III
En el juzgado de Aranjuez apenas estuvo cuatro meses. Hoy lo recuerda como una escala en el camino hacia Madrid, que incluyó una nueva parada en Leganés, quince meses «de mucho trabajo duro, pero muy estimulante», hasta que su antiguo tutor de prácticas la puso sobre aviso de que estaba vacante el Juzgado de Instrucción Número 16 de Madrid, que ella ya conocía bien.
La jueza llegó al bullicioso edificio de la plaza de Castilla, el corazón de la justicia madrileña, en junio de 1989. Tenía treinta años y las mismas ganas. Aquella generación de jueces había adquirido ya cierta experiencia y estaba decidida a cambiar muchas cosas que no les gustaban de la administración de Justicia. El concepto de servicio público empapaba ya una forma de entender la jurisdicción que permitía desde afrontar el desafío de unas leyes penales incompletas y heredadas de la dictadura hasta abrir las puertas de los juzgados para que entrasen los ciudadanos. «Tenía muy claro entonces algo en lo que sigo creyendo hoy, que hay que atender a los que llaman a la puerta de nuestro despacho, porque si no la justicia deja de ser un servicio público».
Fueron decenas los jueces que compartían esa visión, pero la mayoría de ellos niegan haber sido conscientes de que estaban transformando la manera de impartir justicia. Ana Ferrer cree que «nos dábamos cuenta de que había que reformar la Justicia y teníamos claro que no íbamos a tolerar, por ejemplo, los casos de corrupción judicial o comportamientos que maltrataban los derechos de los imputados; éramos conscientes de que en aquellos años los justiciables procedían de unas capas sociales muy desestructuradas y de que, además de la pena, necesitaban otra cosa».
Aquel grupo de jueces de vanguardia también implantó una novedosa forma de trato con los detenidos. Para poder mirarlos a los ojos cuando los interrogaban y tomarles declaración en el lugar más apropiado, decidieron bajar a los calabozos para mantener la inmediación con el detenido. Algo hoy normal, entonces una revolución mal vista por sus mayores.
Todo se reducía a abrir las puertas y ventanas del hermético mundo de la Justicia y franquear el paso a los ciudadanos, «recibir a la gente y escucharla, y escribir resoluciones que se entiendan y sean comprensibles», defiende Ana Ferrer, aunque este último objetivo es otro cantar.
El caso Roldán fue el gran escándalo por corrupción que señaló el principio del fin del felipismo. La investigación judicial empezó como todas, sin medios suficientes. La jueza Ferrer tuvo que aguzar el ingenio para superar problemas como la falta de preparación de los funcionarios ante sumarios de esas características. Ella misma reconoce hoy su escasa pericia de entonces ante supuestos de corrupción económica. Por supuesto, de inicio tuvo que lidiar con la poca colaboración de la Guardia Civil, muy remisa a la hora de entregar al juzgado la documentación solicitada. Para solventar este extremo, tiró del genio curtido en anteriores batallas: un par de resoluciones de advertencia y las tiranteces con el instituto armado desaparecieron como por ensalmo; su colaboración fue satisfactoria, asegura hoy tajante.
La jueza Ferrer apenas se detuvo por la oposición frontal de algunos aparatos del felipismo y de las fuerzas de seguridad a sus pesquisas. Su verdadera preocupación, obsesión casi, era en cambio la falta de preparación técnica, suya y de sus colaboradores, para desentrañar el mecanismo del desfalco a las arcas públicas a través de la contratación de obras de construcción de cuarteles para la Guardia Civil.
