II

J

osé Castro Aragón había decidido que, cuando concluyese el interrogatorio de la infanta Cristina Federica de Borbón y Grecia, hija de rey, hermana de rey, sexta en la línea de sucesión a la Corona, no se iría a casa a darle vueltas y más vueltas a lo sucedido durante la declaración. Era consciente de haber dado un paso nunca antes ni siquiera intentado por otro juez español y no quería someterse a la inevitable tortura de reflexionar sobre los posibles errores cometidos o evaluar si de la declaración cabría extraer nuevos datos válidos para la investigación en marcha.

Fue el 8 de febrero de 2014, sábado. Nóos era un instituto sin ánimo de lucro creado en 1999, aunque no empezó a tener actividad hasta que en 2003 Iñaki Urdangarin fue nombrado presidente. A partir de ese momento, logró contratos millonarios de los Gobiernos de Baleares y la Comunidad Valenciana, ambos en manos del PP, así como del Ayuntamiento de Madrid, adjudicados a dedo y sin que nadie controlase el dinero público adjudicado. Gran parte de los casi seis millones de euros que Nóos consiguió de las administraciones públicas entre 2004 y 2006 acabó en las empresas privadas de Urdangarin y de su socio, Diego Torres.

Dirigir el proceso contra el marido de la infanta Cristina concitó tal atención mediática que el juez Castro se cuidó siempre de que su investigación no alterase en exceso el normal desarrollo de las actividades del resto de los juzgados con los que comparte sede en el centro de Palma de Mallorca, por lo que ese tipo de diligencias se reservaban para el fin de semana.

Solventado el error de cálculo que provocó que el interrogatorio de Urdangarin se prolongase durante dos interminables días, el de su esposa pudo quedar resuelto en solo seis horas, a tiempo de organizar una cita con su círculo más íntimo de amigos con los que compartir unos gin-tonics, algunos antojitos y una charla evasora en un local de ambiente mexicano de la capital mallorquina.

Los convocados a la reunión habían cerrado un pacto previo para evitar que el interrogatorio de la infanta monopolizase la conversación, y lo cumplieron..., aunque el juez Castro tuvo que soportar alguna que otra mordaz indirecta, amén de jocosas digresiones al hilo de las distintas conversaciones en curso durante la reunión.

Pero, cuando el grupo se disponía a abandonar el local, el mariachi que amenizaba la velada a la clientela se arrancó con un clásico de la música popular mexicana, El rey, de José Alfredo Jiménez. Los acompañantes del juez Castro no pudieron evitar la carcajada mientras el magistrado se dejaba invadir por la molesta sospecha de que aquello no era una coincidencia, que él era el objetivo de la tonada.

Avatares del destino, las figuras del juez Castro y de la infanta Cristina ya están indisolublemente soldadas en la memoria colectiva de la democracia española, que siempre había barruntado que ningún órgano judicial se atrevería jamás a emprender acciones penales contra un miembro de la Casa Real. Por eso, en cuanto el nombre de la hija del rey apareció mezclado en una causa judicial abierta por un supuesto de corrupción, una ola de indignación recorrió amplios sectores sociales, sobre todo los más castigados por la crisis, que exigieron la condena de la duquesa de Palma sin atender a pruebas o argumentaciones jurídicas, como una muestra de justicia divina.

En ese clima convulso, el episodio procesal protagonizado por la infanta Cristina fue toda una demostración de cuál es el verdadero poder de un juez: cuando un miembro del poder judicial quiere, puede. No es un problema de valentía, sino de voluntad. Y desde los primeros andares de la investigación el juez Castro dio muestras de que quería imputarla para tomarle declaración con todas las garantías.

Ahí nace el principal argumento de los detractores —que son muchos— del juez Castro: la imputación de la infanta fue un empeño personal que no responde a elementos del proceso; no es una demostración de valentía, sino un empecinamiento personal en el que jugaría un papel más importante la idiosincrasia del instructor que la investigación judicial por él conducida.

Es cierto que en cuanto estalló el caso Nóos se supo que uno de los principales instrumentos de Urdangarin para ocultar a la Hacienda pública los beneficios obtenidos por sospechosos métodos fue Aizoon, sociedad patrimonial cuya propiedad compartía a partes iguales con su esposa. Pero en los primeros pasos de esa pesquisa, pieza separada número 26 del macrosumario del caso Palma Arena, apenas había rastro de actividad alguna a cargo de la infanta.

