Capítulo 10
Cuénteme algo
―¿Está despierto?
―Entra usted como un elefante en una cacharrería, imposible no estar despierto.
―Lo siento.
―No pasa nada. Esa sopa huele muy bien, creo que tengo hambre.
―¿Le ayudo?
―¿Se refiere a que si me la da usted misma como a un niño de dos años? Es tentador, pero permítame que decline su invitación.
―Ojalá no fuera tan orgulloso.
―Y usted tan pertinaz.
―Ojalá no hablara como un auténtico esnob.
―Y ojalá usted me dejara en paz.
*****
―Páseme el iPad, señorita Nesterenko, tengo mucho trabajo atrasado.
―Nada de trabajo, ya lo sabe. Órdenes del médico.
―Páseme el iPad y, si pregunta el doctor Malone, dígale que solo he tocado la tablet para jugar al CandyCrush.
―¿En serio? ¿Qué tiene usted? ¿Ocho años?
―No, tengo varicela, y un aburrimiento mortal, y trabajo atrasado, y a usted. No sé cuál de las cuatro cosas es peor.
―Es solo el primer día, no le digo nada de todo lo que le queda. Sea bueno y duerma un poco, ande, que no le vendrá mal y seguro que se despierta de mejor humor.
*****
―Voy a bajar a darle un paseo a Wagner. Si me necesita, llámeme.
―Cuide de mi pequeño. Es el heredero de todo mi imperio y no soportaría que nada malo le sucediese.
―No se preocupe, señor Coleman, me paga demasiado bien como para descuidar a su perro. Además, me cae bastante mejor que usted. Es mi único aliado en esta casa.
―Me fascina lo encantadora que es a veces. No sé cómo he podido vivir tantos años sin usted.
―Pues no se acostumbre. Me iré pronto.
*****
―¿Señorita Nesterenko?
―¿Qué quiere ahora?
―Ya que se ha autoproclamado mi enfermera, es hora de cuidar de mi alma, además de lo que está haciendo por mi cuerpo.
―Como siempre, se explica usted como un libro abierto.
―Lea algo para mí, baile una danza ucraniana, cuénteme algo. Por Dios, sáqueme de este aburrimiento mortal y deme solaz.
―Con una condición.
―Faltaría más, si aceptara a la primera, explosionarían los cuerpos celestes. ¿Qué quiere como pago por sus atenciones?
―A cambio debe hablar como una persona normal. Quiero pasar el rato junto a alguien que no se haya empollado el diccionario.
―No soy tan pedante como usted me pinta.
―No, creo que en realidad lo es mucho más.
―Se lo prometo si usted me cuenta una historia que merezca la pena.
―¿Una historia? Yo que pretendía bailarle un jopak3.
―No se corte.
―No hay suficiente espacio en esta habitación para tanto salto y acrobacia.
―Ahora me deja con las ganas de verla danzar al estilo ucraniano.
―No desespere, quizá algún día encontremos el espacio necesario.
*****
―¿Y mi historia? Prometió contarme una esta mañana a cambio de rebajar mi vocabulario a un nivel adecuado para todos los oyentes. ¿No le parece que lo estoy consiguiendo? Quiero mi historia.
―No tengo ninguna historia interesante que contarle.
―Seguro que alguna cosa que le ha pasado es digna de este momento.
―Le aseguro que mi vida es muy aburrida.
―¿Y no sabe ningún cuento o leyenda? Creí que en su país eran muy de mitos.
―Hace media vida que dejé mi país.
―Pues cuénteme por qué se fue.
―Eso es privado y, además, tampoco tiene nada de interesante.
―Nos quedamos sin opciones.
―Cuénteme usted algo a mí.
―Le propongo un juego. Yo le cuento algo verdadero y algo falso sobre mí en la misma frase, y usted debe adivinar cuál es cuál. Luego, prueba usted a ver si yo puedo deducir su mentira y su verdad.
―De acuerdo. No parece complicado.
―No lo es. Veamos… a ver dónde cree que está la mentira: yo presenté a mi padre y mi madrastra, porque antes de que se fijara en él, ella era mi novia.