«Tenía una cosa muy clara: para investigar este tipo de corrupción necesitaba un asesoramiento económico para determinar cómo se organizaban las empresas, por lo que pedí un perito especializado que estuviera presente en la incautación de documentos durante los registros y que los analizase». Ese apoyo fue clave. El Ministerio de Justicia designó dos técnicos de Hacienda, un inspector y una subinspectora, con dedicación exclusiva y con los que logró formar un equipo coordinado que desentrañó el mecanismo del fraude hasta el último céntimo. «Éramos implacables. Yo iba a los registros con los dos peritos, que sabían perfectamente cómo mirar la documentación y dónde poder encontrarla. Así descubrimos las facturas con las cuentas de las mordidas escritas a lápiz en el margen de los documentos, o los cheques de los fondos reservados del Ministerio de Interior».
Así explicado, parece fácil. Pero fueron largos meses de aplicado estudio hasta que el equipo logró desentrañar el método empleado por Roldán para amasar aquella inmoral fortuna. Los contratistas de las obras en las casas-cuartel de la Guardia Civil que pagaron las comisiones no colaboraron, y aunque una leyenda negra asegura que la juez contó con la ayuda de muchos de los enemigos que el ex director general del cuerpo se granjeó durante su mandato, esas supuestas confidencias no aparecen en el sumario.
Tampoco fue fácil desentrañar el mecanismo urdido por Roldán y su socio, Jorge Esparza, para ocultar el dinero conseguido por ese sistema. El Banco Bilbao Vizcaya (BBV) apenas colaboró, lo que no impidió a los investigadores certificar la activa colaboración de uno de sus empleados, Juan Jorge Prieto Paradina, en el proceso de lavado de los ilícitos fondos a través de la sociedad-pantalla Europe Capital.
Y nula colaboración obtuvo la jueza Ferrer del Ministerio del Interior a la hora de comprobar si parte del dinero robado por Roldán procedía de los fondos reservados, materia reservada donde las haya hasta que, años después, dejó de serlo. En una época en la que el juez Baltasar Garzón libraba con el gobierno una cruenta batalla para poder acceder a esa información, necesaria para desentrañar parte de la trama de los GAL, la instructora madrileña optó por la sutileza. Rehusó cualquier enfrentamiento, al menos público, y buscó junto a sus colaboradores vías alternativas para averiguar lo ocurrido.
Lo hizo. O al menos eso concluyeron tanto la Audiencia Provincial de Madrid como el Tribunal Supremo, que en sus respectivas sentencias sobre el caso Roldán aceptaron como probado que Roldán se apropió de diversas cantidades de dinero procedente de partidas de la Secretaría de Estado de Seguridad mediante cheques librados contra la cuenta 25-012128-6 del Banco de España: la de los fondos reservados. Al ex director general le cayeron veintiocho años de cárcel, que la sala a la que hoy pertenece Ferrer elevó a treinta y uno.
El éxito que nadie esperaba se debió, según la jueza, al «trabajo en equipo», pero también a su constante innovación en los modos de instruir y la adopción de algunas iniciativas entonces inusuales, como unificar en una sola representación letrada todas las acusaciones populares que se personaron contra Roldán y sus secuaces, cuyo excesivo número era un lastre para la velocidad de instrucción del proceso. Aquella decisión fue recurrida con saña por los afectados hasta el Tribunal Constitucional, que dio la razón a Ana Ferrer. Hoy es una práctica ya consolidada y muy habitual en los tribunales españoles.
El caso Roldán fue tan complicado como sencillo al mismo tiempo. Por una parte, la incautación de las facturas que demostraban los desvíos de dinero maquinados por el primer civil que fue director general del instituto armado allanó el camino procesal. Pero la relevancia institucional del sospechoso lo complicaba todo hasta la extenuación. Al menos, en ningún momento sintió la presión del poder político: «Nunca me llamó nadie ni me llegó ningún mensaje indirecto»; tan solo sintió la presión ambiental que generó el escándalo desatado.
