III

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a llegada a la Audiencia Nacional permitió al juez Andreu satisfacer en parte las aspiraciones que había gestado en San Sebastián para investigar asuntos vinculados con el terrorismo y la delincuencia organizada. Años atrás había tenido contacto con los jueces de instrucción de ese tribunal y conocía la forma de trabajo de muchos de ellos, sobre todo de Baltasar Garzón, que unos meses antes había ilegalizado a Segi y Askatasuna como herederas de la marca Batasuna, afines a ETA.

Con él trabó especial amistad, y sobre todo con Santiago Pedraz, entonces en la Sala de lo Penal. Los tres formaron un equipo muy sólido de tertulias, lo que de inmediato les generó innumerables críticas. Algún medio de comunicación les identificó como los indomables, adjetivo escrito en el mismo tono peyorativo que años atrás había dedicado a un grupo de fiscales de ese tribunal.

A pesar de la amistad reconocida de los tres jueces, Andreu asegura que nunca adoptaron posturas comunes frente a los casos que les llegaban, por ejemplo en materia de terrorismo o delincuencia económica. «Parece mentira que siendo solo seis jueces nos tratemos tan poco», reflexiona apenado. Es la soledad endémica del juez, que a Fernando Andreu le ha servido para abrir los ojos y observar con recelo las reacciones o la solidaridad de los demás cuando los tiempos corren revueltos. Eso le ha permitido mantener dentro del tribunal una fama intachable. Sus colaboradores le definen como un juez trabajador que lleva el juzgado al día, respetuoso tanto con sus compañeros como con los funcionarios, escrupuloso y muy legalista, demasiado para algunos, en el trato con los investigados.

Trece años después de cruzar por vez primera las puertas de la calle García Gutiérrez como juez central de instrucción, Andreu es muy crítico y pesimista sobre el futuro del tribunal al que pertenece: «Creo que está siendo utilizado mediante un criterio de oportunidad según cuáles sean los problemas que acucian a la sociedad en cada momento: corrupción, delitos económicos, terrorismo, crimen organizado..., y no se han llegado a sentar unos parámetros claros que definan su ámbito de actuación; esto es muy peligroso, pues se manejan unos límites muy difusos y se corre el riesgo de que se pueda acabar eligiendo tribunal para determinados asuntos. A mi juicio, el futuro de la Audiencia Nacional pasa por establecer y definir claramente qué tipo de delitos deben ser de su competencia y qué criterios deben aplicarse para que un asunto sea enjuiciado en ella».

No es el primero en detectar que el buque insignia del Poder Judicial va a la deriva, y lo dice con gesto que denota que sus comentarios llevan carga de profundidad, como si en un segundo repasara en su interior todos los cambios que se deberían acometer: «La Audiencia Nacional se creó para combatir el terrorismo etarra, ese era su principal objetivo, y no otro tipo de criminalidad. A partir de ese fin, y para evitar que se le tildara de “tribunal especial”, se acompañó la competencia en materia de terrorismo con otro tipo de delitos, como los asuntos de narcotráfico, falsificación de moneda, defraudaciones, delitos económicos, y todos ellos cuando son cometidos por organizaciones criminales o tienen una especial trascendencia. Y en esta incorporación de materias distintas al terrorismo residió el mérito de quienes idearon este tribunal, porque de esta forma pudo hablarse de un “tribunal especializado”. Es esa atribución de materias distintas a las del terrorismo, y el hecho de llevar buena parte de la cooperación jurídica internacional de España a través de las extradiciones y de las órdenes europeas de detención, por lo que podemos hablar de un futuro para la Audiencia Nacional, pero se deben redefinir y precisar claramente sus competencias; después de más de treinta años, la delincuencia ha cambiado mucho y existen nuevas formas de cometer los delitos, la globalización se ha implantado en el mundo del crimen y se deben dar nuevas respuestas, también globalizadas, en contra de ella. La Audiencia Nacional debe encontrar, en este ámbito, su sitio y su papel fundamental como referente de la justicia española».

Sus reflexiones traen a la memoria algunos de los consejos que la Celestina regalaba a Calixto para mitigar su ansia por abarcar varios asuntos del amor: «Quien mucho abarca, poco suele apretar». Fernando Andreu admite que eso puede estar sucediendo ahora, dada la indefinición en que opera la Audiencia Nacional. Y pone un ejemplo: es difícil comprender el motivo por el que el caso de los ERE se encuentra en Sevilla y el caso Neymar en un juzgado central de instrucción. Sin duda hay razones jurídicas de peso que lo justifican, pero para el común de los ciudadanos es incomprensible.