―Esa es fácil. No se olvide de que lo he googleado y lo sé todo sobre usted. Sé que antes de ser la señora Coleman, Fanny Sullivan salió con usted. Ella era una modelo bastante cotizada entonces, salieron en las revistas varias veces. Así que deduzco que la mentira es que usted los presentó.
―¿Se sabe todos los nombres de las mujeres con las que he salido?
―No intente distraerme para no concederme la victoria.
―Ha ganado, señorita Nesterenko. Los presentó la profesora de yoga de Fanny en una recaudación de fondos. Aunque no puede negarse que el tema de conversación con el que iniciaron su romance tuve que ser yo.
―Su humor me deja sin palabras. Es usted un auténtico showman.
―Ahora no intente desviar la atención usted. Es su turno: su mentira y su verdad en una sola frase.
―Está bien. Hasta los quince años viví en un circo con mis siete hermanos varones.
―Déjeme pensar… desde luego, es usted muy original. Pero creo que es fácil, le pega el papel de princesa custodiada por siete espadas defensoras. Apuesto a que es usted la orgullosa hermana de siete apuestos jóvenes que dejó con pesar en su país natal.
―Pues parece que le he ganado. Me crie en un circo, por novelesco que suene.
―¡Bromea! ¡Dios! tiene usted que contármelo todo. No se deje los detalles jugosos.
―Este juego es una estupidez.
―¿Adónde va, señorita Nesterenko?
―Tengo cosas que hacer.
―No puede dejarme así, cuénteme sus historias del circo. ¿No decía que no tenía nada interesante que contar?
―Adiós, señor Coleman.
―No me deje así. Soy su jefe, le ordeno que deje lo que sea que va a hacer en mi casa y se siente a contarme más sobre ese circo.
―…
―¿Señorita Nesterenko?
―…
―¿Hola?
―…
―Vuelva…
―...
―Pero qué cruel puede llegar a ser…
*****
―Anoche se fue y me dejó a medias.
―Estoy segura de que es la primera vez que tiene que pronunciar esa frase.
―Mmmmm… probablemente tenga razón. No es usted una buena persona. A los enfermos críticos se les debe procurar cuidados y atenciones, no dejarlos así.
―Seguro que no fue para tanto.
―¿Adónde va tan abrigada? ¿Me abandona?
―Salgo un par de horas. Hoy es domingo, mi día libre ¿Recuerda?
―¿Por qué?
―Porque usted estuvo de acuerdo y accedió a no privarme de los domingos al contratarme.
―No, me refiero a por qué se va solo un par de horas si es su día libre. Vaya a su casa, descanse de mí y de mi arrogancia.
―No podría hacerle eso a la pobre Hanna. Me temo que tengo que cargar con usted hasta que esté lo suficientemente fuerte. El peligro de un ataque respiratorio no ha pasado. ¿Tiene a mano el Salbutamol?
―No voy a morirme en su ausencia.
―No, pero podría acabar en el hospital. ¿Tiene a mano el Salbutamol?
―Lo tengo justo aquí. No se preocupe. Por cierto, ¿adónde va los domingos?
―No es de su incumbencia.
―Tenía que intentarlo.
―Descanse, señor Coleman.
―Disfrute, señorita Nesterenko.
*****
―Le han salido más puntos rojos desde esta mañana. No se los rasque o le quedarán unas marcas horribles en esa cara de anuncio.
―Ha vuelto pronto.
―He ido cerca.
―Trae un color precioso en las mejillas. ¿Ha estado corriendo?
―No.
―No va a soltar prenda, ¿verdad?
―¿Ha dormido un rato?
―Sí, y he soñado con usted, con una versión más dulce y menos hermética, que me trataba bien y me contaba cosas.
―Qué pena que se haya despertado entonces.
―Desde luego.
―Voy a traerle algo ligero para comer.
―¿Ha nevado ya?
―No, la nieve sigue haciéndose de rogar.
―Igualita que usted.
*****
―¿Le pica?
―No es nada que no pueda aguantar.
―¿Quiere un antihistamínico?
―Quiero una tumbona en una playa de Brasil con el sol sobre mi cuerpo en lugar de esta pesadilla, pero como no tengo opción, creo que no le diré que no…
*****
―Como no quiere contestar a mis preguntas… ¿qué le parece si yo contesto a las suyas? ¿No hay nada que quiera saber de mí?