La hermana del actual monarca era vocal del Instituto Nóos, entidad sin ánimo de lucro que facturó a diversas administraciones públicas decenas de servicios nunca prestados o realizados a sobreprecios delictivos, pero su papel nunca fue relevante. Empleados de ese organismo declararon a los investigadores policiales o al propio juez que jamás intervino en su gestión ni en la toma de decisiones estratégicas.

Respecto a Aizoon, esta sociedad dispuso de hasta ocho cuentas corrientes distintas en tres entidades bancarias diferentes, y en ninguna de ellas figuró como titular o autorizada la infanta Cristina. Los depósitos solo estuvieron a disposición de Urdangarin y del apoderado de la firma, Mario Sorribas Fierro.

Con esos antecedentes, en marzo de 2012, con el apoyo de la Fiscalía y la Abogacía del Estado, el juez Castro rechazó por vez primera la imputación de la infanta Cristina, solicitada en solitario por una de las acusaciones populares personada en las actuaciones, un seudosindicato ultraderechista llamado Manos Limpias. El instructor defendió que el interrogatorio de imputados no tiene un objetivo finalista («buscar hipotéticos y eventuales indicios de criminalidad»), sino dar al afectado la posibilidad de defenderse frente a indicios «que han de existir previamente» y que «no puedan estar desvirtuados por la sola negación de la persona a la que incriminan».

Por eso rechazó imputar a la infanta, porque hacerlo sin indicios suficientes «solo conduciría a estigmatizar gratuitamente a una persona, lo que no es de recibo». Pero ya entonces el juez Castro consideró oportuno advertir de que esa decisión «solo tiene vigencia en este momento, con los datos con los que ahora se cuenta». No era la primera vez: durante el interrogatorio de Urdangarin le avisó de la posibilidad de citar a su esposa ante sus constantes respuestas evasivas, pero en aquel momento todos los asistentes lo entendieron como una estratagema —incluso una presión— para cambiar la actitud del duque de Palma y forzarle a adoptar una posición más colaboradora con la investigación.

La no imputación de la infanta, en todo caso, puso el trabajo del juez Castro bajo sospecha de concederle un trato de favor frente a otros acusados. Junto a Urdangarin también había sido imputado su socio, Diego Torres, así como la esposa de este, Ana María Tejeiro, que compartía con la duquesa de Palma su condición de vocal del Instituto Nóos y socia de la empresa que gestionaba parte de su patrimonio familiar, lo que las colocaba a ambas en una situación muy similar en el proceso.

Por eso el abogado de Tejeiro, Manuel González Peters, corrió a pedir su exclusión del proceso apoyado en los mismos argumentos con los que el juez Castro rechazó la imputación de la infanta. Sin éxito, porque un dato diferenciaba el papel de una y otra en la trama: la mujer de Torres aparece no solo en la estructura organizativa del Instituto Nóos, sino también en su comité de dirección, lo que en opinión del fiscal Pedro Horrach y del propio instructor le confería un papel muy distinto, activo, al desempeñado por la esposa de Urdangarin en la trama.

La Audiencia Provincial de Palma vino a introducir un momento de calma en el proceso —no de cara a la opinión pública— en julio, al rechazar la pretensión de Manos Limpias y respaldar la posición del juez tras constatar que esa acusación popular era incapaz de recoger «ninguna figura de delito ni hecho» imputable a la infanta, ni circunstancias que justificasen un hipotético interrogatorio. Además, «ningún testigo de los muchos que han declarado y ningún imputado involucran de algún modo a doña Cristina Federica de Borbón en la toma de decisiones de ninguna de las entidades que giran alrededor de su esposo o de don Diego Torres», por lo que el tribunal vio imposible imputarla.

Los magistrados Eduardo Calderón, Mónica de la Serna y Juan Jiménez, conscientes del problema de opinión pública que estaba generándose, apoyaron de manera unánime las tesis del juez Castro y endurecieron su argumentación: la presencia del nombre de la infanta Cristina o de Carlos García Revenga, asesor de la Casa del Rey, en un folleto publicitario del Instituto Nóos no puede equipararse a conocimiento de sus actuaciones delictivas, solo supuso que Urdangarin y Torres «pretendieron adornarse de un prestigio y área de influencia añadida».

