ANA MARIA FERRER GARCIA
DAMA DE HIERRO Y DE SEDA
No tuve suerte. ¡Me lo merecía!
MARGARET THATCHER
El trabajo en el juzgado madrileño era intenso «y apasionante», hasta que, en la Navidad de 1993, llegó un regalo envenenado y nada inocente que alteró su vida. Una querella contra el entonces director de la Guardia Civil, Luis Roldán, aguardaba agazapada el sorteo. «Anda que al pobre que le caiga esto...», había comentado su marido mientras desayunaban la mañana del 28 de diciembre. Cuando llegó al despacho, el reparto del decanato la había enviado a su juzgado. «Pues nada, me tocó». Y además, embarazada. Como Marge Gunderson, el personaje que interpretó Frances McDormand en la película Fargo, investigó de forma serena y minuciosa mientras gestaba.
Ana María Ferrer García (Madrid, 1959) es jueza, hija de juez y esposa de juez. Cabría pensar que, por eso, para ella el tránsito por la carrera judicial ha sido plácido y acomodado. En absoluto. Como tantas otras mujeres, ha tenido que soportar y superar las miradas displicentes y altivas de sus compañeros de carrera, de magistrados más veteranos que dudaban de su capacidad para desempeñar un trabajo tan masculino, de fiscales desconfiados por su condición de mujer. A diferencia de muchas, se apoyó en su carácter práctico y su acusada personalidad para superar esos obstáculos. Hoy, puede presumir de ser la primera en muchas cosas. Por ejemplo, de ser la primera mujer en llegar a la Sala de lo Penal del Supremo. Pero no lo hace.
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odavía recuerda su primer encontronazo con la realidad machista. Tenía veinte años y comenzaba a trabajar como delegada técnica en el Tribunal Tutelar de Menores de Madrid (1979-1982). Hacía un trabajo de campo sobre todo social cuyos resultados ayudaban a evaluar la situación de los menores que vivían en la pobreza extrema y en familias desestructuradas. Allí se dio cuenta de que las mujeres tenían que hacer un esfuerzo suplementario para imponer su autoridad y ganarse el respeto día a día, «porque con veinte años parece que impones un poco menos y eso, unido al factor género, hacía que estuviéramos permanentemente cuestionadas».
Fue en esa etapa cuando Ana Ferrer empezó a procesar esas experiencias como argamasa con la que estar cada día más segura de sí misma, lo que más tarde le permitiría superar la prepotencia del macho alfa asentado en la judicatura y despreciar sus comentarios de la manera más elegante posible. Sarcástica, responde siempre, pero sin herir demasiado la sensibilidad de su detractor.
Esa forja de una personalidad endurecida con el tiempo, rigurosa y a veces impenetrable, llevó a muchos a calificarla como la dama de hierro de la judicatura española. Ana Thatcher la llamaban, en un tono que a menudo no ocultaba un cierto deje despectivo. A ella le molesta la comparación porque «soy muy sensible, incluso bastante llorona». Pero no desmiente al interlocutor que le recuerda que su imagen es la de magistrada, más que responsable, estricta, casi inflexible. «Cuando he tenido que serlo», apostilla.
Obligada a hacer las cosas no solo bien, sino incluso mejor para superar el obstáculo de género, su aparente fragilidad esconde un carácter de acero y una capacidad de trabajo que desborda a sus colaboradores. Así ha sido desde su primer destino, un juzgado de distrito de Valdepeñas (Ciudad Real) en el que tuvo que hacerse valer entre los funcionarios, conscientes de su escasa experiencia, y ante los propios ciudadanos, poco acostumbrados a ver a una mujer vestir la toga. Al poco de llegar, un vecino irrumpió en su despacho sorprendido porque quería ver al titular del juzgado y le habían comunicado que, allí, en vez de juez, había una chica. «Así que le dije que sí, “yo soy la chica, y si a usted no le importa me cuenta lo mismo que a un chico”. Y la verdad es que me lo contó con toda naturalidad», narra con tono jovial.