―¿De qué me serviría eso? ¿Es que pretende que seamos amigos?
―Bueno, pues tampoco estaría mal, llevamos ya algunos días viéndonos a todas horas. Venga, pregunte…
―¿Lo que quiera?
―Lo que más le apetezca saber de mí. Carta blanca, pregunte lo que más curiosidad le provoque y yo se lo contestaré.
―¿Lo promete?
―Lo prometo. Incluso contestaré cuestiones escabrosas. Venga, pregunte lo que más ganas tenga de saber sobre mi persona.
―De acuerdo. Tengo una.
―Esperemos que sea buena.
―Lo es.
―Adelante.
―¿Qué significa la J de su nombre? Ya sabe, en Saul J. Coleman.
―…
―¿Es una pregunta difícil?
―No. ¡No! Solo que me ha dejado usted anonadado. De todo lo que podría usted preguntar… ¿se interesa por mi segundo nombre?
―Tengo esa duda desde que lo conocí. No sabía que era necesario hacer una pregunta escabrosa.
―Nunca deja usted de sorprenderme, señorita Nesterenko.
―Espero que eso no sea nada malo.
―No, no lo es. Créame.
―¿Y bien?
―Sí, sí, claro. La jota de mi nombre es la inicial de Jacob.
―Vaya…
―¿Decepcionada?
―Un poco. Me esperaba algo grandilocuente. Algo como Jeremiah, Jefferson, Jebediah…
―Ha leído demasiado a Henry James y a las Brönte, me parece a mí.
―Sí, quizá tenga razón.
*****
―¿No quiere visitas?
―¿Por qué lo pregunta?
―Porque desde hace unos días solo estamos usted y yo, y Hanna ocasionalmente. Nadie ha venido a verlo, ¿no tiene amigos o no los quiere cerca?
―No le voy contando a la gente que tengo varicela. Es casi vergonzoso tener varicela a los treinta y siete años.
―¿Ni siquiera quiere decírselo a su familia? ¿Ni siquiera a la chica del tiempo? Pensé que a una novia se le contaban esas cosas.
―Nomi no es mi novia.
―No dice lo mismo el Vanity Fair.
―Es divertido jugar con las revistas y hacerles creer cosas. Lo llevo haciendo veinte años.
―¿Quiere decir que todas esas mujeres no eran sus novias?
―Desde luego no todas lo han sido.
―No lo entiendo. ¿Ha tenido alguna novia de verdad?
―Claro. Alguna, tengo casi cuarenta años, por el amor de Dios. ¿Cuántos novios ha tenido usted?
―Ninguno.
―No me lo creo.
―Nunca he salido con ningún hombre. No me van esas cosas.
―¿Es usted lesbiana?
―No, pero tampoco quiero nada con ningún hombre.
―No me diga que es virgen.
―No soy virgen, aunque eso no es de su incumbencia en absoluto.
―Entonces es usted una especie de monja.
―Tampoco, pero si me pregunta, carezco de orientación sexual. No me interesan las citas.
―Eso es imposible. Creo que me voy a tomar como un reto personal invitarla a salir para que sepa lo que es una cita.
―Perdería el tiempo porque jamás saldría con usted. Y no puede proponérmelo, recuerde la cláusula que incluyó en nuestro contrato.
―Con lo fácil que es romper un trozo de papel.
―Estaría rompiendo mucho más que eso. Prometió que no habría ningún intento de intimar conmigo, y yo no soy su tipo, ¿recuerda? Usted mismo lo dijo.
―Eso era antes de saber la caja de sorpresas que en realidad es. Cuando me recupere, libere un día en su agenda. Vendrá conmigo a cenar y sabrá lo que es una cita.
―Antes prefiero comerme el papel en el que está escrito nuestro contrato.
―Como usted quiera, pero no gana nada comportándose como una monja. No sabe lo que se está perdiendo.
―Sé exactamente lo que me estoy perdiendo y, créame, no siento ninguna pena. Y ahora descanse, es hora de dormir la sienta.
*****
―El doctor Malone estará aquí en diez minutos para examinarle.
―Tenemos tiempo entonces.
―¿Tiempo para qué?
