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He cometido un error profesional. Grave; gravísimo. Como para que me metan una querella por mal investigador. En cambio, he ejecutado una jugada maestra de la seducción y la autoexcitación sexual. He hecho sentarse al chico en el círculo con el resto de la compañía de Medea en el teatro Romea. Le he preguntado quién es:

—Andy Barrera. Formo parte de la compañía. Me encargo del vestuario y el maquillaje.

—Ah.

A ver. No puede ser que siempre parezca que los peluqueros son todos gays. La mayoría no lo son, pero la vida es como la literatura: parece que todo sea mentira, pero podría ser verdad. Y este Andy lo es: peluquero y con una pluma que parece Caponata.

Sus compañeros se lo quedan mirando. Hoy lleva camiseta negra, camisa a cuadros abierta, chaqueta y unos vaqueros con pinta de agotados.

—Vamos a hacer una cosa. Veo que estáis hechos polvo. Supongo que eso de estar dos horas en un escenario cansa mucho.

—Sí. Y mañana sesión doble —dice Joan recalcando el cansancio.

—Pues me mantengo en contacto con vosotros. Os dejo esta tarjeta con el móvil y el teléfono del despacho. Al móvil enviadme vuestro número con un whatsapp o un mensaje de Telegram o un SMS con vuestro nombre y apellido, y así nos tenemos controlados. Cualquier cosa que penséis que puede resultar útil para la investigación me la comunicáis con un mensaje. Sin miedo. Aunque os parezca una tontería. Muchas veces, de las pequeñas barbaridades surgen resoluciones enormes.

Reparto tarjetas y veo que hay unos cuantos que toman nota, teclean y, al cabo de pocos segundos, me empieza a vibrar el móvil.

—¿Y contigo, Andy, podemos quedar mañana por la mañana? —Aquí empieza el problema y la solución. Aplazo el trabajo hasta mañana para tener un vis a vis con este regalo del cielo.

Andy me indica que sí con la cabeza.

—Pues a mediodía en el Velódromo. ¿Va bien?

—¿Dónde está eso?

Qué barcelonés tan inculto. ¡No saber dónde para el Velódromo!

—En Muntaner, casi con la avenida Diagonal.

—De acuerdo.

—Solo unas preguntas rápidas, Andy. ¿Viste salir a Paula?

—No. Pero siempre se iba a la misma hora.

—¿Cuándo?

—Como ahora, poco más o menos.

—¿Las once y media de la noche?

—Sí, supongo. Como cualquier otra noche de función.

—¿Por dónde acostumbraba a salir?

Pone cara de contestar que por donde sale todo el mundo, por la puerta, pero responde con menos mala leche de la que me esperaba.

—Supongo que por un lateral. Si hubiera pasado por aquí la hubiéramos visto.

—¿Nunca se despedía?

—No. Nunca.

—Nada más.

—Nada más.

—De acuerdo. Mañana al mediodía en el Velódromo. Cualquier problema, me llamas.

Me despido del resto de la compañía. Se levantan todos de la mesa del bar y observo que, entre la docena de mensajes que tengo en el móvil, la mayoría de los cuales me han enviado las personas que ahora se van, hay uno del comisario Pérez Navarro.

Llámame cuando puedas.

Miro su «última conexión» al whatsapp. Hace catorce minutos.

Duermes?

Lo envío sabiendo que es imposible porque no es ni medianoche.

Al cabo de pocos segundos, suena mi teléfono. Es él. Siempre atento, siempre agradable, siempre trabajando. A todas horas a su servicio, como los cajeros de La Caixa.

—Hola, Albert.

—¿Cómo va, comisario? Ahora salgo del teatro.

—¿Alguna novedad?

—Nadie la vio salir, pero hay uno que me puede dar información. El resto, inservibles, me temo. ¿Y tú?

—La confirmación.

—¿Qué confirmación?

—Cianuro de potasio y neostigmina mezclados con alguna sustancia más que mañana o la semana que viene acabaremos de saber. Cóctel mortal.

—Confirmado el envenenamiento.

—Del todo.

—Vaya. Tienes que hacerme otro favor, comisario. Mañana te enviaré un objeto para que compares las huellas con las que habéis encontrado en el puesto de Fidel en la Boquería.

—Mándamelo mañana a primera hora por correo urgente y en veinticuatro horas tendrás el resultado. ¿Qué objeto es? —pregunta con inteligencia Pérez Navarro.

—Un vaso.

—¿Un vaso?

—Sí. Un vaso de agua que ha usado una tal Mònica, la encargada de vestuario de la obra. Estaba nerviosa cuando he hablado con ella, muy poco creíble. No ha dicho nada interesante. Mientras que los demás hablaban como si tal cosa, ella no formaba parte del paisaje. No seguía el hilo, me miraba mucho y, cada vez que cruzábamos la mirada, bajaba la cabeza. No es nada científico, es intuición. Del resto de la compañía, apostaría a que tienen poco que ver, y mira que todos la veían cada noche, pero las coartadas son verosímiles.