Como todos los jueces que pueblan estas páginas, Ana Ferrer niega haber sido nunca presionada desde la Administración o desde cualquier otro ámbito. Y obligada a confesar algún episodio delicado, asegura recordar solo una anécdota de signo contrario. A ella le correspondió investigar el asesinato de la menor Susana Ruiz, un crimen en apariencia sencillo hasta que se vio enredado por rumores malintencionados y falsos que implicaban a personajes de la aristocracia y de la política en el suceso. Un día, sonó el teléfono de su despacho y al otro extremo del hilo estaba la entonces portavoz del Gobierno, Rosa Conde, que quería saber si aquellos bulos tenían algún viso de verosimilitud. Fue una breve conversación buscada por la ministra «sin un interés por presionar, solo para tener una información veraz y contrastada», explica ahora la magistrada.
Ana Ferrer sí tuvo que sufrir el acoso de la prensa. En esa nueva faceta también sentó cátedra porque era consciente de la importancia y repercusión social del asunto, y actuó con transparencia y claridad en todos los pasos que dio. En esa labor de brega su cuñado Julio Martínez-Lázaro, periodista y decano de los cronistas judiciales, jugó un papel impagable como guía espiritual. «Siempre me recordaba que los periodistas se portarían conmigo tal y como yo me portase con ellos, que si yo era leal con ellos, ellos lo serían conmigo». Y así fue.
En todo caso, ese maridaje temporal con la prensa no fue nada cómodo para la jueza: en absoluto acostumbrada a ser reconocida por la calle, le hubiera gustado tener más serenidad personal. Todavía retiene fresca en su memoria esa ácida sensación, porque «la verdad es que eso de ir a cualquier sitio y que la gente te pare y te conozca no es fácil de sobrellevar. Vas a hacer la compra y te reconocen: el primer día te hace gracia, pero luego ya se convierte en un estorbo que no tiene ningún sentido».
Ana Ferrer instruyó el caso Roldán durante su primer embarazo. Dictó el auto de procesamiento minutos antes de darse de baja para dar a luz a su primera hija. Actuó así para no perjudicar el desarrollo de la investigación, con la tranquilidad de saber que el equipo que dejaba en el juzgado durante su baja por maternidad había alcanzado ya un nivel de preparación suficiente para que la causa no sufriera ningún retraso. Dieciséis semanas después de ser madre volvió al despacho; a las setenta y dos horas, Roldán fue apresado —o se entregó, que ese trozo de la historia está aún por escribir— en el aeropuerto de Bangkok —o en París, eso tampoco está claro— tras meses de enloquecida y rocambolesca fuga.
El episodio de la huida del director de la Guardia Civil puso al país en alerta; la sensación de que la corrupción, cual virus infeccioso, lo anegaba todo se expandió sin contención. Como ahora. Y los juzgados apenas daban más de sí. Como ahora. El 29 de abril de 1994, mientras Roldán engañaba a sus propios escoltas y desaparecía, los juzgados de plaza de Castilla eran un hervidero de delincuentes famosos recorriendo sus pasillos. El exgobernador del Banco de España, Mariano Rubio, y el exagente de cambio y bolsa Manuel de la Concha comparecían como imputados, cada vez más cerca de la prisión.
Aquel día, rememora la jueza Ferrer, «estábamos de guardia los juzgados número 15 y 16. Cuando llegué temía que me pudiese tocar a mí también, recelosa de que una mano negra condujese todos esos asuntos a mi juzgado, pero no, en el reparto de asuntos le tocó al número 15». La memoria también atrapa los momentos más divertidos: el juez compañero de guardias, Eduardo Gutiérrez Gómez, era defensor de la vestimenta informal y aquella noche su mujer le perseguía intentando que se pusiera una corbata, preocupada porque los detenidos «eran señores muy importantes». «Eran unos días de locura, una canción que cada mañana escuchabas en la radio o leías y que te podía salpicar en cualquier momento», añade Ferrer.
Fueron aquellos años muy revueltos en los que cada mañana la prensa se desayunaba con un nuevo proceso judicial por corrupción, lo que por primera vez obligó a la clase política, la de entonces, a desfilar por los juzgados. La aparición de las televisiones privadas sobredimensionó además la proyección informativa de estos asuntos.
