SANTIAGO PEDRAZ GÓMEZ
EL SUEÑO DE LA JUSTICIA UNIVERSAL
Una elección sin consecuencias no tiene ningún valor.
Hacer una elección sabiendo que habrá consecuencias y estar dispuesto a soportarlas es lo que distingue a las decisiones correctas de las incorrectas.
JAMES A. OWEN
«En realidad, yo quería ser periodista, como mi padre». Esa fue la ilusión de Santiago Pedraz Gómez hasta que llegó el momento de elegir estudios universitarios. Fue entonces cuando su progenitor, Santiago Pedraz Estévez, le convenció de que actuase con sensatez y eligiese una carrera razonable; después, ya habría tiempo de escorarse hacia el periodismo, algo que al final nunca ocurrió. Finalmente estudiaría Derecho, decisión que tendría consecuencias. Para él, por supuesto, pero también para mucha más gente en España, en Guatemala, en Estados Unidos...
Se declara retraído y sus amigos confirman ese rasgo de carácter. Quienes no le aprecian mucho le tildan una y otra vez de «juez estrella». Pero todos están de acuerdo en que, tímido o no, es un hombre de convicciones. Y él no lo oculta: «Se puede ser buen juez sin que influya la propia ideología de cada uno. No hay jueces de izquierdas o derechas ni progresistas o conservadores, son términos que nunca me han gustado. Todos manejamos ideas de todos lados y eso influye en nuestra labor, pero a un juez al menos se le presupone que es una persona equilibrada que no tiene por qué aplicar en sus resoluciones su propia visión ideológica».
I
A
quella fría mañana del 28 de enero de 2011, de manera inopinada, la dotación militar que controlaba el puente de Al Jumhuriya de Bagdad estaba dirigida por todo un general del ejército iraquí. Dos helicópteros artillados Apache del ejército estadounidense patrullaban la zona con especial insistencia y los remolinos provocados por sus hélices generaban cierta intranquilidad en los transeúntes, incluidos los miembros de una comisión judicial española que trataba de reconstruir el asesinato del cámara de Telecinco José Couso.
Al frente de la comisión, como marcan las normas que rigen la cooperación judicial internacional, el juez bagdadí Ahmed Al Shehab Yasin; a su lado, el magistrado español Santiago Pedraz Gómez, titular del Juzgado Central de Instrucción Número 1 de la Audiencia Nacional. Junto a ellos, la secretaria judicial Silvia Martínez y un funcionario del juzgado, algunos de los abogados personados en la causa 27/2007 y cuatro periodistas —Carlos Hernández, Olga Rodríguez, Jon Sistiaga y Jesús Quiñonero— que viajaron en calidad de testigos.
La comisión había visitado a primera hora de la mañana la habitación 1.403 del hotel Palestine donde aquel fatídico día se alojaba el equipo de reporteros de Telecinco. Después, todos se dirigieron hacia el puente Al Jumhuriya. Tras un breve intercambio de saludos, el general iraquí les indicó un punto a partir del cual la comitiva tenía vedado el acceso. El motivo, el riesgo de presencia de francotiradores apostados en la otra orilla del río Tigris. Al menos esa fue la explicación que ofrecieron a los integrantes de la comisión judicial los policías destinados en la embajada española en Bagdad que les protegían. Los agentes añadieron que, en su opinión, el riesgo era cierto y la precaución de los militares iraquíes razonable.
La cautela del general implicaba que no era posible acceder al punto exacto en el que estaba estacionado el carro de combate M1 A1 Abrams que abrió fuego contra la fachada del hotel Palestine el 8 de abril de 2003. Ese aspecto era clave en la diligencia de reconstrucción de los hechos que conducía aquella mañana el juez Pedraz. «Lo único que importaba era determinar si desde la posición que ocupaba el tanque se podía identificar a quienes estaban en el hotel para saber si la muerte de Couso fue o no accidental», recuerda el magistrad, pese a sus muchos reparos para hablar sobre el tema.