Otro concepto que Andreu tilda de peligroso es el de la «criminalidad organizada», que puede acabar convirtiéndose en un cajón de sastre que sirva como excusa para llevar las investigaciones más peregrinas hasta los juzgados centrales de instrucción. «Debemos saber deslindar cuándo nos encontramos ante una estructura criminal estable, con un ámbito de actuación nacional o internacional, de cuándo estamos ante otros fenómenos, más pasajeros y con menor peligrosidad. Una de las grandes ventajas que posee la Audiencia Nacional es que, al tener competencia en todo el territorio nacional, al trabajar con unidades policiales centrales y mantener relaciones fluidas con los órganos judiciales de otros países, tiene una visión global del fenómeno delincuencial, y esa ventaja no se puede desaprovechar en causas que perfectamente se pueden tramitar en los juzgados del territorio en donde se cometen los hechos».

Lo preocupante de la situación es que ese grado de indefinición, esa ausencia de dirección que presenta la Audiencia Nacional, repercute en los derechos de los ciudadanos, pues la tramitación de este tipo de asuntos se suele hacer mediante las llamadas macrocausas, descomunales sumarios que encierran muchos peligros y muy difíciles de llevar a buen puerto, para los que en general ningún operador jurídico está preparado, lo que genera situaciones injustas y dilaciones que afectan a los derechos de quien se encuentra inmerso en ellas.

Hay otros riesgos sobre los que Andreu prefiere guardar un prudente silencio. Desde hace unos años, la competencia de la Audiencia Nacional parece venir determinada por la decisión que toman los responsables de las fuerzas de seguridad a la hora de judicializar sus investigaciones. De momento solo en conversaciones informales, pero son varios los jueces y fiscales de ese tribunal que han dejado traslucir cierta preocupación al respecto. Inquietud que han elevado ciertas «redadas preventivas» con las que las fuerzas de seguridad han presumido de haber desarticulado células vinculadas al terrorismo de corte yihadista... antes de que sus miembros hubiesen cometido delito alguno.

«Hay que delimitar claramente qué es lo que queremos perseguir con la Audiencia Nacional, y si queremos un tribunal especializado, especialicémoslo —insiste Andreu—. Lo que no sirve de nada es que esto sea un tribunal especializado pero sin técnicos, ni especialistas. No, seamos serios, si es un tribunal especializado y quiere tramitar, por ejemplo, la asistencia jurídica internacional, lo normal es que a la hora de designar los jueces, secretarios y funcionarios que van a llevar esas materias se tenga en cuenta como un mérito más para acceder a la plaza el conocimiento de idiomas. Es decir, o replanteamos y reconvertimos la Audiencia Nacional con una meta clara sobre qué destino queremos dar a este tribunal, o no tiene sentido seguir así».

El juez advierte de otra sombra fantasmal que amenaza el tribunal: «No es de recibo que se utilice la Audiencia Nacional como una especie de aparcamiento donde esperar otros destinos o en donde descansar después de haber estado destinado en puestos de carácter gubernativo, como, por qué no decirlo, vocal del Consejo General del Poder Judicial, convirtiéndola en una especia de puerta giratoria entre un destino con tintes políticos y otro del mismo tenor. A la Audiencia Nacional se ha de venir con vocación de trabajar en las complicadas materias que le están encomendadas y no para presentar una tarjeta de visita».

Curiosa reflexión en boca de un magistrado que, en los últimos trece años, ha investigado un bombardeo israelí de Gaza en 2002, ha perseguido por genocidio al grupo terrorista islamista Boko Haram, ha instruido los primeros casos de piratería marítima, varias operaciones contra la mafia rusa o china, innumerables casos de terrorismo etarra o de perfil yihadista y el caso Bankia.

En todos ellos, con una factura impecable. La única mácula que emborrona su expediente se produjo en octubre de 2012, tras la desarticulación de una trama de blanqueo de capitales vinculada a una mafia china, conocida como Operación Emperador. El juez Andreu prorrogó las setenta y dos horas de detención policial del supuesto cabecilla de la organización, Gao Ping, mientras realizaba diligencias de entrada y registro en sus naves industriales. La Sala de lo Penal, al debatir el recurso presentado por la defensa del sospechoso, afeó la actuación del juez y puso en libertad al detenido, que eludió la cárcel con una fianza de 400.000 euros.