El tiempo de ser juez de instrucción, tras doce años, se agotaba. Ana Ferrer quería evolucionar y conocer otras facetas de la función jurisdiccional. «Todo tiene su momento en la vida, y con la edad las guardias se me hacían muy pesadas». Cierta rutina hacía mella en el ánimo de la jueza, que empezaba a obsesionarse con temas como los accidentes de tráfico. «He levantado tantos cadáveres en mi vida que eso desgasta y genera mucho sufrimiento». El sentido del deber le hizo aguantar en el juzgado hasta concluir el caso Roldán. Dictó la última resolución en enero de 1996, con la que elevó el sumario a la Audiencia Provincial de Madrid para celebrar el juicio. Su segundo hijo venía de camino.
A esa misma audiencia llegó en mayo de 1996, tras la baja maternal. En este tribunal «magnífico», presidido por María Luisa Aparicio, se le hizo muy llevadero «el cambio de chip». «Yo nunca había pasado por un juzgado de lo penal y la audiencia da otra visión del Derecho, allí es donde te das cuenta del efecto que tiene cómo has instruido los casos y cómo los preparas para la celebración de un juicio con éxito».
Frente a los adictos a la instrucción, hay magistrados que defienden que el trabajo de verdad apasionante es el que se realiza en un tribunal de audiencia, porque es un puesto clave donde se concentra todo el Derecho Penal y se resuelven jeroglíficos jurídicos muy complejos. Impartir justicia es igual de difícil tanto cuando se ordena la prisión provisional de un presunto delincuente como cuando se le condena, aunque Ana Ferrer reconoce que «el vértigo que sentí fue mayor cuando encerré a la primera persona que cuando dicté la primera sentencia condenatoria, porque el bagaje profesional te permite afrontarlo de otra manera».
Tras recorrer varias secciones de lo penal de la Audiencia Provincial de Madrid durante trece años, la juez Ferrer decidió dar el salto y optar a la presidencia. «Pensé que mi carrera profesional tenía que movilizarse y adquirir una experiencia de gestión que no tenía completada». La presidencia de una audiencia, o de un tribunal superior de justicia, es decisión del pleno del Consejo General del Poder Judicial, que elige entre los candidatos a cada puesto por razones no regladas y que escapan, a menudo, a todo razonamiento. Es un riesgo que muchos magistrados no corren en toda su carrera profesional. Ana Ferrer sí. Fue elegida para el cargo en enero de 2009.
Cinco años al frente de la audiencia madrileña satisficieron todas sus legítimas aspiraciones de ascenso en la carrera porque le permitieron completar un ciclo de instrucción y gestión de la administración judicial más que suficiente. Con una reputación sin tacha y sin opositores de peso dentro y fuera de la carrera judicial, acostumbrada a enfrentarse a los retos para superarlos, decidió dar un paso de gigante y dirigió la mirada a la más alta instancia judicial del país, el Tribunal Supremo.
Aquel era un velo ya rasgado. A la magistrada Milagros Calvo Ibarlucea le corresponde el título de ser la primera mujer en la historia en acceder a la instancia judicial española más elevada. Fue el 23 de enero de 2002 cuando el pleno del CGPJ acabó con dos siglos de tradición machista y le concedió una plaza en la Sala Cuarta, de lo Social, del alto tribunal. Su aval, veintidós años de carrera profesional —primero como fiscal— inmaculada, los quince últimos en esa misma jurisdicción, en la que acaparó reputación y prestigio. Y también su adscripción a la mayoritaria Asociación Profesional de la Magistratura, cuyo sesgo conservador coincidía con el que en aquel momento dirigía el órgano de gobierno de los jueces.