Algunos miembros de la comisión judicial creyeron frustrado su objetivo, como confiesa el abogado Antonio Segura, director de la acusación popular que ejercía la Asociación Libre de Abogados (ALA) en la causa. Pero mientras unos se miraban a otros sin saber muy bien qué hacer, el juez apartó al general iraquí:
—Perdone, pero soy un juez español en actuación judicial —le dijo Pedraz en español.
Segura trata de afilar su memoria. El general iraquí, sorprendido, no reaccionó, a la espera de que el traductor hiciese su trabajo. Hubo un momento de tensión porque los soldados a su cargo, «niños con uniforme y fusiles kalashnikov», montaron sus armas. Los policías españoles se alertaron. «No fue un empujón, se limitó a apartarle de su camino con firmeza, pero educadamente». El general tranquilizó a sus hombres y el juez Pedraz accedió sin contratiempo a la zona deseada.
Allí, a unos escasos veinte metros de distancia del punto en el que se asentó el carro de combate, el magistrado español en persona colocó la cámara desde la que se grabó todo lo abarcado en el campo de visión que tenía el vehículo que abrió fuego contra el hotel donde se alojaba la prensa internacional que cubría la toma de Bagdad durante la segunda guerra del Golfo Pérsico. Meses después, un análisis pericial realizado por expertos civiles y militares españoles concluyó que el visor del tanque estadounidense, de mayor alcance y capacidad que la óptica de la cámara utilizada en la diligencia judicial, permitió a sus ocupantes saber con precisión contra qué tipo de objetivos dispararon.
La reconstrucción de los hechos es un acto procesal que trata de reproducir de manera artificial el momento de la comisión de un hecho delictivo para constatar si en efecto ocurrió o pudo ocurrir según las declaraciones de los testigos o lo indicado por otras pruebas ya incorporadas al proceso. Se trata de una diligencia muy habitual en los sumarios abiertos por delitos graves, como el homicidio. Lo inusual, lo excepcional, es que un juez se desplace a 4.500 kilómetros de distancia de su juzgado para realizarla.
En los anales judiciales españoles hay algún que otro antecedente parecido, pero ninguno de la relevancia del protagonizado por el juez Pedraz en la capital iraquí. Para llegar a ese punto fue necesaria la confluencia de dos factores distintos. Por un lado, el artículo 23.4 de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ), al menos en su redacción original antes de que el gobierno presidido por Mariano Rajoy lo podase hasta dejar sin vigencia el principio de jurisdicción universal de los tribunales españoles. Por otro, la personalidad de un magistrado muy dado a comprometerse con las causas que instruye.
El testimonio prestado en el juzgado por Jon Sistiaga, reportero entonces de Telecinco, resume lo ocurrido aquel 8 de abril de 2003, apenas dos días después de que las tropas invasoras triunfasen en la batalla del puente de Al Jumhuriya y se asegurasen el control de la estratégica plaza Firdos. Sobre las 8.00 horas, el personal del hotel Palestine alertó a los ocupantes del establecimiento de la proximidad de tropas de asalto estadounidenses y del estallido de numerosas refriegas en las proximidades.
Sobre el puente de Al Jumhuriya se colocaron dos carros de combate M1 A1 Abrams, integrados en la unidad de blindados 4 64 Armor de la Compañía Alfa de la Tercera División de Infantería Acorazada estadounidense. Desde allí, dispararon contra la fachada del Ministerio de la Juventud, que se erigía a pocas decenas de metros de distancia.
Después, tras largos minutos de calma, uno de los tanques giró su torreta hacia el establecimiento hotelero, donde varios equipos de televisión grababan el desarrollo de la operación. Pocos minutos después de las 10.00 horas, lanzó un proyectil contra el Palestine que impactó en el balcón del piso decimoquinto. Una planta más abajo, Sistiaga quedó conmocionado; cuando pudo sobreponerse, vio a su colega Couso cubierto de sangre, con una pierna casi seccionada.
