser actriz; bueno, había querido ser actriz, porque hacía un tiempo, desde la enfermedad-agonía-muerte de mi madre que, sin saber por qué, había perdido un poco las ganas.

—Es normal.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—Porque todos queremos ser actores en algún momento de la vida. Es un juego. Un juego serio, de verdad, pero un juego.

—Puede que sí.

—Y también es normal… —Hizo una pausa—. Es sano que ya no lo quieras ser.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

Cada frase de Lupe exigía un porqué acto seguido.

—Porque creces. Eso quiere decir que has crecido. Y has entendido que la vida es más grande que un escenario. Y ser actor es un oficio lamentable. Durísimo. Piénsalo bien. ¿Repetir cada noche lo mismo? ¿Cada noche tienes que enamorarte del Romeo de turno, al que le huele el aliento o es un desgraciado o tiene un ego que no le cabe en el teatro? Si Romeo es encantador, vale…, pero a veces… ¿O matarte cada noche? Y aguantar las toses de la gente, el pitido de los móviles, los comentarios de los imbéciles… O tener que soportar a los críticos, la mayoría de los cuales hoy en día son blogueros con ínfulas… ¡Sí, blogueros! ¿Puede haber un trabajo más triste que escribir en un blog, Mónica? Nadie los lee, ya lo sé, pero la gente del teatro somos tan pequeños y nos creemos tan grandes que perdemos el tiempo leyéndolos. Yo, los blogs, me los paso por el coño, ¿te enteras? Una vez un director cambió el final de una obra porque no sé qué bloguero había asistido a un ensayo y había puesto mala cara. A mí un bloguero me pone mala cara al ver un vestuario mío y tienen que ir a pescarlo al Llobregat porque lo tiro al río con unos zapatos de cemento, ¿me entiendes?

¿Por qué no podía yo ver el mundo con la misma claridad?

Las tardes con Lupe me sirvieron para enamorarme del vestuario y alejarme de la interpretación. Era curioso: siempre había pensado que quería hacer teatro para vivir otras vidas o demostrarles a mis padres que tenía luz, y ahora que mi madre no estaba había entendido que no hacía falta huir en busca de nuevas existencias, que solo tenía una y había que aprovecharla. ¿Y la luz? Trabajar con gente del teatro es aprender a luchar contra egos, inseguridades y desequilibrios.

Mi desequilibrio, el nuestro, empezó un viernes por la noche cuando al salir de un ensayo fui a cenar con Clara y su nuevo novio, Àlex.

Àlex era un periodista cultural de metro ochenta, pelo castaño y labios finos y medio desdibujados; hablaba mucho y había publicado un par de libros de poemas. Era encantador. Lo miraba y parecía hecho a medida para Clara. Y al mirarla él a ella se le caía la baba como a un idiota. Ella tan fuerte y él tan delicado. La cena fue divertida. Las primeras cenas siempre son divertidas. Después fuimos a tomar una copa por el Raval, a un local de moda donde según Àlex hacían los mejores cócteles. Cuando entramos, al fondo de la barra estaba Paula con otra actriz.

No tendría que haber venido a saludarnos.

Pero lo hizo. Era su discreta manera de desafiar a Clara.

—¡Pero qué guapas estáis! —Siempre un mensaje positivo de entrada.

—¡Hola, Paula!

¿Y qué haces? ¿Qué obra? ¿Y los ensayos? Ya, claro, muy complicado, sí, es un autor muy interesante…

Y, por último, llegó el desequilibrio total, la punta del iceberg de la noche.

—¿No me presentas a este chico? —preguntó Paula.

—Este chico es Àlex. Mi novio. —Todo el énfasis en la última palabra.

Pocas veces he visto el deseo escrito de forma tan clara en los ojos de nadie. Cuando Paula y Àlex se miraron, olvidaron el resto del mundo; parecía que estuvieran solos, y se desnudaron, en silencio, en aquella barra llena de gente, y se hicieron el amor, demasiado; era un sexo apasionado y sucio, de gente que no conoce los límites del placer.

—Encantado —dijo Àlex.

—Igualmente —replicó Paula.

Clara no notó nada.

Yo, todo.