III
C
ompañeros de promoción recuerdan que cuando Ruz se incorpora a la carrera judicial lo hace con una vocación hambrienta y la convicción de que es posible un mundo mejor, más justo, donde los jueces participen activamente en la transformación de la sociedad. De entre todas las opciones profesionales que la licenciatura en Derecho le abría, Ruz tuvo claro desde el principio que su futuro no pasaba por un despacho de abogados. Tampoco estaba en su ánimo acercarse al mundo del Ministerio Fiscal. Él prefería ser juez porque veía en esa figura una prolongación imprescindible de sí mismo para desarrollar sus inquietudes sociales y su compromiso con los más débiles.
Hombre de contrastes, para consolidar su decidida apuesta por la judicatura buscó ayuda en la Fiscalía y eligió como preparador para las oposiciones a un fiscal de reconocido prestigio, Jaime Moreno, con quien compartió los primeros meses de encierro diario para estudiar los temas de examen. Tenía veintiséis años recién cumplidos y tardó solo dos y medio en superar todas las pruebas, lo que dice mucho de profesor y alumno. En septiembre de 2001 ingresó en la carrera judicial y comenzó el apretado, cuando no apresurado, aprendizaje en la Escuela Judicial, donde los jóvenes aspirantes tratan de acercarse a la realidad de los tribunales.
En el prólogo a una obra colectiva sobre alternativas a la prisión, el propio Ruz explica que en aquella etapa formativa por primera vez fue consciente del impacto recibido y los efectos provocados por su participación en el proyecto penitenciario de Ríos, «semillas que habrían de germinar en el futuro a través de un ejercicio responsable y humanizador de nuestra profesión».
Según este mismo relato, en una de las primeras clases tuvo que participar en una práctica consistente en la simulación de una comparecencia o «vistilla» de adopción de medidas cautelares. El profesor repartió los papeles entre varios alumnos: abogado defensor, detenido, juez... A Pablo Ruz le tocó en suerte ejercer de fiscal con una misión muy concreta, conseguir la prisión provisional del sospechoso.
Abrió el turno de alegatos el defensor, que expuso las circunstancias en las que su cliente había cometido el robo con intimidación del que se le acusaba, y al que presentó como un joven ucraniano asentado en España junto a su familia, trabajador ocasional que pese a la infracción cometida estaba arrepentido de lo ocurrido y así se lo había transmitido a su imaginaria víctima.
Llegado el turno del fiscal, Ruz propuso que el detenido quedase en libertad con la obligación apud acta de comparecer de manera periódica ante el juzgado, e insistió en no considerar necesario el ingreso en prisión preventiva. Ahí acabó la simulación con el correlativo enfado del profesor de turno, molesto con la salida del guion del irreverente alumno.
«Con posterioridad, a lo largo de mi ejercicio profesional, he tenido ocasión de comprobar (...) que ese reparto de roles tan definidos forma parte de la realidad diaria de juzgados y tribunales, donde a menudo queda patente el sinsentido de una aplicación rigorista y mecanizada de la justicia penal, que olvida la materia humana con la que trata y se limita en demasiadas ocasiones a reproducir modelos y respuestas ineficaces, alimentando el sentimiento, tan injustamente arraigado entre parte de la sociedad, de que toda solución pasa por la prisión», escribió Ruz.
El incidente no impidió que Ruz superase el trámite de la Escuela Judicial y accediese a continuación a su primer destino en el Juzgado de Primera Instancia e Instrucción Número 3 de Navalcarnero, un pueblo cercano a Madrid que en 2003 tenía una población de quince mil habitantes y estaba gobernado por el Partido Popular. La procuradora Regina Morata le recuerda como «un trabajador inteligente, con fama de buena persona y listo, muy listo» en una plaza nada fácil, con veintitrés pueblos bajo su jurisdicción. Otros operadores jurídicos que recorrieron los mismos pasillos de aquellos juzgados no escatiman elogios: «Era bastante competente comparado con la media».
Aquellos primeros años transcurrieron de forma apacible, ocupado en asuntos menores pero muy relevantes para los ciudadanos que sufrían sus consecuencias. Eran los años del boom inmobiliario en la Comunidad de Madrid, pero su apuesta por la justicia cercana le mantenía en contacto con la realidad de los más débiles.
Ahora, pasados los años, al recordar aquella época el juez Ruz rememora la definición que la magistrada estadounidense Shirley Hufstedler hace sobre lo que debe esperarse de un juez: «La gente quiere que los jueces defiendan la libertad, que reduzcan las tensiones raciales, que condenen la guerra y la contaminación, que nos protejan de los abusos de los poderes públicos, que compensen las diferencias entre los individuos o que resuciten la economía».
