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Iba cada verano y cada verano decía que sería el último. Pero cuando llegabas, te impresionaba el cielo azul eléctrico, los picos nevados de las montañas en el mes de julio y el olor a hierba mojada, el agua helada del río y hacer pis agachada entre dos troncos contemplando la puesta de sol, y por la noche tantas estrellas que parecía imposible.
Los campamentos son una sociedad en miniatura. Responden a los mismos estímulos, tienen las mismas virtudes y los mismos defectos. Un responsable —la autoridad— y unos monitores —los intermediarios— que distribuyen el poder y marcan los horarios. Los mismos prejuicios, los mismos miedos… y también buenas personas, pero todo a pequeña escala. Y es más perverso, porque las grandes comunidades esconden la mediocridad entre la gente, en medio de la rutina, en la más estricta intimidad, pero allí, en aquel kilómetro cuadrado, entre aquellos doscientos individuos, todos sabíamos los defectos de uno y las mentiras del otro. Además, resulta complicado entrar en una dinámica ya empezada, y en mi caso más todavía porque me sentía sola.
Estaba sola.
Sara, después de bajar del coche y despedirse de mi padre, dos besos largos en las mejillas, echó a correr y desapareció entre las tiendas. Para mí se convirtió en un fantasma, y no la volví a ver. Me esperaban Clara y Manu.
Clara siempre riendo, muy loca, y fuerte como un rinoceronte. Hacía judo y le gustaba el baloncesto, se sabía de memoria todos los jugadores de la NBA. Y Manu, canijo y con gafas, siempre riendo, aspirante al récord Guinness de la barba adolescente más larga del mundo. Suerte que estaban ellos, porque si no aquel infierno de verano, aquel infierno de campamento, habría acabado todavía peor.
La noche antes, una ventolera había arrancado el entoldado que cubría la cocina y se lo había llevado volando hasta el río. Los intendentes, críos de dieciséis a dieciocho años, con la cara llena de granos y motivados como fanáticos, recogían todo lo que se había llevado el viento y hacían inventario por si faltaba algo.
Llegamos a mediodía —después de un montón de curvas y de perdernos—, y a primera hora de la tarde el cielo ya se cubría de nubarrones densos que auguraban tormenta. Menuda mierda. Huir de Barcelona para acabar atrapada en una tienda de campaña con una panda de chicas cuyas únicas preocupaciones eran que no les bajara la regla coincidiendo con la ruta y si Pablo tenía novia o no, he ahí el dilema.
El horario del campamento era tan estricto que no dejaba cabida a la improvisación, a que pasaran cosas. A las ocho el responsable silbaba y teníamos que ir corriendo a formar. Todos en círculo, con el fular bien puesto. Luego venían los gritos de colla. La colla era la célula más pequeña, la sociedad primera, la familia. Como mi agrupación era religiosa, los niños con los niños y las niñas con las niñas. Los gritos de colla solían ser unas rimas lamentables. ¡La colla de Ruth llega antes que tú! (rima asonante). ¡La colla de los bandoleros somos siempre los primeros! (rima consonante). La colla de las que no hemos entrado en el Institut del Teatre, la colla de los desgraciados, la colla de los fanáticos, la colla de los que nos cagamos en todo, la colla… (nunca había sitio para la imaginación). Después de la primera revista, hacíamos deporte. Los chicos con los chicos, las chicas con las chicas. Ellos seguían el tópico machista de la fuerza bruta; nosotras, deportes más «suaves». Era vergonzoso pero, ahí dentro, de lo más normal. Después, higiene. Después, desayuno. Después, ordenar las tiendas. Después, oración. ¿Oración? Sí, después oración. Después, la actividad de la mañana. Como yo había llegado más tarde y no era monitora, me metieron en un grupo de intendencia.
—¿Quieres cocina o intendencia?
—Intendencia.
—Te lo pasarás de puta madre.