A duras penas logró colocar el cuerpo del cámara sobre el colchón de la cama y acercarlo al ascensor. Alguien del hotel se ofreció a llevarlos hasta el hospital San Rafael de Bagdad. Tras dos horas de tensa espera, los médicos informaron a Sistiaga de que había sido necesario amputar la extremidad afectada, pero había superado la intervención quirúrgica. Junto a otros colegas que habían llegado al centro sanitario pudo pasar a verlo, pero el herido entró en shock. A última hora de la mañana falleció, mientras numerosos periodistas allí congregados ya lloraban al saber que el mismo obús que mató a Couso le había costado la vida a Taras Prosyuk, cámara ucraniano enrolado en un equipo de reporteros de la agencia Reuters.
Aquella noche, casi medio centenar de corresponsales de guerra que trabajaban en Bagdad se congregaron en el patio del hotel Palestine para rendirles homenaje a la luz de velas mortuorias. Gracias a la lejanía, en Madrid la madre y los dos hermanos del cámara español se sintieron impactados por la noticia, pero conservaron cierta sangre fría. «Cuando, con el cadáver de José todavía fresco, vemos las reacciones del gobierno de por aquel entonces, que era del Partido Popular, y advertimos que no actúa de oficio para exigir explicaciones o interponer una querella o iniciar los trámites de una investigación judicial, nos comienza a oler que algo pasa», explica David Couso. La decisión de acudir a los tribunales estaba tomada.
José Couso no es el primer reportero español muerto en un conflicto armado. Ni siquiera el primero cuyo fallecimiento parece consecuencia de un asesinato en toda regla. El 22 de diciembre de 1989, una patrulla del ejército estadounidense que controlaba el hotel Marriot de Panamá (país invadido dos días antes) abrió fuego contra un grupo de fotoperiodistas allí alojados y que trataban de recuperar sus pertenencias.
El francés Patrick Chauvel, maestro de corresponsales de guerra, a duras penas logró sobrevivir a las dos balas que se le alojaron en el estómago; el británico Malcolm Linton quedó herido en un tobillo; Juan Antonio Rodríguez Moreno, que llevaba dos días fotografiando la invasión junto a la periodista de El País Maruja Torres, no tuvo tanta suerte: la foto de su cadáver, cámara al cuello, dio la vuelta al mundo.
La muerte de Juantxu Rodríguez generó la correspondiente indignación de la prensa española y una dura pero inútil protesta diplomática del gobierno socialista español, que al menos logró arrancar al entonces portavoz del Departamento de Estado de Estados Unidos, Adam Shubb, el anuncio de que la Administración Bush «ha emprendido una investigación sobre esta muerte», así como su «profundo pesar» por el fallecimiento del fotógrafo español.
La muerte de Couso también heló la sangre de sus colegas de profesión, pero más lo hizo la gélida reacción del gobierno presidido por José María Aznar, socio de Estados Unidos en la invasión de Irak en medio de una importante movilización social en contra de aquella guerra. Ese es el clima que alumbró la querella presentada en la Audiencia Nacional por su familia, como reconoce ahora su hermano David: «Nosotros teníamos una trayectoria activa en movimientos sociales y organizaciones vecinales, participamos el 10 de abril de 2003 en la huelga general contra la guerra de Irak e incluso leímos un comunicado en el que acusamos a Georg Bush, Tony Blair y Aznar de asesinos internacionales. Así empezó nuestra persecución a estos dirigentes del PP, que diseñamos en el ámbito político, judicial y social: en el primero, impulsando proposiciones no de ley para que condenasen el asesinato, porque no lo condenaron en su día; en vía judicial, mediante la querella presentada el 27 de mayo de 2003, y en el ámbito social, participando en charlas, coloquios, actos cívicos o protestas ante la embajada de Estados Unidos o frente a la sede del PP».
También lo reconoce el abogado Segura: «Fue toda esa situación la que impulsó a ALA, asociación de la que yo era presidente en ese momento, a personarse en el tema de Couso, porque era un problema de Derecho Internacional por un crimen cometido en una guerra que creíamos ilegal, y por eso ya habíamos interpuesto una querella contra Aznar».