―Para que me cuente cosas… necesito saberlas, vivo intrigado por su culpa. Nació en la misma ciudad donde pocos meses después estalló el reactor nuclear de Chernóbil, se crio en un circo, llegó a América a los quince años y oculta la razón por la que dejó su país, quiere ayudar a los demás y crear una asociación misteriosa de la que nunca me habla…
―Lo mejor para una mujer es guardarse las historias y hacerse precisamente eso, la misteriosa.
―Venga, cuénteme algo, lo menos íntimo, lo que más fácil le resulte.
―Está bien. Le hablaré de la asociación que estamos creando, pero luego me dejará en paz y no me preguntará más cosas. Yo no le estoy todo el día interrogando.
―Es que yo soy muy curioso.
―Pues escuche, porque no tendrá muchas más oportunidades de hacerme hablar.
―Soy todo oídos.
―Hace años que tengo en mente crear algo que ayude a los niños que viven en casas de acogida a integrarse más y a tener una mente mucho más abierta. Consiste en ponerles en contacto con otro colectivo en una situación parecida a la suya y hacer terapia a través de las necesidades de ambos.
―¿Qué otro colectivo?
―Perros… perros abandonados. Los que malviven en las perreras o en los refugios. Los que no reciben amor porque son cada vez más y sus cuidadores no dan abasto. Creo que ayudarían a los niños a adaptarse y se darían amor mutuamente.
―Es un proyecto precioso. Ojalá lo lleve a cabo.
―No es fácil. Hay mucha burocracia que salvar y hace falta dinero, como en todo.
―¿Trabaja sola?
―Tengo un socio, Knox Vázquez. Ha salido en una peli de Van Damme y en anuncios, igual le suena su cara.
―Desde luego, su nombre no me suena.
―No le suena a casi nadie. Pobrecillo.
―¿Y cómo va a llamar a su proyecto?
―2gether2.
―Es original. Como la idea. Tendrá éxito, seguro.
―De momento no le interesa a nadie.
―A mí me interesa.
―No, no le interesa. No quiero su caridad. Olvídese del asunto.
―¿Es capaz de anteponer su orgullo por delante de lo mucho que podría beneficiar a su proyecto de llevarse a cabo?
―No es cuestión de orgullo. Tenemos ideas para recaudar fondos, no necesitamos un cheque de Saul J. Coleman para salvar el día.
―Como quiera, respetaré su deseo, pero, si me lo permite, me parece que es una actitud un tanto estúpida.
―Me importa un bledo lo que a usted le parezca.
―Creo que llaman a la puerta.
―Iré a buscar al doctor Malone.
*****
―Ya ha oído al doctor. Menos hablar y más descanso.
―Eso significa que tendrá que hablar más usted, mientras yo la escucho.
―Ni lo sueñe. Eso significa que debería descansar, sin mí, sin nadie. El riesgo de crisis respiratoria sigue ahí. El doctor ha dicho que la auscultación no es buena todavía. No bajemos la guardia ahora.
―Llevo aquí metido cuatro días. Creo que ya me estoy curando.
―Va a resultar que sabe más que el médico, qué cosas… hágame caso y cállese de una vez. Yo le leeré, ¿le parece bien?
―Mientras no sea una revista del corazón…
―¿Por quién me ha tomado?
―Vale. ¿Qué tiene pensado leerme?
―Esto. El paciente inglés de Michael Ondaatje.
―Suena un poco rollo.
―Y de los dos, es usted el editor literario. Increíble.
―Está bien, me fío de su criterio. Empiece.
―«Se puso de pie en el jardín en el que había estado trabajando y miró a lo lejos. Había notado un cambio en el tiempo. Se había vuelto a levantar viento, voluta sonora en el aire, y los altos cipreses oscilaban. Se volvió y subió la cuesta hacia la casa, trepó una pared baja y sintió las primeras gotas de lluvia en sus desnudos brazos. Cruzó el pórtico y entró rápida en la casa...»
*****
―Entiendo por qué quiere ser asistente social. Es buena ayudando a la gente.
―A usted no le estoy ayudando. Me paga mil doscientos dólares a la semana, no lo olvide.
―No se haga la dura. Sabe que está aquí porque quiere y no porque deba.
