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No sé cómo explicar aquella humillación. Aún a día de hoy, a veces, sin motivo posible, todo el cuerpo me apesta a mierda. Dediqué mucho esfuerzo a enterrar bien hondo aquel trago, pero la pulsión perduraba. Clara me había dicho más de una vez que controlase la rabia, que ella también sentía mucha y no servía de nada. Alguna noche, en el saco de dormir, incluso me había dicho que tenía en la cabeza cómo aniquilar a aquella panda de bárbaros.

No fui nunca más de campamento, ya tenía edad para no inventarme excusas para mis padres. No, no voy. Y aproveché los veranos siguientes para hacer cursos (lamentables) de teatro para perfeccionar mi técnica. ¿Qué técnica?

Muchos años más tarde, cuando entramos con la compañía en el Romea y Paula ya llevaba semanas torturándome, como el perro de Pavlov volví a sentir el abismo de la humillación. Un cuchillo bien afilado en la barriga. Paula lo hizo de manera muy sutil; primero fue un pequeño comentario, después una queja más o menos importante, más tarde una charla con la directora sobre mi trabajo. Poco a poco iba devorando mi territorio, y la noche antes de que pasara todo me desperté empapada de angustia, casi sin poder respirar, con los pulmones cerrados. Los sentía llenos de cemento, no podía reaccionar, convencida de que, tarde o temprano, más temprano que tarde, moriría asfixiada. Eso es un ataque de angustia: el universo se detiene…, bueno, no se detiene; todo el universo, cada partícula, cada átomo, te entra por la boca, baja por el esófago y se extiende por todo el cuerpo hasta colapsar el cerebro, los pulmones, los ojos… Eres una estatua de piedra que cualquier mirada, cualquier palabra, lo que sea, puede destrozar en mil pedazos.

Solo he tenido esta sensación ponzoñosa dos veces. En el campamento, cuando no pude dormir en la tienda porque apestaba a mierda, y la noche antes del desastre.

Mis padres fueron a buscarme el último día.

Sara apareció como por arte de magia, cargada con la mochila y con el pelo suelto, y preguntó si podía ir con nosotros.

Sara. La triple A.

—Claro que sí, Sara, eso ni se pregunta.

La miré con un odio que la atravesaba. Ella, como si nada. A mi padre le pareció una idea extraordinaria.

—No sabía si teníais sitio en el coche.

—¿Quieres que bajemos a alguien más? —propuso mi padre.

—No, no hace falta.

Durante el trayecto a Barcelona, mi madre no paraba de hacer preguntas a las que yo respondía con monosílabos, mientras que Sara se explayaba con los detalles —algunos de ellos inventados— de cómo había ido el campamento. Sara se esforzaba mucho por gustar a la gente. Por que todo el mundo se llevara una buena impresión de ella. Para que después, al bajar la mochila en casa, mi madre dijese: «Qué chica tan simpática».

No recuerdo muy bien el motivo por el que Sara volvió a nuestra casa. Llamó un día porque mi madre le había dicho no sé qué del campamento y quería que le dejase unas recetas vegetarianas. Me hacía sentir unos celos extraños el que a ella le cayeran mis padres mucho mejor que a mí.

La tarde que fue a vernos, mi padre aprovechó para regalarle un libro de Chéjov.

—¿Te acuerdas? —dijo con tono de pazguato—. Hablamos de él cuando os subía al campamento.

—Sí. ¡Ostras! —No había oído en mi vida una exclamación más postiza—. Qué ilusión, porque había buscado en muchas librerías y no había encontrado nada. Nada de nada.

Qué vergüenza de comentario, guapa. Libros de Chéjov los encuentras en todas partes y a cualquier hora. Mi padre ignoró aquella ignorancia y sonrió.

Después Sara se fue y todo tuvo que volver a la estúpida normalidad. Yo estudiaría Humanidades en la Universidad Pompeu Fabra mientras seguía preparándome para las pruebas del año siguiente en el Institut del Teatre, me apuntaría a talleres, mi madre haría cursos de terapias alternativas, mi padre se encerraría en su estudio a corregir… Era un orden que tal vez no me entusiasmaba pero me hacía sentir segura. Podía acostumbrarme al vacío de aquellos meses, a esperar, a intentar con todas mis fuerzas volver a brillar.

En la Pompeu había un grupo de teatro. Al principio, dudé. ¿Me apuntaba? De cara a los compañeros, quería hacerles creer que mi nivel era superior y no podía perder el tiempo con tonterías, pero por otro lado necesitaba sentir la discreta admiración en los ojos ajenos. Había que ser prácticos. Me apunté y creo que pocas veces me lo he pasado tan bien.

Ensayábamos de verdad, con compromiso, pero no perdíamos el componente de juego. Había gente de nivel, abogados, compañeros de Humanidades, chicas de ADE; otros eran un desastre, y yo, tímidamente, volvía a sentir cuál era mi sitio en un escenario. Durante aquel curso no pensé en Paula ni en el poema de Gabriel Ferrater ni en aquel edificio frío como un hospital que es el Institut del Teatre. Me divertí, me reí mucho, no sé si aprendí algo. Allí volvió a aparecer Robert, el amigo de Pablo del campamento: alto y moreno, siempre afeitado y oliendo bien, con pantalones estrechos y bufanda, con la boca inmensa y los dientes blancos y ordenados, y los hombros anchos y la nariz pequeña, y el pelo corto y los ojos negros, y las manos grandes y la lengua atrevida.

Estudiaba Derecho, como es lógico.

Él me acompañaba en moto a todas partes. A él podía explicarle lo que quisiera. Porque me miraba de una manera y me hablaba de una manera que hacían que no necesitara brillar durante un buen rato; no me hacía falta.

Era viernes.

Mi madre iba a pasar fuera el fin de semana, en un seminario de energías telúricas aplicadas a la vida cotidiana. Yo tenía que dormir en casa de Robert, pero este tenía fiebre; la gripe. A veces el desencadenante de nuestras vidas es ridículo y devastador. Si Robert no hubiese cogido aquella gripe, si no hubiese tenido fiebre, no se habría obstinado en acompañarme a casa, y yo:

—Quiero dormir contigo.

—No, Mònica, que te contagiaré. No podemos dormir juntos.

—¡Vengaaa!

—No…

Y entendía lo que me decía, porque notaba que él también se moría de ganas.

—Te acompaño a casa.

Robert era tan perfecto que a veces se pasaba.

—No, no hace falta, cogeré el metro.

—No me importa acompañarte.

—Si no puedo dormir contigo, no puedes acompañarme en moto a casa, ¿de acuerdo?

Quizá si me hubiera acompañado, el tiempo no habría jugado a mi favor.

Nos despedimos en el rellano de la escalera. Bajo a la calle. Hacia el metro. Tres paradas. Un transbordo. Cinco paradas. Después camino hasta casa. Saco las llaves. Abro. Espero el ascensor. Tarda porque está arriba de todo. Subo. Me quito los auriculares. Cierro la puerta del ascensor. La llave en la cerradura de casa. Abro la puerta. Un ruido raro. La voz de mi padre que susurra algo. Podría haber reaccionado yendo derecha a la habitación sin pasar a verlo, pero me acerco para darle las buenas noches y me encuentro a Sara, la triple A, en bragas en la cama, mientras mi padre, medio desnudo, intenta disimular.

—Papá, eres un hijo de puta.

Buenas noches.