20
Llegué a casa de mi madre lo antes que pude. Hacía tantos meses que estaba centrada en mí, en el Institut y el trabajo, que apenas había prestado atención a mis padres. Estaban, sí, pero lejos, personajes secundarios de mi historia. El centro del universo era un escenario. Era mi ego camuflado de mil excusas. A veces, cuando te pegan una hostia, una de verdad, te das cuenta de que solo nos quejamos porque somos unos malcriados.
Y yo lo era.
Abrí la puerta. Y estaban los dos sentados uno delante del otro, en silencio. Con dos tazas de café vacías y las persianas bajadas. Ni música de fondo, ni la televisión encendida…
Desde que mi padre había hecho las maletas una noche y había bajado las escaleras despotricando contra mi madre y contra mí, no los había vuelto a ver juntos. Se me hacía raro. Era una fotografía en blanco y negro. Para mí, dos realidades paralelas que ya no se encontrarían más. De no haber sido por el ambiente lúgubre que se respiraba en el comedor de casa, un aire cargado, espeso, verlos allí me hubiera despertado un ramalazo de la infancia. ¿Y si de pronto se lo habían pensado y mi madre había perdonado a mi padre? Aunque yo no quería que lo perdonase. Se había comportado como el imbécil más grande de la península y a veces perdonar solo es recular y no limpiar.
¿Y si solo querían darme una sorpresa? ¿Una buena noticia?
Mi padre se levantó y me abrazó. No sentí nada.
—¿Quieres un café?
—Son las diez de la noche.
—¿Quieres tomar algo?
—No…
Mi madre tenía los ojos llorosos. Rojos de tanto llorar. Con un pañuelo de papel se secaba la boca y se limpiaba la nariz. Tenía las piernas cruzadas e iba en pijama. Antes de que mi padre entrase en la cocina, quería saberlo:
—¿Qué pasa?
Los miré. Mi madre parecía desfallecer a ojos vistas. Mi padre, con un aire pesado, como si todo le costase mucho, me hizo sentar en el sofá con ella. De forma instintiva, me agarró la mano. Había un sobre marrón encima de la mesa. Eran documentos médicos. Intuí que se trataba de pruebas o resultados.
—Hemos ido al médico.
—¿Juntos?
—He acompañado —matizó mi padre— a tu madre al médico. A hacerle unas pruebas. Me lo pidió ella.
—¿Unas pruebas de qué? —No soportaba que me dosificaran la información.
—No han salido bien. Mamá está enferma.
—¿Enferma?
—Tengo cáncer —dijo ella con un hilo de voz.
Cáncer.
Las dos sílabas más implacables. Cán-cer. El resto es silencio. Apreté con fuerza la mano de mi madre. Intentando decirle: «Oye, no sufras, estoy aquí». Pero sufría. Mucho. ¿Qué cáncer? ¿Estaba muy avanzado? ¿Qué significaba todo aquello? Tenía mil preguntas en la cabeza… pero no podía hablar, todavía tenía dentro aquellas dos sílabas: Cán-cer. Cán-cer. Cán-cer. Cán-cer.
—Es un tumor en el páncreas.
—¿En el páncreas?
¿Para qué cojones servía el páncreas?
—Es muy grave —aclaró mi madre, como si de golpe quisiera justificar la existencia de un órgano glandular que no nos había importado lo más mínimo durante años.
No quería pronunciar la palabra.
—¿En el páncreas?
Respondieron los dos a la vez.
—Sí.
Aquella noche no me lo quisieron confesar, pero el cáncer de mi madre era terminal. Y la pobre, que tantas plantas, tantas energías, tantas flores y tantas estrellas la habían guiado hasta el absurdo, ahora se ponía en manos de la química, de la ciencia de verdad. Ya no servirían ni las putas flores de Bach ni las energías de vete a saber quién. Supongo que cuando la muerte te mira directamente a los ojos, sin filtros ni excusas, cuando tomas consciencia de que desaparecerás, de que tu cuerpo acabará bajo tierra y no volverás a ver ni a tu hija ni a tus amigas ni nada de lo que tus ojos han visto durante sesenta años, las estrellas dejan de guiarte y las flores solo decoran los centros de comedor.
No pregunté nada más.
Ninguno de los tres tenía ganas de hablar. Se trataba de hacernos compañía. De estar ahí, callados, tal vez. Juntos. Me levanté y puse un poco de música. El silencio me horrorizaba. Buscaba algo alegre, que les hiciera sonreír. Teníamos un estante entero de cedés. Le gustaba conservarlos. Clasificados por años y grupos. A ver… Este: Enemigos de lo ajeno. Un disco de El último de la fila que a mi madre le encantaba.
¿Dónde estabas entonces cuando tanto te necesité?
Nadie es mejor que nadie pero tú creíste vencer.
Si lloré ante tu puerta de nada sirvió.
Barras de bar, vertederos de amor…
os enseñé mi trocito peor,
retales de mi vida,
fotos a contraluz.
Me siento hoy como un halcón
herido por las flechas de la incertidumbre.
Mi madre se rio. Y se quedó cantando la canción mientras mi padre recogía las tazas de café y fregaba los platos. La risa se le mezclaba con el llanto. Yo también lloré. Y nos abrazamos. De pronto, nos queríamos tanto que dábamos un poco de asco.
La música subía y nos íbamos animando.
«Me corto el pelo una y otra vez…».
—Como yo, que me quedaré calva de la quimio.
—Venga, calla…
Nos levantamos, eufóricas.
«Dame mi alma y déjame en paz…».
Y cuando llegó el estribillo, gritamos:
«Me siento hoy como un halcón
herido por las flechas de la incertidumbre».
—¡Vuelve a ponerla!
¡Y vuelta a empezar!
«¿Dónde estabas entonces cuando tanto te necesité?».
La repetimos diez veces. Una más. Y otra. Mi padre se encerró en la cocina y solo asomó la cabeza un momento para mirarnos, dos locas que saltaban encima de los cojines mientras la guitarra de Quimi Portet y la voz de Manolo García atronaban por todo el piso y hacían vibrar los cristales.
—Que vengan los vecinos —dijo mi madre—. ¡Que se apunten a la fiesta!
Cuando nos desplomamos exhaustas en el sofá, volvió el silencio. Nos dio un ataque de risa que se mezcló con un llanto feroz.
Después, mi padre intentó consolarnos y se despidió con dos besos a cada una. Nos quedamos solas. Quizá tendría que haberle dicho que le quería mucho. Le preparé un té.
—No, no quiero…
—¿Cómo? —Mi madre no había renegado nunca de los tés.
—Le he pedido a tu padre que me trajera unas pastillas…, están encima de la mesa…
Habíamos dejado las flores y dábamos la bienvenida al mundo real.
Ella se fue a dormir, y yo —no podía hacer otra cosa— me puse a navegar por internet. Escribí en Google: tumor y páncreas. Me entró tal ansiedad que corrí al baño y vomité.
Tumor y páncreas.