Después de tres años cómodos en Navalcarnero, el juez Ruz echaba en falta un cambio de aires. Y fue radical. El salto al Juzgado de Instrucción Número 1 de Bilbao, al que llegó en febrero de 2006, fue determinante en su carrera, porque la intensidad y la variedad del trabajo que tuvo que afrontar a partir de entonces le dio la posibilidad de conocer facetas del Derecho Penal con las que aún no había tenido ocasión de tropezarse. Ello sin olvidar que, durante alguna temporada, tuvo que llevar escolta por la amenaza del terrorismo etarra.
Poco tardó el juez Ruz en sacar a pasear por la capital del Nervión su personalidad, tan marcada por el compromiso social, y pronto se incorporó como coordinador al proyecto de mediación penal entre autores y víctimas puesto en marcha por el fiscal Félix Pantoja, entonces vocal del Consejo General del Poder Judicial a propuesta de Izquierda Unida. Aquella experiencia funcionó en colaboración con Javier Echevarría, director de Ejecución Penal del Gobierno vasco.
Su juzgado se convirtió en laboratorio de experimentación en el que se abrieron espacios de diálogo entre víctima y victimario dentro del proceso penal en los que ambos se reunían con un mediador cualificado para abrir un cauce de diálogo. Su objetivo era tratar de humanizar la justicia penal, «intentarlo al menos». El proyecto trataba de dar la oportunidad a las víctimas de sentirse reparadas moral y materialmente y, al mismo tiempo, permitía al agresor comprobar, cara a cara, el daño cometido y asumir su responsabilidad. Una quimera que le ha perseguido durante toda su vida.
La implicación medular del juez en el proyecto transmitía a los abogados un especial sosiego que algunos de los que le trataron durante los casi dos años que pasó en el juzgado bilbaíno valoran en su justa medida: «A Ruz le gusta el trabajo de instrucción, ir recabando indicios y solucionando los problemas desde el inicio, pero siempre con exquisito rigor procesal, lo que nos daba cierta tranquilidad». También los funcionarios de su juzgado, acostumbrados a jueces con perfiles un poco más áridos, le recuerdan como alguien «muy educado, humilde y siempre con una sonrisa», con la que se ganó su respeto personal y profesional.
En el vetusto edificio que alberga los juzgados bilbaínos, el despacho de Ruz estaba al lado, puerta con puerta, del de otro magistrado que ya acumulaba cierta experiencia en aquella plaza. Jesús Villegas recuerda hoy con cariño y respeto a un compañero con el que desde el principio hizo buenas migas porque «era buena persona, educado y un gran profesional». Ambos, además, se enzarzaron en un simpático pique para determinar cuál de ellos era capaz de solucionar más casos. Siempre ganaba Ruz «por muy poquito, y eso me da una rabia enorme».
Fueron muchas tardes de trabajo en el despacho, de intensas discusiones técnicas, de contemplar en silencio, desde las ventanas, el nombre propio o el de otros jueces pintarrajeado en las paredes en el interior de una diana. «Había compañeros que lo llevaban regular, nada más, y jamás vi a Pablo con miedo», explica Villegas, que añade que tanto él como Ruz llegaron a tener una relación muy cotidiana con muchos abogados abertzales, circunstancia que «ponía nerviosas a muchas personas».
En aquellos años, el terrorismo había perdido algo de intensidad, pero recuerda Villegas que seguía existiendo «una cierta zona gris en la que teníamos que implicarnos y atender muchos asuntos de delincuencia ordinaria directamente vinculados con el terrorismo, como la quema de contenedores o incidentes de lucha callejera que no podíamos enviar a la Audiencia Nacional porque no se podía demostrar su origen terrorista, lo que nos convertía en potenciales objetivos de la organización criminal por juzgar sus actos vandálicos».
De aquella época data una de las primeras decisiones mediáticas del juez Ruz, que archivó una denuncia del seudosindicato Manos Limpias contra el entonces alcalde de Bilbao, el fallecido Iñaki Azkuna, por la ausencia de la bandera española en la fachada de la sede del ayuntamiento. Cierta prensa de la época aludió a la inevitable influencia del opresivo entorno en la decisión del magistrado.
Pero no parecen esos los motivos. Al primer exhorto que le llegó de la Audiencia Nacional para practicar una entrada y registro en una herriko taberna, sede social de la ilegalizada formación Herri Batasuna, diligencia que debía realizarse además en presencia del detenido que había facilitado la información necesaria para ello, el juez Ruz no lo dudó y se puso al frente del operativo de la Guardia Civil.
