II
N
ació en Madrid en 1965, en una familia de clase media con tradición de opositores; amén de la profesión de su padre, magistrado, su madre era funcionaria de Justicia. La respuesta de Fernández Seijo cuando alguien le pide que haga memoria de sus primeros años es reveladora: «Cuando se producen las primeras elecciones en 1977 yo tenía doce años y jugaba con mis hermanos a dar mítines». Es una generación que incorpora la transición democrática a sus juegos, a sus costumbres, a su proceso formativo, y eso deja huella: «No me importa reconocer que siempre he votado opciones de izquierda; no siempre al mismo partido, pero siempre me he sentido más confortable cuando votaba la izquierda, nunca he tenido la tentación o el deseo de votar a la derecha o al centro, y es bueno que la gente lo sepa».
Este magistrado se alinea con aquellos que defienden que el ciudadano tiene derecho a poner nombre y rostro al juez que decide sobre su libertad o su patrimonio, así que no tiene reparos en exponerse en público: de izquierdas, sufridor del Atlético de Madrid y lector apasionado de Flaubert. «Es bueno que la gente que viene al juzgado sepa que quien va a resolver su conflicto es alguien con las mismas pasiones o emociones que puede tener él». Así se explica la reproducción de un Matisse que alumbra la estancia o la música que suena en casi cualquier momento.
Aunque estudió algunas asignaturas de Filología con la intención de hacerse profesor universitario, sin desdeñar algún coqueteo con la posibilidad de concluir su formación en el extranjero más como aventura personal que para mejorar su formación académica, la reconvención de su padre le condujo a la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid, donde enderezó el rumbo, acorde con los gustos paternos, entre 1982 y 1987.
Derecho, destino obligado, ofrecía distintas alternativas: abogado del Estado, diplomático... Pero la facultad tomó la decisión por él, aunque guarda un recuerdo ambivalente. Fernández Seijo no oculta la huella que en él dejaron profesores como Fernando Garrido Falla, Fernando Sánchez Calero o Eduardo García de Enterría. Pero en aulas masificadas con hasta doscientos cincuenta alumnos por clase, y en un ambiente politizado al máximo, la carrera no le dejó mayor rastro.
En su apuesta por la judicatura influyeron otros factores. A título de anécdota, Fernández Seijo recuerda la película Veredicto final, esa joya de Sidney Lumet protagonizada por Paul Newman. Pero no debió de tratarse de una epifanía, sino de un proceso paulatino. Algunos de los compañeros de aula con los que formó pandilla empezaron a preparar las oposiciones, mientras que él cada vez descartaba con mayor convicción la posibilidad de ejercer la abogacía. «En la carrera de Derecho nadie te explica cuál es el trabajo de un abogado, mientras que las oposiciones a juez parecían una salida más natural que permitía cierta estabilidad económica y profesional, y se generó una especie de inercia porque preparar las oposiciones requería las mismas rutinas de estudio de la facultad, llevar una vida más tranquila, salir menos».
Una especie de leyenda negra atribuye a su etapa universitaria y a su militancia en posiciones izquierdistas el apodo con el que Fernández Seijo es conocido dentro y fuera de la judicatura, Anatoli, en recuerdo de Anatoli Vasilievich Lunacharski, aquel bolchevique que condenó a muerte a Dios. No es cierto, el sobrenombre se lo puso su madre cuando descubrió que, todavía a muy temprana edad, su hijo era un apasionado del ajedrez. Anatoli Evguénevich Kárpov fue campeón del mundo entre 1975 y 1985.
En la decisión de opositar a juez influyeron otros factores externos. Acababa de aprobarse la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) que diseñó el modelo judicial de la democracia; la transformación de los juzgados de instrucción abría muchas plazas a la oferta pública de empleo y era una apetitosa posibilidad para un joven de veinticuatro años. Aunque «siempre lo vi como una salida profesional, no como una vocación».
Aprobadas las oposiciones, Fernández Seijo ingresó en la carrera judicial el 19 de febrero de 1991, con apenas veinticinco años. Su primer destino fue el Juzgado de Primera Instancia e Instrucción Número 2 de Esplugues de Llobregat (Barcelona). Por qué un madrileño elige como destino Cataluña tiene una sencilla explicación: «Por amor». En Barcelona estaba destinada su novia, la que fue su primera mujer y madre de su primera hija, que hoy estudia Medicina en Italia gracias a una beca Erasmus.