Desde que la denuncia aterrizó en el Juzgado de Guardia de la Audiencia Nacional, su recorrido procesal constituye una de esas locuras que solo pueden ocurrir en un sistema judicial tan esquizofrénico como el español. Un breve resumen sería el siguiente: a petición del fiscal Pedro Rubira, el juez de Instrucción Número 6 de la Audiencia Nacional, Juan del Olmo, archivó la querella por entender que ese tribunal carecía de jurisdicción para investigar lo sucedido en un conflicto bélico como el de Irak, lo que generó los correspondientes recursos ante instancias superiores.
Pocos días después, el magistrado Del Olmo se rectificó a sí mismo, reabrió la causa archivada y la remitió al Juzgado Central de Instrucción Número 1, cuyo titular Guillermo Ruiz Polanco estudiaba dos denuncias presentadas por el Movimiento de Ciudadanos por la Paz de Soria y el candidato de Los Verdes al Ayuntamiento de Madrid.
De nuevo a instancias de la Fiscalía de la Audiencia Nacional, en escrito firmado ya por el fiscal jefe Eduardo Fungairiño, el magistrado Ruiz Polanco rechazó la admisión de la querella para poco después, y sin esperar a los resultados de los recursos presentados por las acusaciones, volver a cambiar de criterio y revocar el archivo a la espera de interrogar a los testigos, los periodistas que vivieron cerca de Couso su último día de vida.
Así deambuló la causa durante 2003 y 2004, en una especie de limbo, con su admisión a trámite congelada mientras el juez interrogaba a testigos y recibía informes de todo tipo. En ese lapso, la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional cerraba o reabría la investigación a intervalos irregulares, decisiones que a veces eran confirmadas, a veces corregidas, por la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo.
David Couso recuerda con rabia aquel periodo: «Pensamos que, pese a que vivimos en un Estado de Derecho, todo es mentira y hay una clara influencia de determinados poderes en el Poder Judicial, y no solo en el caso de mi hermano. Hemos tenido reuniones con fiscales generales del Estado que actuaban como los perros falderos de la Administración estadounidense y no como titulares de una Fiscalía soberana. Y nos hemos sentido presionados cuando nos decían que la investigación no iba a ninguna parte, que no sabíamos a lo que nos enfrentábamos, que debíamos desistir. Con el fiscal general Jesús Cardenal siempre sentíamos que nos trataba como a monigotes, nos daba palmaditas en la espalda mientras nos explicaba que nos íbamos a desinflar, nos íbamos a venir abajo».
Aquella paranoia procesal concluyó en parte... en noviembre de 2005, cuando el juez Pedraz, que había aterrizado en el juzgado el mes de mayo anterior, admitió por fin a trámite la querella de la familia Couso. Para ellos, fue un día grande «en la lucha de una familia gallega humilde contra el imperio más grande del mundo, contra el mayor ejército sobre la tierra, contra la Administración más potente».
No hay muchas más causas penales abiertas en el mundo contra soldados estadounidenses por supuestos delitos cometidos en las acciones bélicas en las que participan. Ahora, cuando echa la vista atrás, el juez Pedraz rehúye comentar nada que no sean los aspectos más jurídicos del proceso: «Es una causa que ha tenido muchas especificidades, sobre todo en la aplicación de determinados aspectos del Derecho Internacional y el Convenio de Ginebra, de muy escasa utilización en los procesos españoles».
En cambio, David Couso está convencido de que «la llegada de Santiago Pedraz al juzgado revitaliza el caso; yo creo que así es, no quiero desmerecer el papel de otros jueces, pero es Pedraz quien se cree de verdad la Justicia». Antonio Segura es de la misma opinión: «En el caso Couso hemos tenido la suerte de que el juez Pedraz ha querido instruir, porque hay otros jueces que en sumarios similares no han querido hacerlo». El magistrado no comparte esa opinión. «Vamos a ver..., yo hago lo que tengo que hacer, que es lo que hacemos todos los jueces», zanja desabrido.