Tras el parón estival de aquel 2012, Manos Limpias volvió a la carga, mientras que Torres redoblaba la estrategia, puesta en marcha en abril, de inundar el proceso, de manera dosificada, de correos electrónicos con los que trató de demostrar que el rey Juan Carlos I estaba al tanto de todos los negocios del Instituto Nóos, en cuyas andanzas habría estado involucrada la infanta Cristina. Como ejemplo, un mensaje que el yerno del rey dirigió a su esposa el 20 de febrero de 2003: «Aprovecho que estás conectada para enviarte una comunicación de Nóos que tengo pensado enviar. Hay dos versiones. Clientes, colaboradores y amigos. Léelo y dime qué piensas, please... Ciao».

Algunas alarmas comenzaron a sonar en ciertos estamentos, sobre todo en el entorno del rey Juan Carlos I. Desde el primer momento, la Casa Real desplegó toda su capacidad de maniobra para limitar las consecuencias del proceso instruido por el juez Castro. El propio monarca mantuvo frecuentes contactos con los fiscales generales Cándido Conde-Pumpido y Eduardo Torres Dulce, y conversaba casi a diario con el entonces presidente del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Dívar. Pero el paso del tiempo dejaba claro que todo el empeño puesto para frenar la instrucción del caso Nóos fracasaba mientras que la estrategia de defensa de Torres podía cobrarse una pieza de lujo, la infanta Cristina.

La alerta general se dio en marzo de 2013, cuando todo el mundo esperaba que la instrucción entrase en la recta final. El juez Castro decidió entonces explorar vías colaterales, como las abiertas por los correos electrónicos aportados al proceso por Torres, que sugieren que la infanta Cristina pudo ayudar a su marido a «crear un área de influencias» a favor del Instituto Nóos.

Reclamó también las actas, firmas y documentación de las juntas generales ordinarias y extraordinarias celebradas por esa entidad en 2003, 2004 y 2006, así como una copia de la hoja registral de Aizoon. Y dictó hasta treinta y tres citaciones, dos en calidad de imputados, entre ellos José Manuel Romero, conde de Fontao, asesor jurídico externo de la Casa del Rey encargado de poner fin a la peligrosa aventura empresarial de Urdangarin. Nadie dudó que la caza de la hija menor del rey acabara de empezar.

Los temores se confirmaron el 3 de abril de 2013, día en el que el juez Castro citó a la infanta a declarar como imputada porque, en su opinión, «surgen una serie de indicios que hacen dudar» de que desconociera que su esposo la utilizaba como vocal en el ámbito de influencia de Nóos y «conviene despejar en cualquiera de los sentidos, antes de finalizar la instrucción de esta pieza, la incógnita». El objetivo, agregó en su resolución, era disipar la sospecha de un cierre en falso de la investigación y, sobre todo, «evitar el descrédito de la máxima de que la justicia es igual para todos».

Algunos de los funcionarios de su juzgado, aquellos con los que el juez Castro mantiene una relación de estrecha confianza, trataron de alertarle de la compleja tesitura en la que se adentraba la causa. Pero el instructor les transmitió firmeza en sus posiciones: si cuatro de los cinco vocales del Instituto Nóos habían sido interrogados como imputados porque no cabía su citación como testigos, la infanta debía correr la misma suerte. El ciudadano nunca habría entendido que se cerrase la causa sin cumplir ese trámite, les insistió.

La cita debió producirse el 27 de abril siguiente, pero nadie dijo que fuese a ser fácil y no pudo ser. La Fiscalía, la Abogacía del Estado, la defensa de Urdangarin y la representación legal del Gobierno de Baleares —personado en la causa— recurrieron de inmediato. Y aunque en un primer momento el juez Castro tuvo la tentación de mantener la citación contra viento y marea, al final optó por aplazarla hasta que la audiencia mallorquina se pronunciase.

Sabia decisión, porque, el 7 de mayo, la Sala de Apelaciones de la Audiencia dejó en suspenso la imputación de la hija menor del rey. Fue una resolución salomónica. De un lado, arruinó cualquier posibilidad de considerar a la infanta Cristina cómplice de su marido, al concluir que nada en la causa permitía demostrar que conocía la ilicitud de sus negocios. Los catorce indicios recogidos por el juez Castro en su auto de imputación fueron considerados débiles, inconsistentes y equívocos, inútiles para formular una acusación penal contra ella como cooperadora necesaria en el «plan criminal» urdido por su marido.