―Estoy aquí porque gracias a usted no tengo más trabajos a los que ir, además de que no hay nadie en mi casa y me aburro, y esta semana no tengo clase. Y porque me paga, sobre todo porque me paga.
―Apuesto a que se autoconvence de ello cada noche para no darme la razón.
―Piense lo que quiera.
―Sabe que podría arreglármelas solo. O con la ayuda de Hanna.
―Usted sí que se autoconvence de eso por las noches, aun sabiendo que es del todo falso.
―Gracias por quedarse, señorita Nesterenko.
―No lo estropee y cállese.
*****
―¿Cuál es la película que más le ha marcado en toda su vida?
―Love Story.
―Apuesto a que esa es su película favorita, pero no la que más huella le ha dejado. Piense un poco… ¿alguna le ha dejado algo más que el mero disfrute de su visionado?
―Deje de hablar como la enciclopedia o me voy.
―Lo siento… pero, insisto, ¿alguna película en especial?
―No.
―No la creo. Piense un poco, haga un esfuerzo.
―Está bien. Fanny y Alexander, de Ingmar Bergman, ¿contento?
―¿Qué pasa con esa película? ¿Qué huella le dejó?
―La vi con ocho o nueve años, un verano en el que me dejaban ya sin vigilancia por las noches y la echaban en un canal de pago. Hay una escena en la que hay un incendio y una mujer mayor muere abrasada, porque se produce mientras ella está dormida. Desde esa noche, nunca pude irme a la cama sin el temor de que a mí también me pasara. Solo dormía tranquila las noches en las que llovía, cuanto más fuerte y durante más tiempo, mejor, porque pensaba que, con el agua, no podría arder nada a mi alrededor. Aún hoy, ya mayor, duermo mucho mejor cuando llueve.
―Los traumas infantiles son más poderosos de lo que creemos, ¿verdad?
―No me diga que usted también tiene fantasmas infantiles.
―¿Quién no los tiene?
―Supongo que nadie se libra. ¿Cuál es su película?
―¿La mía? ¡Karate Kid!
―¿Le marcó Karate Kid?
―¡A toda mi generación! Verá, yo hacía kárate desde que mi padre me apuntó para que aprendiera disciplina y honor, según aseguraba. Aunque también tuvo que ver que el psicólogo les recomendó que me hicieran practicar algún deporte para centrarme y quemar todo el excedente de energía que los estaba volviendo locos. En el verano de mis siete años, justo cuando estaba a punto de conseguir mi cinturón verde, mi madre me llevó con ella a Atlanta, a casa de mis abuelos, a pasar unos días. Allí, en un autocine, en medio de ninguna parte, vi Karate Kid por primera vez. Desde ese momento, me pasé el verano entero lavando los coches de todos los vecinos. Ya sabe “dar cera, pulir cera”, pensando que eso mejoraría mis catas y, por extensión, mi kárate. Nada más lejos de la verdad… seguí igual que todos mis compañeros y eso que todos habíamos visto la película y nos habíamos pasado todo el verano de la misma forma: dando servicio de lavado gratis a todo el que quisiera aprovecharse de los sueños de unos chavales con demasiados pájaros en la cabeza.
―Tuvo una infancia tan normal…
―Sí, nada que ver con la suya y su circo. Mis máximas aventuras consistían en emular películas, salir a buscar a ET o tesoros, como en Los Goonies. Usted veía cine sueco con ocho años y vivía rodeada de leones y trapecistas. Tuvo que ser fabuloso.
―No crea. Lo normal no se valora lo suficiente.
―Lo normal es aburrido.
―Lo normal es seguro.
*****
―¿Recuerda cuando me dejó hacerle la pregunta que quisiera y usted prometió contestarla sin importar el qué?
―Claro. Y también recuerdo que usted desaprovechó una gran oportunidad para preguntar algo realmente interesante.
―Sí. Por eso me preguntaba si me volvería a conceder de nuevo ese poder…
―¡Señorita Nesterenko! ¡Me deja usted de piedra! ¿Qué ha sido de la reservada presencia que me lee y se niega a darme conversaciones sugestivas?
―Olvídelo.