En Barcelona se separó años después, en la Ciudad Condal volvió a enamorarse y allí se casó de nuevo con su actual esposa, Marta Cerveraella, juez de lo Mercantil Número 8 de la capital catalana y madre de otros dos de sus hijos. Cosas de la vida, ella es quien tiene merecida reputación de eminencia en el campo del Derecho Mercantil, pero es él quien carga con la fama. Este colchonero irredento es parte intrínseca del panorama judicial catalán, y él es feliz: «Mientras mis hijos y mi pareja estén bien en Barcelona, yo estoy bien donde esté bien mi familia».
Como tantos otros, Fernández Seijo llegó a su juzgado poco preparado para ejercer tan delicada labor, pero no tardó en descubrir la verdadera dimensión de su nuevo cometido y en enamorarse de su nueva responsabilidad. Todo se lo debe, como si estuviera predestinado a ello, a un desahucio. Apenas había ocupado hacía unos meses el despacho cuando el agente judicial integrado en la comisión encargada de practicar el lanzamiento le avisó de que la afectada, una joven madre con dos hijos, se había encaramado a la azotea del edificio y amenazaba con tirarse al vacío desde una altura de siete pisos.
El magistrado decidió personarse en el lugar de los hechos de inmediato. Avisó a la policía y una patrulla le trasladó hasta el domicilio en cuestión. Pese a las protestas de los agentes, subió hasta el tejado para hablar con ella. A finales de julio, el calor invitaba a prescindir de la corbata, prenda que nunca ha sido del gusto de Fernández Seijo. La joven mujer, encaramada a un voladizo del que podría caer al menor traspié, nunca creyó que aquel joven descamisado fuese un juez, pero este al menos logró convencerla de que no era un policía camuflado, tan solo alguien que pretendía ayudar.
Por suerte, la mujer no quería suicidarse de verdad, tan solo llamar la atención sobre su situación. Al final, accedió a volver al domicilio, donde los esperaban sus hijos, su abogado defensor y el procurador que representaba los intereses del banco acreedor, sobrepasados todos por la tensión del momento. El grupo se reunió en el salón de la vivienda para buscar una salida plausible a la situación creada.
«Fue un momento importante en mi vida no tanto por lo que hice, sino porque me di cuenta de que los abogados, los procuradores, la familia de la chica, la policía..., todos estaban pendientes de lo que yo tenía que decir, yo tenía la batuta en una situación que no estaba prevista en las leyes y en la que yo podía llevar a esta chica a la desgracia o la podía ayudar; creo que ese fue un punto de inflexión en mi vida como juez». Fernández Seijo resolvió aquella situación con una solución de compromiso, una prórroga de tres meses para buscar una alternativa al desahucio.
En aquellos primeros años noventa, los jueces no solían participar en este tipo de diligencias. La imagen de un togado inaccesible en su torre de marfil no era peyorativa, era descriptiva. Fernández Seijo fue uno más de aquellos magistrados que decidieron, sin más apoyo legal que su propia convicción, cambiar aquel estado de cosas. «Pronto pensé que había que ver de cara los problemas, que si no podía mirar a los ojos a alguien y decirle que tengo que echarle de su casa o meterle en la cárcel o ponerle una multa, que si no era capaz de comunicar esas decisiones severas mirando a los ojos a la gente, a lo mejor no servía para este trabajo».
Integrado en la última promoción de objetores de conciencia para evitar la mili obligatoria, a Fernández Seijo se le agotaron las prórrogas —«y las excusas»— cuando ya ejercía como juez en Esplugues de Llobregat. Todo lo más que pudo hacer fue solicitar como destino para su prestación social sustitutoria «un sitio útil», por lo que acabó pasando trece meses en la prisión de mujeres de Wad-Ras, en la Ciudad Condal, lo que le permitió conocer el haz y el envés del Derecho Penal, pero también coincidir con presas allí recluidas por orden suya.
Lo recuerda como «una experiencia muy interesante» porque le ayudó a comprender que quienes cometen delitos a menudo se ven condicionados por factores económicos y personales que deben ser valorados. Pero el episodio no dejó de ser un incordio, porque cuando volvió a su juzgado se percató de que, en muchos asuntos sometidos a su jurisdicción, tras su paso por la prisión él conocía a la detenida, y al marido de la detenida, y al abogado de la detenida, y con todos ellos tenía una relación más intensa que con el policía que la traía detenida. El entonces presidente del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, Guillermo Vidal, le dio el único consejo posible en esa situación: «José Mari, olvídate de que has estado en prisiones y vuelve a ser juez». Pero la recomendación llegó tarde, en parte porque Fernández Seijo ya valoraba la idea de abandonar la instrucción penal y dedicarse a otras áreas del Derecho, como el Civil o el Mercantil.