La jueza Ferrer sabe que por ser mujer lo ha tenido más difícil que sus compañeros varones, pero esa circunstancia tampoco ha significado para ella trauma alguno, si acaso un acicate para mejorar y superarse. No es que rehúya la imagen de heroína, es que en realidad es una circunstancia que tampoco le ha importado demasiado. Ni siquiera cuando en su siguiente destino, el Juzgado de Primera Instancia e Instrucción Número 1 de Linares (Jaén, 1984-1987), los problemas a los que tuvo que enfrentarse crecieron y pasaron a otra dimensión.
Apenas llevaba unos meses en el juzgado linarense cuando pegaron fuego a su coche. Una bola de tela impregnada en gasolina bajo el motor afectó incluso al depósito, aunque el automóvil no llegó a arder por completo. Nunca se averiguó la autoría, ni quedó claro el motivo del ataque o con cuál de las diligencias a su cargo podría estar relacionado. A Ana Ferrer le sorprendió el incidente mientras comía en un restaurante de la localidad y de inmediato se desplazó hasta la comisaría para presentar la correspondiente denuncia. Nada más entrar en las dependencias policiales, se identificó como jueza y trató de explicar lo ocurrido, pero no pudo. «Me recibió un señor con un cubalibre en la mano: “Chica, tú es que estás muy nerviosa”, me dijo». Pese a su sorpresa, insistió en explicar lo ocurrido, pero no hubo manera. «Me insistía en “que sí, guapa, que sí, ¿a quién habrás disgustado tanto?”, y mientras, daba pequeños tragos a su bebida. Ahí sí que me sentí humillada como mujer, a pesar de que ejercía una autoridad, por el trato de desprecio que me dio un hombre».
Pero lo que a Ana Ferrer le indignó más, asegura ahora, es que si esa era la actitud del agente con toda una juez de instrucción, cuál no sería la que adoptase con una ciudadana cualquiera. Así que volvió a su juzgado y dirigió un oficio contra el policía a sus superiores, que le sancionaron.
En todo caso, Ferrer siempre ha tratado de discernir lo que hay tras la reacción que una juez mujer provoca en el género masculino y distingue a quienes buscan ofender de aquellos a los que, sencillamente, no les cabe en la cabeza que una fémina ejerza la función jurisdiccional. Y recuerda como ejemplo una ocasión en la que tuvo que acudir a la inauguración de unas nuevas dependencias policiales en la localidad. En la puerta, un agente de guardia recibía con el saludo protocolario, alzando la mano derecha hacia la gorra, a todas las autoridades masculinas que llegaban al acto. Cuando le tocó a ella, la mano del policía se quedó en su sitio. La juez, con tono conciliador pero enérgico, se dirigió a él: «A mí me da igual que usted me salude o no, pero me parece una falta de respeto que usted no me salude y a los hombres sí. Así que, si se cuadra delante de este señor, a mí me trata igual». A partir de ese momento, y en adelante, los policías con los que se cruzó en el pueblo no solo se cuadraron y saludaron conforme a las ordenanzas, sino que además incluyeron el reglamentario taconazo que ya estaba en desuso.
El tiempo no pasa en balde, y a medida que la jueza Ferrer fue cambiando de juzgado y ascendiendo en la carrera judicial los episodios machistas fueron desapareciendo; los juzgados y tribunales y el sector masculino que mayoritariamente los poblaba se habían ido acostumbrando a la presencia de la mujer en las carreras judicial y fiscal. Un reciente congreso de mujeres juristas destacó que el proceso no ha concluido todavía, que en la administración de Justicia la mujer, para acceder a puestos de responsabilidad, necesita mayor esfuerzo, compromiso y dedicación que los hombres a pesar de los avances conseguidos. Y en el ascenso a puestos de mayor responsabilidad se enfrenta todavía a un proceso discriminatorio: los hombres son valorados por su potencial mientras que las mujeres son juzgadas según los resultados que han conseguido.
Cuando Ana Ferrer llega a la Audiencia Provincial de Madrid en 1996 se encuentra un tribunal moderno en nada sospechoso de machista. Presidido por una mujer, María Luisa Aparicio, la presencia femenina en aquella audiencia era ya equilibrada: mayoría en Penal, solo en las secciones de lo Civil seguía en minoría.