―¿Qué? ¡No, no, no! ¡Ni de coña! ¡Esto es lo mejor de toda la semana, ahora no me libre de saciar su curiosidad! Pero…
―Ya sabía yo que habría un pero…
―Es lo justo, entiéndalo. Pudo haber preguntado algo mucho mejor en lugar de desperdiciar la oportunidad. Sin embargo, lo hace ahora y eso, cuando ya gastó su cupón, tiene un precio. La recarga no es gratis.
―¿Qué es lo que quiere a cambio?
―Yo también quiero mi respuesta. A lo que sea. Sin vetos. Y con sinceridad.
―…
―Venga… es lo justo y lo sabe.
―Está bien.
―Pues pregunte. Empiece usted, que ha sido la instigadora de este jueguecito curioso.
―¿Ha… ha estado enamorado alguna vez?
―Esa es la clase de pregunta que cualquiera hubiera hecho la primera vez. Y, aunque no es usted cualquiera, ha acabado cayendo…
―Es que no soy tan diferente a los demás.
―Sí que lo es, señorita Nesterenko, no se quite méritos ni se subestime o me enfadaré con usted.
―¿Va a contestar?
―Una vez creí que lo estaba. Una vez estuve cerca.
―¿Qué pasó?
―Supongo que… la vida. ¡Qué sé yo! Quizá no era el momento, o yo no estaba dispuesto a sacrificar nada. Creo que fui un ciego y un egoísta, y la perdí por alguien que sí lo dejó todo por ella, que sí la consideró lo más importante de su vida.
―¿Se arrepiente?
―Ahora creo que ya no. Aunque tarde, fui a buscarla y… bueno, vi lo que tenía con el otro tío. Un buen tío, uno que hace que su sonrisa sea más amplia y sus ganas de vivir cada día, como si siempre hubiera algo bonito por lo que dar las gracias, se multipliquen. Lo vi en sus ojos y comprendí que yo nunca lograría hacer que ella pareciera tan feliz. Así que no le dije nada y solo la abracé muy fuerte, como el amigo que siempre voy a ser para ella.
―Suena como si fuera una historia triste.
―No lo es. Ella consiguió muchas cosas de mí sin darme ese amor que sí le da al otro. Me entiende, me quiere tal y como soy, y consigue que sea menos capullo cada día. Aunque usted no lo crea, no lo soy tanto como se imagina.
―Pues lo disimula muy bien.
―Sí, supongo que a veces me coloco la máscara de antes de ella. Esa que hace que a usted no la trate todo lo bien que se merece.
―Tampoco me trata tan mal.
―Sí que lo hago. Por ejemplo, ahora, tras este bonito momento, podría librarla de cumplir la condición del juego. Sin embargo, quiero cobrar mi recompensa por haberme dejado preguntar.
―No esperaba menos de usted.
―Me va conociendo bien.
―¿Qué quiere saber?
―Solo una cosa. ¿Vino de Ucrania escapando de alguien?
―…
―…
―Sí.
―Gracias por su sinceridad. No haré más preguntas, Señoría.
*****
―Señorita Nesterenko, ¿puedo llamarla Diana de una vez?
―Fue usted quien dijo que quería mantener las distancias y los formalismos.
―¿No cree que después de ayudar a levantarme para ir al baño, ofrecerse a darme de comer, llevar al milímetro los horarios de mi medicación y hacerse amiga de mi perro, podemos mandar a la porra los formalismos y las distancias?
―Usted pone las normas.
―Señorita Nesterenko, se lo pregunto de nuevo, ¿puedo llamarla Diana?
―Puede llamarme Diana.
―¿Puedo tutearla?
―Puede tutearme.
―Pues te ruego que tú también lo hagas. Esto está comenzando a sonar bastante ridículo, ¿no crees? Parecemos un capítulo de Dowtown Abbey.
―Estaba pensando justo eso.
―¡Dios! Pero si sabes reírte. ¡Si tienes sentido del humor!
―¡No te burles o te dejaré aquí en medio del capítulo!
―¡No! ¡Necesito saber qué pasa con ese conde esnob y la inglesita! ¡No me puedes…!
―¿Saul? ¿Te encuentras bien?
―…
―¡Dios santo, te estás ahogando!
―…
―¡Saul! ¡Saul! ¡Respira, por favor, toma la mascarilla!
―...
―¡Saul!