No pudo ser de momento. Obligado a cambiar de destino en julio de 1992, pasó al Juzgado de Primera Instancia e Instrucción Número 2 de Arganda del Rey (Madrid), donde permaneció tres años. Allí ratificó su convicción no solo de que la jurisdicción penal no era lo suyo, sino de que otras jurisdicciones también estaban necesitadas de magistrados con un nuevo compromiso social.
En el juzgado de Arganda del Rey, Fernández Seijo tuvo que enfrentarse a un sinfín de suspensiones de pagos y quiebras de empresas radicadas en los polígonos industriales que circundan la populosa localidad madrileña. Entre otras, la quiebra de una concesionaria de la autovía de Leizarán, cuyo concurso se resolvió ocho años después. Incluso le salpicó una parte del escándalo de la cooperativa Promoción Social de la Vivienda (PSV), aquel gran fiasco impulsado por la Unión General de trabajadores (UGT), algunas de cuyas promociones naufragaron cerca de la vecina Rivas-Vaciamadrid. Eran sumarios ingobernables y sujetos a tales tecnicismos que los jueces quedaban siempre en manos de los administradores judiciales encargados de la liquidación. Por eso Fernández Seijo, impotente, decidió estudiar Derecho Concursal.
En febrero de 1995 pudo volver a Cataluña, al Juzgado de Primera Instancia e Instrucción Número 1 de Sant Feliú de Llobregat. Fue una breve etapa de transición, porque en mayo de 1996 por fin pidió destino en Barcelona, en el Juzgado de Primera Instancia Número 35, donde se liberó de una jurisdicción penal a la que nunca ha vuelto ni tiene la intención, de momento, de volver. Allí permaneció hasta septiembre de 2004, una larga etapa que le sirvió para madurar el ejercicio de la judicatura hasta alcanzar ciertas cotas de desencanto que pueden extrañar a cualquier desconocido.
Fernández Seijo siempre ha estado preocupado por la utilidad de su trabajo, por lo que le interesa saber si sus resoluciones son útiles, si sirven para mejorar o cambiar la vida de la gente. Y al cabo de los años ha llegado a conclusiones poco alentadoras, convencido de que el 90 por ciento del trabajo de un juez, salvo en la jurisdicción penal, no sirve para casi nada. Al final, todo se reduce a dar salida a trámites burocráticos —«pura gestión del papel»— que no resuelven problemas, son solo rutinas que alimentan el tiempo profesional de jueces, abogados, procuradores...
Ese desapego no debe ser confundido con el desánimo; tan solo es una reflexión autocrítica que ha impulsado a Fernández Seijo a buscar siempre otro camino para que su labor jurisdiccional tenga consecuencias, y que estas sean beneficiosas para el mayor número posible de ciudadanos, en particular aquellos más indefensos, más necesitados de protección. Por eso cuando en 2004 se crearon los nuevos juzgados de lo Mercantil no lo dudó.
Miembro activo de Jueces para la Democracia, Fernández Seijo siempre ha hecho gala de su talante progresista, un factor que inclinaba a los jueces a volcarse en las jurisdicciones Penal y Laboral. Una de las consecuencias es que en las jurisdicciones con más contenido económico, Civil y Contencioso-Administrativa, la judicatura es sobre todo conservadora. «Por entonces, a mí me parecía que donde se parte el bacalao es donde están los dineros y coincidí con compañeros como Edmundo Rodríguez Achútegui o Raquel Blázquez Martín en que no debíamos dejar que los espacios económicos estuviesen gestionados por jueces que no tuviesen esa sensibilidad, teníamos que implicarnos, entender e intentar dar una visión no rutinaria de lo que es el mundo de la economía. Ahí fue cuando empezamos a introducir la idea del consumidor como sujeto que contrata servicios financieros y a modificar la forma de afrontar los casos de patentes, marca, competencia desleal, insolvencias... Y hemos trasladado esa manera de trabajar más arriesgada o innovadora a otros compañeros que no hacían otras cosas porque no se atrevían».
Es el eterno debate sobre la ideología de los jueces. Fernández Seijo está convencido de que los jueces «deben tomar opciones personales éticas y morales» ante los conflictos que tienen que resolver, pero su ideología no debe contaminar las resoluciones. No es una posición buenista, es puro egoísmo: él limita la influencia de su posición política personal en su trabajo para así poder criticar a otros compañeros que no lo hacen, sobre todo si la ideología que dejan traslucir en sus sentencias es conservadora.
«Lo ideal es que un juez tenga una buena formación, asuma valores constitucionales y en particular el artículo 9, que nos obliga a remover los obstáculos y promover las condiciones para que los derechos se ejerciten de una manera efectiva. Ese activismo constitucional nos mete a todos en el mismo saco y no distingue entre progresistas o conservadores, sino entre jueces con talante constitucional y con compromisos constitucionales y los que no los tienen; por eso hay jueces progresistas que son desastrosos en su manera de trabajar y que tutelan poco a los ciudadanos y jueces que se califican como conservadores y que son un ejemplo a seguir», proclama seguro de sí mismo.