A pesar de esta evolución, la mujer siempre ha sufrido «cierta retracción» en la carrera judicial por factores sociales que tienen que ver con el todavía desigual reparto de tareas familiares. Un estudio elaborado por el Consejo del Poder Judicial en 2012 analizó el comportamiento de parejas mixtas de jueces y descubrió que, por ejemplo, ningún hombre había pedido la excedencia para la atención de hijos recién nacidos. Es un dato significativo, defiende Ana Ferrer, porque «aunque las cosas han ido cambiando y ya comparten cada vez más las tareas de atención a los hijos, todo el proceso de conciliación familiar lo ha sujetado sobre todo la mujer y le ha impedido promocionarse y aspirar a puestos de mayor responsabilidad en la administración de Justicia».
Los dos embarazos de la jueza Ferrer no fueron un obstáculo para su trabajo. Curiosamente coincidieron con el principio y el final de la investigación del caso Roldán, el asunto más peliagudo que ha tenido que instruir en su trayectoria y por el que la recuerda con éxito toda la profesión. «El primer embarazo no me dio ninguna guerra», recuerda la juez, que no olvida un artículo de Sol Alameda en El País en el que teorizaba sobre la posibilidad de que la gestación le hubiese dado la tranquilidad imprescindible para afrontar un sumario de esa trascendencia y que en otra circunstancia hubiese sido imposible. Es cierto que la gravidez «te obliga a priorizar y te da un equilibrio especial», confirma ahora.
Es una vivencia común de centenares de juezas y ha sido también una constante en la carrera de Ana Ferrer, porque las tareas de responsabilidad en la administración judicial le han obligado a sacrificar en parte la vida familiar, aunque ella se ha esforzado siempre para que sus hijos no lo notaran «a base de ir como loca de un lado a otro». En su opinión, romper una tendencia de ese tipo debería comenzar por la educación, por estimular en su valía a las propias aspirantes, porque «esas mujeres que piden la excedencia por cuidado de hijos son jóvenes con las que hay que hacer trabajo de campo. Es una cuestión cultural, hay que empezar desde abajo y enseñar que la mujer es igual de profesional y tiene que compartir la familia en igualdad de oportunidades con el hombre».
Para entender en su integridad toda la digresión de la jueza Ferrer, conviene recordar que hasta el 29 de diciembre de 1966, fecha no tan lejana, la mujer tenía prohibido el acceso a la judicatura y al Ministerio Fiscal. La Ley sobre Derechos Políticos, Profesionales y de Trabajo de la Mujer de 1961 recordaba que si una fémina accedía a la Administración de Justicia como juez o fiscal «pondría en peligro ciertos atributos a los que no debe renunciar, como son la ternura, la delicadeza y la sensibilidad».
La derogación de tan disparatada norma permitió a Belén del Valle convertirse en 1973 en la primera fiscal de España tras superar las oposiciones. Y el 23 de enero de 1978 tomó posesión de su plaza en el Juzgado de Navalmoral de la Mata (Badajoz) Josefina Triguero, la primera mujer juez de la historia. Hace solo treinta y ocho años.
Aquellas normas condicionan aún la estructura de la carrera judicial. Hoy, 2.781 de los 5.352 jueces y magistrados en activo son mujeres, el 52 por ciento del total, según el Informe sobre la Estructura de la Carrera Judicial a 1 de enero de 2015. Las mujeres suponen el 62,5 por ciento de los miembros de la judicatura de menos de cincuenta y un años; en cambio, entre los cincuenta y uno y los setenta años el porcentaje es casi exactamente el contrario: los hombres suponen el 63,6 por ciento.
El Tribunal Supremo nació en abril de 1812. Doscientos dos años ha tardado una mujer en llegar a su Sala Segunda de lo Penal. Fue Ana Ferrer, convertida así en evidencia de la evolución del papel de la mujer en la carrera judicial. «La realidad está cambiando el panorama —reconoce con orgullo—, porque ya hace años que somos muchas las que tenemos el bagaje necesario para cambiarlo».