Lo cierto es que, cuando el juez Pedraz se hizo cargo del sumario y lo admitió a trámite, la investigación estaba casi concluida. La orden de abrir fuego aquella mañana contra el hotel Palestine partió del teniente coronel Philip de Camp, jefe del Regimiento de Blindados 64 de la Tercera División de Infantería Acorazada del Ejército de los Estados Unidos. La ejecutó el capitán Philip Wolford, al mando de la Compañía Alfa a la que pertenecía el Abrams M1 que disparó contra el edificio. El sargento Thomas Gibson apretó el disparador del cañón de 120 milímetros de donde salió la granada hueca que impactó contra la fachada del establecimiento hotelero. Las pruebas periciales, muchas de ellas realizadas gracias a la reconstrucción del crimen, confirmaron que el destacamento militar sabía que disparaba contra un edificio ocupado por informadores desarmados, no por elementos hostiles.
Desde entonces, la labor del juez se encaminó en un doble sentido. Por un lado, convencer a la Justicia española de que el IV Convenio de Ginebra de 12 de agosto de 1949 y el Protocolo I Adicional de 8 de junio de 1977 forman parte del corpus jurídico español y determinan que los periodistas son personal civil cuya protección en conflictos bélicos está reforzada, por lo que aquel crimen debía ser perseguido. No fue fácil, las diatribas sobre si la muerte de Couso fue o no un asesinato y sobre si los tribunales españoles tenían o no jurisdicción para actuar se prolongaron hasta diciembre de 2006, cuando el Supremo ordenó a la Audiencia Nacional investigar lo sucedido y actuar contra los presuntos responsables de la muerte del cámara.
Habilitado para ello, el juez Pedraz intentó, primero, que los Estados Unidos pusiesen a su disposición a los tres militares sospechosos para interrogarlos como imputados mediante una comisión rogatoria, sin éxito alguno. En vista de ello, dictó contra ellos orden internacional de detención, que la Interpol nunca quiso tramitar con las más variopintas excusas. Por último, procesó en abril de 2007 a los tres uniformados estadounidenses, lo que desencadenó el consabido movimiento de ida y vuelta: recurso fiscal que logró que la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional revocase el procesamiento, decisión que a su vez fue anulada por la Sala Segunda del Supremo.
El 21 de mayo de 2009, el juez Pedraz dictó un nuevo procesamiento contra el teniente coronel De Camp, el capitán Wolford y el sargento Gibson, que permaneció en vigor hasta la primavera de 2015. Pero ese mismo día, el proceso 27/2007 entró en vía muerta. «La causa de que el sumario no haya ido a más es la falta de colaboración del gobierno afectado, y así está puesto de manifiesto en las diligencias; ahora es un problema del Gobierno español: si un Estado no cumple un convenio bilateral, es él el que tiene que denunciarlo, eso ya no es cosa mía», protesta el magistrado con un deje de decepción que trata de disimular sin demasiado éxito.
El caso Couso ha sido uno de los procesos más delicados de cuantos ha instruido un juzgado español. Aquel crimen se convirtió para el gobierno presidido por Aznar en un molesto contratiempo, justo cuando arreciaban las protestas callejeras contra la participación de España en la invasión de Irak, y por eso la Fiscalía siempre hizo cuanto estuvo en su mano para frenar la investigación.
Tras el triunfo electoral del socialista José Luis Rodríguez Zapatero en 2004, las cosas parecieron mejorar, pero solo en la superficie: los papeles de WikiLeaks permitieron descubrir años después que también durante su mandato tanto el Ejecutivo como la Fiscalía General del Estado coordinaron con la embajada estadounidense maniobras para frenar un proceso judicial que molestaba sobremanera a la Administración norteamericana, firme defensora de un absoluto régimen de inmunidad para sus tropas cuando operan fuera de sus fronteras con o sin cobertura legal.
El juez Pedraz se declara desconocedor de aquellos movimientos subterráneos. «A mí nunca ningún gobierno me ha dicho nada; si alguna vez me hubiese ocurrido, de inmediato lo hubiese puesto en conocimiento del Consejo General del Poder Judicial, pero ningún gobierno se dirige a un juez para decirle lo que tiene que hacer o lo que no puede hacer».