Acaso por romper esa tensión, acaso por otros motivos, Ruz no dejó pasar la oportunidad de hacer otras cosas. Por ejemplo, aprovechaba las tardes para estudiar italiano. Y en octubre de 2006 aceptó ser consultor internacional en un proyecto que la Corte Suprema de Justicia de Honduras puso en marcha en colaboración con la Agencia Española de Cooperación Internacional y el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). En buena o mala hora, porque se encandiló con la vertiente internacional del Derecho y se implicó en la Red Judicial Española, formada por un grupo de magistrados y juristas expertos en relaciones internacionales que se encargan de asesorar a otros compañeros de la carrera cuando se tropiezan con algún problema de legalidad internacional complicado.
Demasiada inquietud. En abril de 2008, Ruz llegó a la primera división de la judicatura: la Audiencia Nacional. Fue por casualidad, no un paso premeditado. Tras dos años en Bilbao mientras su familia permanecía en Madrid, comenzó a solicitar cuanta vacante salía a concurso para los juzgados de la capital. Y una de las papeletas resultó agraciada con el premio gordo. El Juzgado Central de Instrucción Número 6 estaba disponible y el CGPJ aceptó su solicitud para incorporarse como sustituto de forma interina mientras su titular, el magistrado Juan del Olmo, instructor del sumario por los atentados del 11-M, disfrutaba de una licencia por estudios en Francia.
Solo fue un año, hasta abril de 2009, pero suficiente para dejar impronta. Se ocupó, entre otros muchos, del sumario del caso Saqueo, una de las muchas tramas de corrupción urdidas en torno al Ayuntamiento de Marbella (Málaga), en cuyo seno adoptó una decisión inusual por su cuantía, una fianza personal de tres millones de euros al exasesor urbanístico de aquella corporación municipal, Juan Antonio Roca. Sorprendió en aquella casa a quienes habían recabado antecedentes sobre el desconocido recién llegado.
Poco a poco, sacó adelante el trabajo acumulado en el juzgado. A pesar de que el sustituto Ruz trabaja sin prisas, sin precipitarse en decisiones que calibraba al milímetro, consciente de que un resbalón en este tipo de asuntos, en un tribunal de esa clase, no tendría salvación posible, no dudó. Aunque alguna decisión suya fuese argumento furibundo con el que abrir las portadas de ciertos periódicos, como ocurrió cuando decidió zanjar para siempre la rocambolesca «teoría de la conspiración» que alentaban quienes pretendieron implicar a toda costa a ETA en los atentados del 11-M para atenuar o borrar la firma yihadista que rubricó aquella masacre.
Pese a los serios apoyos políticos y sociales con que contaba esta corriente desestabilizadora, rechazó de forma expeditiva reabrir la causa principal y realizar nuevas pruebas periciales sobre los explosivos utilizados por los terroristas. Ruz calificó aquellas pruebas solicitadas por la Asociación de Víctimas del Terrorismo como «manifiestamente impertinentes, inútiles, dilatorias y perjudiciales para los fines de la instrucción».
Tampoco dudó cuando, pese a la escasa colaboración prestada por la embajada estadounidense en España, decidió impulsar la investigación sobre la muerte del periodista de Antena 3 Ricardo Ortega, tiroteado en Haití cuando informaba del derrocamiento de Jean Bertrand-Aristide en 2004. En plena canícula, abrió una investigación al etarra Iñaki de Juana Chaos por un posible delito de enaltecimiento del terrorismo que habría cometido con el contenido de una carta que una mujer leyó en su nombre durante un homenaje al propio expreso etarra.
Esta breve trayectoria, aireada por la prensa de manera irremediable, dibujó una primera imagen pública del magistrado como trabajador, meticuloso y muy garantista, algo que le sería muy útil más adelante. Su foto comenzó a ser habitual en las páginas de los periódicos; sus entradas o salidas de la Audiencia Nacional poblaron las imágenes de los telediarios, sus decisiones llenaron tertulias audiovisuales. Poco tardó en descubrir que esa consecuencia colateral de su trabajo no le gustaba nada. Algunos compañeros aún recuerdan su gesto de desagrado ante las primeras bromas de pasillo, su inocente empecinamiento en tratar de convencer a sus interlocutores de que a él lo único que le interesaba era la complejidad jurídica de las causas, porque en la Audiencia Nacional supone un desafío constante con enorme atractivo.
Por suerte, todo se acaba. Cuando el magistrado Del Olmo abandonó definitivamente el juzgado, la plaza salió a concurso, que ganó el magistrado Eloy Velasco, lo que empujó a Ruz a un destino más discreto en el Juzgado de Primera Instancia e Instrucción Número 5 de Collado Villalba (Madrid).
Fue un breve paréntesis. En junio de 2010, la Comisión Permanente del CGPJ le eligió por unanimidad para ocupar, también de manera interina, el Juzgado Central de Instrucción Número 5 en sustitución de Baltasar Garzón, quien acababa de ser suspendido cautelarmente en sus funciones y que tiempo después fue expulsado de la carrera judicial por sentencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo.