IV

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ntre los catorce candidatos a tapar el hueco que dejaba una figura de la trascendencia de Garzón, el CGPJ elaboró una terna en la que, junto a Ruz, estaban las juezas Carmen Lamela y Carmen Rodríguez-Medel. Y el precipitado de esa pócima requirió un meticuloso trabajo de decantación encomendado a algunos de los habituales fontaneros del Poder Judicial.

Uno de ellos contactó con el magistrado Villegas, a quien requirió exhaustiva información del candidato Ruz, posiciones políticas incluidas. «Al principio —desvela ahora este juez— las preguntas del letrado del consejo estaban encaminadas a conocer cosas de poca importancia de Pablo, de dónde era, si era de una tendencia o de otra, cómo trabajaba... Pero las preguntas las hizo de una forma torticera para hacerme creer que lo que les interesaba era su trabajo y, en cambio, lo que querían era saber cómo era él o si era un loco».

El magistrado entendió con claridad la intencionalidad de la llamada: «Buscaban un perfil psicológico de Ruz para ver si se podía confiar en él, porque lo que querían era saber si era un tío de esos que montaba el espectáculo». Hoy, con la perspectiva que da el paso de los años, el magistrado Villegas recuerda con acritud aquella indagación, en la que el letrado del CGPJ utilizó formas «muy inquisitoriales».

Es imposible precisar el grado de influencia que la conversación con Villegas tuvo en el proceso de toma de decisión sobre la sustitución de Garzón, ni tampoco los elementos utilizados para resolver la elección. El caso es que el elegido fue Ruz, por unanimidad. En su currículo figuran cursos de formación en materias como la lucha contra el crimen organizado o la aplicación de los acuerdos de extradición. Esa pudo ser una de las razones por las que el magistrado quiso volver a la Audiencia Nacional, pero hubo otra acaso más importante: ese tribunal le mantenía más cerca de casa, le dejaba más tiempo con su familia: tenía cuatro hijos y las labores domésticas requerían su diaria ayuda.

Su elección para cubrir tan delicada plaza —el Juzgado Central de Instrucción Número 5 es un icono y los sumarios allí pendientes un cúmulo de patatas calientes— provocó especulaciones de todo tipo. Desde las menos comprometidas, que interpretaron que el nombramiento respondió a que Ruz ya conocía la Audiencia Nacional, hasta las más benevolentes, que lo justificaron con su fama de discreto y trabajador. Y no faltaron las aviesas, que criticaron la elección para el puesto de un juez lento y acomodaticio, lo que podría interesar a ciertos poderes implicados en determinados sumarios. Por ejemplo, el de la trama Gürtel.

En esta ocasión, el nombramiento de Ruz no era para un periodo breve. La suspensión de Garzón se prolongaría hasta que el Supremo dictase sentencia en alguno de los tres procesos que tenía abiertos, y nadie dudaba de que en algunos de ellos se iba a dictar la condena que le impidiese volver a la judicatura. Entrar en la Audiencia Nacional para una larga temporada no es trago fácil de digerir. Para un juez, es el tribunal ideal para progresar, pero también el más expuesto al control voraz de los medios de comunicación, a la más desaforada crítica.

Ruz aterrizó en la segunda planta del edificio de la calle Génova en junio de 2010, tan solo nueve años después de acceder a la carrera judicial. Su fama se desbordó y el magistrado se convirtió en centro de atención mediática y social por ser el sustituto del más famoso juez del país y por los casos tan complejos que heredaba, casi medio centenar de asuntos de primer orden, entre ellos el que más afectaba al PSOE, en esos momentos en el gobierno, el caso Faisán. Ese era el terreno movedizo que iba a pisar y por lo que centenares de expectantes miradas de los tres poderes del Estado se centraban en él.

Para complicar una situación nada envidiable per se, el novel juez tenía que ponerse al frente de un equipo de funcionarios que querían y respetaban a Garzón hasta la médula, que sufrieron con él todos los episodios de su proceso de defenestración. Eran veinticinco funcionarios que esperaban al nuevo juez con el alma rota y la incertidumbre de si iba a ser «la mitad de emprendedor que don Baltasar».

Pablo Ruz recibió un legado endemoniado. Decenas de casos abiertos con el cuño moldeado por otro juez, y no por otro juez cualquiera, que debían ser revisados con meticulosidad. Necesitaba ponerse al día de todas las investigaciones abiertas, pero debía hacerlo contrarreloj ya que la mayoría eran causas con preso. «Al llegar, abrió los cajones y de allí salieron sapos y culebras», recuerda divertido un exjuez de la Audiencia Nacional que vivió esa época.

El equipo del Juzgado Central de Instrucción Número 5 se había ganado fama merecida a base de trabajo, dedicación personal y muchos disgustos, pero los resultados enriquecían tanto su prestigio como el del juez. El cinco parecía tener un imán para los casos más enrevesados, desde el terrorismo nacional o internacional hasta los casos de corrupción económica o las tramas políticas de blanqueo de capitales. Y todas esas investigaciones estaban sin finalizar.

Ruz, a su debido tiempo, se hizo con los funcionarios. Recurrió a la misma fórmula utilizada en sus anteriores destinos: ser él mismo, con sus defectos y virtudes. Hoy, algunos de esos empleados reconocen que, pese a las reticencias con las que fue recibido, siempre tuvo a mano una palabra amable y supo transmitirles seguridad a la hora de ordenar y preparar las investigaciones en marcha. La maquinaria volvió a funcionar y el juzgado mantuvo su impronta de punta de lanza contra la corrupción. Incluso cuando se trató de investigar la trama Gürtel. Para sorpresa de muchos.