—Seguro…
Montábamos letrinas y mesas, cavábamos, tensábamos cuerdas, íbamos a descargar la furgo, preparábamos la leña para la hoguera de la noche. En esta zona no puede encenderse fuego, ¿entendido? Entendido. Nosotros, saltándonos las leyes de los forestales, prendíamos fuego. La palabra de Dios no nos iluminaba suficiente. A mí me gustaba mi trabajo porque podía ir a mi aire y hablar con Manu y Clara. Contarnos cómo veíamos la vida, renegar de los padres, insultar a alguien del campamento, reír de cualquier chorrada. A veces te encontrabas con gente que miraba el mundo desde tu punto de vista, es cierto, pero lo que más me fascinaba de ellos era la bondad; tenían una bondad que yo perdí años más tarde a golpe de cinismo y decepciones.
Después de la ventolera, vino la lluvia del primer día.
Y me encarcelaron en la tienda. No estaban ni Clara ni Manu para pasar el rato. Y aquellas estúpidas, mientras se acercaba el diluvio universal, seguían hablando de si Pablo aquella noche haría vivac.
La lluvia de campamento nunca es discreta. Es una lluvia salvaje que te recuerda que allí tu cobertura, tú civilización, son un chiste, una migaja. Y el repiqueteo constante sobre la tienda sonaba como una amenaza.
De improviso, apareció Robert, el típico crío que quería ser abogado y siempre estaba moreno, el mejor amigo de Pablo, y abrió la cremallera de un tirón.
—A la colla de los pequeños se les ha inundado la tienda.
—¿Cómo? —preguntó una estúpida
—Estaba mal clavada. Se les ha inundado. Tenemos que recolocarlos en otras tiendas. Y necesitamos gente.
—¿Y qué haremos para cenar?
Robert se tragó la respuesta para no herir sensibilidades.
—Cada colla cenará en su tienda. Mònica, tú eres de intendencia, ¿vienes conmigo? —me preguntó, aunque en realidad era una exigencia.
—Llueve mucho. —Era una excusa y sonó todavía peor.
—No me jodas —replicó burlón—. ¡Venga, hostia! ¡Vamos!
Me tiró del brazo y salí de la tienda sin impermeable y con una deportiva agujereada. Llovía tanto que a duras penas se veía a dos metros de distancia. Era una cortina de agua. Chof, chof. Los pies empapados. Me cagué en todo no sé cuántas veces. Con lo bien que hubiese estado yo en aquel momento memorizando fragmentos de Shakespeare en vez de acompañando a mocosos malcriados a las tiendas de sus hermanos mayores, más malcriados que ellos, para después empezar a montar de nuevo su tienda inundada.
—Ponte impermeable.
—No tengo.
—Acabarás con un buen constipado —me avisó Robert.
Y tenía toda la razón.
No sé cuánto tiempo pasé clavando y tensando… Se hizo de noche. La lluvia amainó. Era más fina, pero calaba igual. No cené; Manu me llevó un pedazo de pan con un trozo de fuet, pero no tenía hambre. Me picaba la garganta. Cuando llegué a mi tienda, me desnudé —temblaba de frío— y me metí dentro del saco, deseando que fuera un agujero negro y que, por arte de magia, por alguna extraña conjunción física, apareciese en la cama de mi casa, junto al calor de mi madre y su zumo de jengibre.
A la mañana siguiente me desperté con treinta y ocho de fiebre. Me dolía hasta el último hueso y el último músculo, me picaban los ojos y me ardía la cabeza.
Ninguna de las estúpidas me dijo nada cuando sonó el silbato, se despertaron y salieron corriendo. Después, un rato de paz. Y, de pronto, el responsable gritaba mi nombre. ¡Mònica! ¡Mònica! Se hizo un silencio espeso que me señalaba.
El toldo de la cocina, aquella noche, había vuelto a salir volando más allá del río.