Pero, de otro lado, abrió una vía a explorar: su implicación en el delito fiscal cometido con Aizoon, «sociedad pantalla con finalidad defraudatoria» de la que era propietaria al 50 por ciento con Urdangarin: «La infanta debería saber o conocer que (...) Aizoon era una sociedad pantalla y que su marido la utilizaba para defraudar a Hacienda». Los magistrados consideraron que la infanta Cristina «podría estar en condiciones de impedir la defraudación a la hora de presentar las declaraciones del impuesto de sociedades de los años 2006, 2007 y 2008». Así que «la imputación queda de momento en suspenso, lo cual no quita que pueda verificarse posteriormente».

Era la primera vez que la Audiencia de Mallorca no respaldaba al juez Castro, algo que no esperaba ni el fiscal Horrach. La decisión fue adoptada gracias al voto mayoritario del presidente y ponente Diego Gómez-Reino, progresista, y la magistrada Mónica de la Serna, moderada. El magistrado Juan Jiménez Vidal, progresista, defendió la autonomía del instructor para dirigir el proceso y dio el visto bueno a la mayoría de los indicios que en opinión del juez Castro permitían imputar a la infanta.

Tiempo después, repasando lo sucedido, el juez Castro regala una sugerente reflexión: de haber aceptado prestar declaración como imputada en aquel momento, acaso la infanta Cristina no hubiera acabado en el banquillo de los acusados. La audiencia tenía razón y los indicios contra ella eran muy débiles. Pero ese mismo tribunal le mostró al juez Castro el camino a seguir y él lo recorrió hasta sentarla en el banquillo de los acusados junto a otros quince imputados. El destino, retorcido siempre, juega estas malas pasadas.

El juez se puso de inmediato a ello. De entrada, pidió a la Agencia Tributaria un exhaustivo informe sobre las actividades de la infanta y la posible comisión de algún delito de índole fiscal. No sin sobresaltos ni contrariedades, las pesquisas empiezan a arrojar algunos frutos, como la localización de una cuenta de Aizoon con un saldo de unos 150.000 euros que fue utilizada por la duquesa de Palma, que afrontó además diversos gastos con una Visa Oro de la sociedad patrimonial. A finales de año, esa vía exploratoria quedó concluida.

La segunda imputación se produjo el 7 de enero de 2014. Aprendida la lección, nadie recurrió para evitar que la Audiencia diese un respaldo aumentado a la iniciativa del juez Castro y el interrogatorio se celebró el sábado 8 de febrero siguiente. Abrió fuego el propio instructor, que planteó a la duquesa de Palma... más de 700 cuestiones; en más de 180 ocasiones la respuesta que obtuvo fue «no lo sé», mientras que en otras 55 fue «no lo recuerdo». Este pequeño fragmento muestra el cariz de la declaración de la infanta:


JUEZ: Perdone que sea pesado, pero, claro, esto no me da a mí una explicación de por qué interviene usted, porque su marido puede facturar como persona física, puede facturar como una sociedad unipersonal, es decir, usted no hacía falta, perdone, con eso no quiero darle un trato peyorativo, no hacía falta usted en Aizoon.

INFANTA CRISTINA: No, pero yo no tenía ninguna intervención en Aizoon.

J: Por eso, si no tenía ninguna intervención, ¿por qué Aizoon?

IC: Porque confiaba en él, él me lo sugirió y así lo acepté.

J: Ya, pero sigo sin saberlo. ¿Desembolsó usted efectivamente su aportación de mil quinientos y algo euros?

IC: Para su constitución, creo recordar.

J: Sí, era un capital de 3.005 euros, ¿usted aportó realmente la mitad?

IC: Sí, no lo recuerdo ahora, pero sí, claro.

J: Cuando digo aportar no es que la pusiera su marido, ¿quién la puso, usted efectivamente o su marido y ya haremos cuentas?

IC: No sé exactamente cómo se hizo, pero sí, yo debí aportar esa cantidad.

J: Vamos a pasar a otra pregunta, ¿fue consultada usted por su marido sobre cómo comunicar al público, a los demás, a terceros, la creación de Aizoon?

IC: No.