No fue fácil. Cuando tomó posesión de su nuevo despacho, el 5 de julio de 2010, se encontró una habitación huérfana de decoración. Un cubículo frío y desangelado —símil del clima en el juzgado— donde hasta hacía poco tiempo había incluso un arlequín de cerámica casi de tamaño natural recostado sobre una alfombra. Uno de los muchos fetiches de la suerte del juez Garzón.

Con treinta y cuatro años, pisar aquel despacho le dio vértigo. La falta de experiencia pesó. Solo un sobresfuerzo en el trabajo, que dio extraordinarios resultados, disipó las náuseas. Su estilo metódico y pausado, que no lento, logró ir poniendo al día el juzgado. Su pasión por los asuntos jurídicos con vertiente internacional contribuyó a que mimara de una forma especial los sumarios acogidos a la jurisdicción universal, que le permitían estudiar los mecanismos de persecución transfronteriza de los crímenes de lesa humanidad cometidos en terceros países.

El asesinato de ciudadanos españoles en el Sáhara Occidental entre 1975 y 1992 fue uno de los procesos en el que más se involucró, y su apuesta por modernas técnicas de investigación forense mantiene vivas las pesquisas. A pesar de los encontronazos diplomáticos entre los Gobiernos de España y Marruecos, procesó a once altos cargos militares y policías marroquíes por delitos de genocidio. La castración de la jurisdicción universal acometida por el gobierno de Mariano Rajoy no pudo con esa investigación, y el caso Sáhara es uno de los pocos que ha sobrevivido a la reforma legal.

También las autoridades israelíes tuvieron noticias de Ruz, instructor de unas diligencias abiertas en España por crímenes de guerra atribuidos a las tropas de asalto israelíes, que atacaron en mayo de 2010 a la «Flotilla de la libertad» que se dirigía por mar a Gaza en misión humanitaria para romper el cerco establecido por las autoridades sionistas. En el asalto murieron nueve activistas turcos.

Las presiones diplomáticas, descaradas aquellas ejercidas sobre la Fiscalía de la Audiencia Nacional, fracasaron en su intento de frenar la investigación. Ruz trazó muy bien el proceso y su tenacidad consiguió hacer avanzar la investigación. Solo la reforma legal que acabó con el principio de jurisdicción universal provocó el archivo provisional de una causa que podrá reabrirse si Benjamín Netanyahu o cualquiera de los restantes querellados pisa territorio nacional.

Los fiscales de ese tribunal, en este y en otros muchos casos, están de su parte. «Tiene un criterio propio», dice uno de ellos; otro compañero, mucho más crítico, no tiene una visión tan amable: «No es un investigador, no lleva la iniciativa, pero puedes estar seguro de que no va a organizar un cisco», se consuela. Y, en todo caso, hay coincidencia generalizada en la plantilla que dirige Javier Zaragoza en que «su decidido apoyo a los fiscales le ha dado buenos resultados» y ya ninguno duda, más bien al contrario, de la capacidad, implicación y arrestos del juez en determinadas circunstancias.

Y, puestos a hablar de presiones, el caso Faisán, que investigaba un chivatazo dado por funcionarios policiales españoles a la red etarra encargada del cobro del chantaje terrorista, merece mención propia. Los permanentes obstáculos que surgían cada vez que avanzaban las pesquisas obligaron a un esfuerzo redoblado. Desde pruebas manipuladas hasta análisis intencionadamente incorrectos hacían presagiar que el caso estaba predestinado al archivo, pero no fue así. Dos mandos policiales que intervinieron en la operación fueron juzgados, y el Tribunal Supremo los condenó en sentencia firme por un delito de revelación de secretos.

Para entonces, Ruz había dejado de ser el sustituto para ganarse a pulso un hueco propio en la historia de la Audiencia Nacional. Ganó también fama de hombre meticuloso, prudente y extremadamente trabajador mientras sus decisiones despistaban una y otra vez a aquellos que buscaban en sus autos su adscripción política e ideológica para cargar el arma de la crítica.

La opinión que de él tenían sus compañeros jueces mejoró a medida que Ruz consolidaba pruebas y cerraba casos abiertos en el juzgado para elevarlos a la Sala de lo Penal, ya preparados para el juicio. Algunos magistrados que a su llegada recelaban de él —«argumenta bien, pero ser lento y precavido no está claro que sea bueno para un juez»— reconocen que su esfuerzo y minuciosidad constantes fueron determinantes para sacar adelante tantos expedientes abiertos.

Son centenares los abogados que han visto a Ruz en plena acción y destacan su capacidad de intervención en los interrogatorios, «que algunos jueces dejan en manos de la Fiscalía, pero que él dirigía con conocimiento e interés», reconocen. A la recíproca, el juez tuvo siempre muy en consideración el papel de los defensores en el sumario, aunque a veces tuvo que despertarles el celo profesional ante su pasividad a la hora de velar por los intereses de sus clientes. «En ocasiones me he visto obligado a excitar esa labor de auxilio en el abogado, y eso es triste. Cuando uno ve que la persona imputada que tiene delante no tiene una defensa digna, las consecuencias son devastadoras y poco se puede hacer ya», les reprochó en una conferencia ofrecida a un aforo abarrotado de abogados madrileños.