No faltó quien le reprochó que su error hubiera provocado la excarcelación de peligrosos mafiosos chinos. Años después, el juez Andreu se mantiene en sus trece y, aunque asumió de manera pública su responsabilidad, sigue convencido de que su actuación fue correcta, porque «lo que hice fue intentar respetar al máximo los derechos de los detenidos y no acordar nada sobre su posible prisión sin haberlos oído previamente, y así lo reconoció el Tribunal Supremo».

Con la misma convicción defiende la jurisdicción universal que permitía a la Audiencia Nacional perseguir y juzgar a los delincuentes que cometían delitos de genocidio y lesa humanidad cuando en sus países de origen era impensable que se abriera una investigación rigurosa y transparente. Sus colaboradores definen a Andreu como un juez sin doblez, que dice lo que piensa y lo expresa con un convencimiento moral de los hechos que resulta extraordinario y apabullante. Por eso se implicó de lleno en las causas de jurisdicción universal abiertas en su juzgado, y lo mismo ordenó una investigación contra altos mandos del ejército de Israel por el bombardeo contra la flotilla de la libertad en Gaza, en 2002, que procesó al líder del grupo terrorista Boko Haran por el exterminio de miles de mujeres y niños en Nigeria.

Cuando el 30 de enero de 2009 imputó a funcionarios israelíes por crímenes contra la humanidad, provocó un enorme revuelo internacional, y uno de los periódicos más prestigiosos del mundo, el The Washington Post (Estados Unidos), tituló: «Indignación en Jerusalén por la “maniobra política cínica y antiisraelí”». El portavoz del Ministerio israelí de Exteriores, Igal Palmor, aseguró que se trataba de «una maniobra política» en la que se había utilizado a un juez español para «una causa antiisraelí».

De nuevo, el juez mantuvo el tipo frente a las presiones externas e internas de la propia Audiencia Nacional —la oposición de la Fiscalía fue furibunda— sin sufrir especial desgaste por ello. «Soportar las presiones va en el sueldo. Si hay que investigar un bombardeo en Gaza donde mueren once niños y nueve adultos y crees que es delito que se lance una bomba contra una casa habitada por civiles, sabes perfectamente las consecuencias de lo que estás haciendo y sabes que estás diciendo que Israel no lo hizo bien según los parámetros de derechos humanos y de las normas de la guerra, por decirlo así. O sea, no se puede bombardear a la población civil, y ya está».

Aunque trata de quitarle trascendencia al asunto, es consciente de que dictar órdenes internacionales de detención contra los autores del bombardeo iba a provocar un conflicto diplomático entre los Gobiernos de Israel y España, «pero cuando estás convencido de lo que haces, lo haces. Y en esta investigación es donde quizá he tenido algunas de las mayores presiones, con una movilización muy importante para que la causa no siguiera adelante, como finalmente ha sucedido».

Su currículo también incluye ejemplos de una correcta, incluso plausible, actuación de la Administración en investigaciones que entrañan ciertos compromisos internacionales. Ocurrió cuando en 2008, y contra los intereses del gobierno, ordenó traer a España a los piratas somalíes que habían secuestrado el pesquero vasco Playa de Bakio cerca de la costa de aquel país africano. La entonces ministra de Defensa, Carmen Chacón, le llamó por teléfono, algo inusual o que, si se produce con frecuencia, jamás trasciende.

Si el juez Andreu no tiene reparos en desvelarlo ahora es por el tono de la conversación mantenida: «Desde el primer momento se puso a disposición de lo que desde el juzgado se acordase, prestando la máxima colaboración y respeto a lo que se decidiera, y ello a pesar de la enorme presión que se sentía en ese momento, en el que lo más fácil era poner palos en la rueda y no hacerse cargo de los detenidos».

Aquella llamada reconfortó al juez, que acordó el traslado de los piratas en solitario y frente a la Fiscalía y a la Abogacía del Estado, empecinados en que fuesen liberados en territorio somalí. Finalmente apareció una solución intermedia y fueron entregados a la Justicia de Kenia, en virtud del tratado de colaboración en materia de piratería suscrito con motivo de la Operación Atalanta.

El recuerdo de aquella anécdota le anima. Fernando Andreu no ha perdido la esperanza de que algún día pueda volver a perseguir a los genocidas desde una Audiencia Nacional que haya recuperado el rumbo errante que ahora amenaza con hacerla zozobrar. Mientras tanto, cada día acude a su despacho con la misma calma con la que el solitario francotirador ocupa su puesto de vigilancia. Y espera su presa.