J: ¿No le envió un correo con un borrador de comunicación para que usted lo revisara?

IC: No lo recuerdo, no.


Durante los días siguientes, fueron muchos quienes pidieron al juez Castro una valoración de aquellas seis horas de interrogatorio, pero él siempre rehusó todo comentario que pudiera resultar trascendente. A sus más íntimos les insistió en que en todo momento intentó mantener una actitud de respeto hacia la hija menor del rey, aunque la apeó de todo tratamiento protocolario y siempre se dirigió a ella con un simple «señora». Y agradece la actitud «amable y respetuosa» que atribuyó a la declarante, «instruida para no saber y no recordar nada».

Algunos de los letrados presentes en el interrogatorio confirman estas palabras y recuerdan que el juez Castro se mostró con la infanta menos incisivo que con otros imputados, como García Revenga o el conde de Fontao. Uno de los abogados defensores no tiene reparos en señalar que «fue extremadamente educado, hizo las preguntas que él consideraba que tenía que hacer con toda corrección, lo que no quiere decir que no fuesen incisivas. Por utilizar la frase típica, se manejó con puño de hierro en guante de seda, pero fue muy correcto en todo momento y en todas circunstancias».

La imputada se mostró esquiva, rehuyó cuanto pudo la mirada del juez y buscó constante apoyo en sus abogados. Las más de mil preguntas que tuvo que contestar le pasaron factura en la garganta, lo que la obligó a consumir abundante agua y una buena dosis de caramelos. Por momentos, el bullicio exterior se sobrepuso a su volumen de voz, por lo que en varias ocasiones la secretaria judicial se vio obligada a pedirle que elevase el tono.

Conforme pasa el tiempo, el magistrado se muestra seguro de la decisión tomada, y asegura que cualquier juez de Palma, o de Soria, hubiera hecho lo mismo. Siempre rechazó todo matiz heroico en su iniciativa seguro de que, en circunstancias parecidas, alguien llamado Juana Rodríguez Pérez hubiese sido igualmente interrogada sin tanto obstáculo. Pero el nombre de Cristina de Borbón pesa, aunque un vínculo con los hechos justificase su interrogatorio. «Lo anormal no ha sido llamarla, lo anormal ha sido la resistencia a algo tan simple como es venir a responder, si quiere, a lo que había que preguntarle», se defendió días después del interrogatorio ante un comentario crítico con su iniciativa.

Las respuestas de la infanta Cristina no aportaron novedad alguna a la causa; todo su testimonio puede resumirse en un lacónico «no sé, no me consta, no recuerdo». Respondió a la cuidada táctica diseñada por sus defensores, que no sirvió empero para obstaculizar la vía expedita al banquillo que abrió la Audiencia mallorquina y que el juez Castro recorrió con paso firme.

Para hacerlo, tuvo que vencer la dura oposición de la Fiscalía, de la Abogacía del Estado, de la representación procesal del Gobierno balear, de la defensa de Iñaki Urdangarin... Y tuvo que hacer algo más: analizar, matizar, criticar y esquivar la doctrina Botín del Tribunal Supremo que, en opinión de muchos, le impedía llevar a juicio a la infanta Cristina. Pocos magistrados, tal vez ninguno, se habían atrevido antes a tanto, y eso sí es toda una demostración de poder.

La doctrina Botín impidió sentar en el banquillo al fallecido presidente del Banco Santander y a otros tres altos directivos de la entidad por un delito fiscal, porque ni la Fiscalía ni la Abogacía del Estado (representante de la Agencia Tributaria) formularon acusaciones contra ellos, por lo que no cabía abrir juicio oral solo con los cargos formulados por una acusación popular. Una situación similar a la de la infanta Cristina. Pero el juez Castro reinterpretó la Ley de Enjuiciamiento Criminal, retorció los argumentos del Supremo y argumentó con solvencia la decisión de juzgar a la duquesa de Palma. De nuevo, para evitar nuevos revolcones, sus principales detractores prefirieron no recurrir y esperar al inicio de la vista oral. Allí, ante un tribunal distinto, volvieron a intentarlo, y cosecharon un rotundo fracaso. El respaldo al juez Castro, contrario a la aplicación de la doctrina Botín en este supuesto, fue unánime, y la silla 18 del banquillo de los acusados del caso Nóos conservó su regia ocupante.