Su nombramiento, empero, nació emborronado por un serio desencuentro en el seno del consejo. Ese mismo pleno rechazó las candidaturas de Margarita Robles y la fiscal Soledad Cazorla para la Sala Segunda, de lo Penal, y de Alicia Camacho para la Sala Tercera, de lo Contencioso-Administrativo, las tres apoyadas por el minoritario sector progresista del CGPJ. Las vacantes fueron cubiertas con candidatos masculinos.
La explicación oficial atribuyó lo ocurrido al factor ideológico, y por eso los vocales progresistas se abstuvieron en el caso de la magistrada Calvo Ibarlucea. Pero algún exvocal reconoce ahora que, acaso, también pesó el hecho de que en aquel momento era «inevitable» colocar por fin a una mujer en el Supremo, pero dos el mismo día hubiese sido «un exceso». Corría ya el siglo XXI.
Un goteo ha ido corrigiendo esa deuda histórica, pero con una lentitud exasperante. Hoy, en el Tribunal Supremo conviven once magistradas con sesenta y ocho magistrados, apenas un exiguo 13,6 por ciento. Ese parsimonioso lagrimeo había excluido a la Sala Segunda, convertida en un privée masculino habitado por doce magistrados erigidos en la élite de la jurisdicción penal, la que acumula el 75 por ciento de los procesos instruidos por los juzgados españoles.
Acceder a la Sala de lo Penal del Supremo no es fácil. El CGPJ escribe los nombres de sus miembros con trazos enrevesados que mezclan los hitos meritorios de los candidatos con pinceladas políticas. Y todo candidato necesita un padrino que ofrezca cierto aval parlamentario. Ana Ferrer no lo tenía. En su momento, algún medio de comunicación la presentó de manera aviesa como la ahijada de Alfredo Pérez Rubalcaba. Ahora, cuando recuerda aquel episodio, sonríe y coge aire con fuerza: «Me hace gracia que dijesen que venía de su mano, porque nunca le he estrechado la mano al señor Pérez Rubalcaba. No sé si me apoyó, y si lo hizo se lo agradezco, pues me parece muy bien, pero desde luego yo no hablé con él y no sé hasta qué punto pudo influir su intervención, porque a mí ni siquiera me consta que la tuviera».
Ana Ferrer no ha negado nunca su posición progresista, «desde las monjas», y asume con agrado la influencia del entorno de los amigos de las primeras etapas. Algunos consideran aquella generación de jueces como el motor de la transformación de la Justicia que ha convertido a los miembros de la carrera judicial en el último refugio para una ciudadanía aterrada ante las consecuencias de la crisis, porque suplen las carencias de un sistema político que les ha dejado en el mayor de los desamparos. «Estamos en un periodo delicado, en el que el ciudadano está desencantado; en estos momentos convulsos, con la clase política en un periodo de valoración delicado y precario, el ciudadano ve que el juez actúa y puede confiar en él».
Jueces en la última línea de defensa, la última trinchera que protege a las clases sociales más vulnerables contra el abuso. Ana Ferrer sabe que esta pelea diaria se gana en muchos escenarios diferentes, porque «la trinchera está en todos los sitios, hay que pelear por lo que se cree y es positivo en cada momento tratar de conseguir aquello que tienes que conseguir». Con esa actitud, era inevitable. En febrero de 2014, doscientos dos años después de la creación del Tribunal Supremo, Ana Ferrer fue la primera mujer en acceder a su Sala Penal, que por fin dejó de ser un reservado masculino.
Cuando era juez en Valdepeñas, Ana Ferrer tuvo que reinterpretar los pobres e incompletos códigos de la época para dar soporte jurídico a un trasplante de corazón que salvó una vida. Hoy, la dama de hierro de la judicatura se confiesa cómoda en su despacho de la cuarta planta del Supremo. «No quiero más que seguir donde estoy, trabajando, porque es una maravilla y me siento privilegiada». Pero en el armario guarda con orgullo la toga que usó su padre y que ahora utiliza ella. Algún compañero de sala que dice conocerla bien avisa: Ana Ferrer ha llegado al Supremo, pero no para quedarse quieta.