El Juzgado de lo Mercantil Número 3 de Barcelona, al que llegó en septiembre de 2004, ha sido el crisol en el que se han precipitado todos los elementos que conforman el Fernández Seijo respetado y famoso que es hoy en día. En 2009 fue nombrado miembro de la sección especial de la Comisión de Codificación para la reforma de la Ley Concursal. Después, ha acudido en calidad de experto a las comisiones de Justicia del Congreso y del Parlament de Cataluña para informar sobre las reformas legales en materia mercantil, civil y procesal. Ha intervenido en la elaboración de informes sobre la situación de la democracia y la justicia en España y en Cataluña, tanto para la Fundación Alternativas (próxima al PSOE) como para la Fundación Pi i Sunyer (en la órbita de Esquerra Republicana de Catalunya).
Tanta actividad no le impide dedicar a su familia todo el tiempo del mundo. Casi a diario, lleva a sus hijos al colegio y los recoge a la salida. «Pasamos mucho tiempo con ellos porque, si nos comparamos con otras profesiones como abogados o procuradores, no tenemos la severidad de sus horarios y terminamos siendo dueños de nuestro tiempo; es verdad que hay que poner sentencias los domingos, pero las pones mientras los críos juegan a tu alrededor».
Incluso dispone de tiempo suficiente para su gran pasión, la cocina. Fernández Seijo es el encargado de hacer la compra y de cocinar en su casa, sobre todo si hay amigos invitados, lo que no es infrecuente. Pertenece a un club gastronómico junto a amigos que en su mayoría son médicos y escribe su propio blog, www.undiletanteenlacocina.blogspot.com. Además, maneja un perfil pirata en Twitter, dispone de otro en LinkedIn, en el que no ofrece un solo dato personal o profesional, y maneja una página en Facebook restringida a la familia y unos pocos amigos.
—Juez, padre de familia, gastrónomo, interesado en redes sociales, conferenciante, reputado ajedrecista, deportista ocasional..., ¿cómo se compaginan tantos intereses tan dispares?
—Es muy fácil, se hace todo mal y ya está.
Bromas aparte, Fernández Seijo duerme poco y aprovecha las madrugadas para trabajar mucho. Y todo está relacionado: la preparación de un risotto puede ser un buen momento para encontrar la solución a un caso pendiente, mientras que una buena partida de ajedrez puede servir para ordenar las ideas que plasmar en la próxima conferencia.
Al final, todo se debe a ese carácter diletante del que no reniega. Reivindica el impulso ilustrado que empujó a Europa hacia el futuro gracias a intelectuales más preocupados por adquirir conocimientos enciclopédicos que por especializarse en profundidad en materias concretas. Y es también una apuesta por una cierta forma desordenada de trabajar que encubre su pasión por un abanico de materias imposibles de abordar en profundidad si no es a costa de sacrificar algunas en beneficio de otras.
Ese magma de inquietudes distintas define al juez de lo Mercantil Número 3 de Barcelona, responsable de concursos de acreedores tan señalados como el de la promotora Habitat, con 2.800 millones de euros de pasivo, junto a otros cientos de ciudadanos que no pueden hacer frente a gastos acometidos con sus tarjetas de crédito. En todos los casos, aplica el método que aprendió del catedrático Manuel Díez de Velasco: primero, conocer el conflicto; luego, buscar la solución más adecuada y razonable y, por último, localizar las normas que dan soporte legal al remedio escogido. «No es una mala regla de comportamiento», añade el magistrado, que nunca olvidará que aquel profesor le pronosticó que nunca llegaría a ser juez.
Pero llegó, y hoy es el más antiguo de los jueces mercantiles de Barcelona. En octubre de 2013, la Asociación de Comunicadores e Informadores Jurídicos (Acijur) le concedió su premio Puñetas de Plata por su labor en el caso Aziz. En noviembre de aquel año, el Institut d’Estudis Financers (IEF) reconoció su labor ante el fenómeno de los desahucios, así como la transparencia, objetividad y claridad con la que compareció ante los medios de comunicación en un momento de gran presión mediática. Y en octubre de 2014 recibió en Bilbao el Premio Txema Fínez (magistrado fallecido en 2010, con el que coincidió en Jueces para la Democracia) a la promoción de la justicia por su compromiso ante el «drama de los desahucios y en la protección de los más desfavorecidos por la crisis».