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uando Alaya habló en la Complutense, los medios de comunicación buscaban carnaza y la tuvieron. Durante la instrucción de los sumarios que han indagado lustros de posibles irregularidades cometidas por la Junta de Andalucía en la gestión del dinero público recibió «muchísimas presiones», dijo la jueza; en particular, del propio Gobierno autonómico, desde siempre en manos del PSOE andaluz, que puso «todas las trabas del mundo» a su trabajo al frente del Juzgado de Instrucción Número 6 de Sevilla. La «administración autonómica de turno», expresión elegida por la magistrada para referirse a la Junta de Andalucía, trató de frenar su investigación y para ello le negó los «medios necesarios» para acometer indagaciones tan complejas como las emprendidas por ella.
La prensa reflejó el mensaje de la jueza Alaya con profusión, pero muchas de sus diatribas pasaron más desapercibidas para la opinión pública. Solo en determinados despachos del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía (TSJA) provocaron tanta preocupación como airado malestar.
Según la jueza, no solo el poder político maniobró para frenar sus pesquisas, a veces «las presiones te cortan la respiración cuando vienen del lado equivocado, y siempre es el lado equivocado cuando vienen de tu casa». No en vano, «lo peor de la corrupción viene después, con las secuelas». No dio más pistas porque «quizás razones más graves que la propia prudencia me lo exigen». ¿A qué se refería la popular magistrada? No hubo oportunidad de preguntárselo porque respeta contra viento y marea su máxima de no atender nunca a los medios de comunicación. Tampoco a los autores de este libro. Pero ciertos vocales del CGPJ y magistrados de la Sala de Gobierno del TSJA se dieron por aludidos.
Todo empezó, de manera casual, en diciembre de 2014. Un concurso de traslado convocado por el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) afectó a 364 plazas vacantes, de las cuales 41 estaban cubiertas por magistrados en comisión de servicios. Pronto todo el mundo entendió que se trataba de una maniobra para sacar al magistrado Pablo Ruz del Juzgado Central de Instrucción Número 5 de la Audiencia Nacional, del que era titular suplente y cuya labor en las distintas piezas del caso Gürtel había convertido el sumario en un pozo sin fondo de problemas para el PP y el gobierno de Mariano Rajoy.
La sorpresa saltó al conocerse que la entonces titular del Juzgado de Instrucción Número 6 de Sevilla, Mercedes Alaya, había solicitado una de las cuatro plazas de nueva creación en la Audiencia Provincial de Sevilla incluidas en el concurso. Por antigüedad la obtuvo sin problemas. Los sumarios que asfixiaban a la Junta de Andalucía parecían a punto de quedar fuera de su control, pero nadie se inquietó. Los magistrados que cambiaron de destino en aquel concurso provocaron otras 190 plazas vacantes, incluido el Juzgado de Instrucción Número 6 de Sevilla, que fueron de inmediato ofertadas a la carrera judicial y todo el mundo dio por descontado que el juzgado de Alaya sería para el magistrado Álvaro Martín, allí destinado como refuerzo desde septiembre de 2013. Presidente de la Asociación Profesional de la Magistratura (APM) en Andalucía Occidental, es uno de los escasos magistrados que se ha entendido con ella.
Mientras se cerraba el proceso, y para evitar el vacío, la jueza pidió y obtuvo del CGPJ permiso para retrasar su salida hasta la incorporación del nuevo titular de su juzgado. De manera simultánea, el presidente de la audiencia hispalense, Damián Álvarez, invocaba el criterio de la antigüedad para adscribir a Alaya a la Sección Séptima, la encargada de resolver las apelaciones y recursos presentados en los sumarios instruidos por la propia magistrada.
La adscripción decidida por el presidente Álvarez respetó con celo los usos y costumbres en la audiencia hispalense, pero levantó ampollas. En primer lugar, la magistrada Alaya estaba obligada a abstenerse en todo proceso en el que hubiera intervenido como instructora. Inútil refuerzo, entonces, el que se daría a una sección a la que se dotó de una plaza más para que pudiera afrontar el volumen de trabajo generado desde el juzgado regido por la polémica jueza. La Sección Séptima ha resuelto más de un centenar de recursos en los últimos tres años solo en el caso ERE, y el esfuerzo deberá ser mayor a medida que la investigación se acerque al final. Además, numerosos magistrados de la audiencia expresaron por escrito su «profunda preocupación» porque la presencia de la jueza Alaya podría hacer dudar a la opinión pública de la imparcialidad de los jueces que con ella comparten despacho.
Fue una tormenta en un vaso de agua. En general, la Sección Séptima ha avalado la labor de la juez de Instrucción Número 6 de Sevilla, salvo en raras excepciones como el uso de la prisión preventiva para algunos imputados o las cuantías de ciertas fianzas millonarias. Pero el revuelo reflejó una característica de la figura de Mercedes Alaya, y es que para bien o para mal no deja indiferente a nadie.
Calmadas las aguas, cuando todo parecía resuelto, todo se envenenó de repente. A punto de vencer el plazo de presentación de solicitudes, ya sin tiempo de reacción, la juez de Primera Instancia Número 17 de Sevilla solicitó el traslado al juzgado de Alaya. En sus veintiún años de carrera judicial, María Ángeles Núñez Bolaños nunca había solicitado un destino en la jurisdicción penal. Hubiera podido pedir también el Juzgado de Instrucción Número 17, pero solo pidió el Número 6. Sectores judiciales y políticos conservadores creyeron ver tras la operación la mano del consejero andaluz de Justicia, Emilio Llera, para colocar a una instructora «menos hostil» al frente de los sumarios que afectan a la Junta de Andalucía.
Varios magistrados de la Sala de Gobierno del TSJA vieron venir el choque de trenes. El presidente Lorenzo del Río trató de evitarlo y el 8 de junio, un día antes de que la Comisión Permanente del CGPJ confirmase a Núñez Bolaños al frente del Juzgado de Instrucción Número 6, logró la aprobación de un plan de refuerzo para ese órgano, con dos jueces destinados en comisión de servicio (Alaya y Martín) y un tercero en adscripción territorial. Ese diseño dejaba el control de los sumarios que afectan a la Junta de Andalucía en manos de la nueva titular del juzgado.
La juez Alaya no lo aceptó y, por escrito, reprochó al alto tribunal andaluz la adopción de medidas de refuerzo para su anterior juzgado, «sin tener el menor conocimiento» de la situación, con lo que en vez de «ofrecer un mensaje de normalidad y eficacia, traslada una imagen perturbadora». Compañeros de la magistrada en la audiencia se alarmaron al detectar que incluso dirigió una dura puya a su compañero Martín, a quien, sin citarlo, acusó del retraso acumulado en las causas ordinarias desde que ella se había centrado en los macroprocesos.
Aunque para algunos parecía fuera de control, su maniobra puso al tribunal en un brete, porque solicitó permanecer en su juzgado en comisión de servicio solo para instruir tres sumarios concretos: el que investiga los ERE irregulares y dos que nacieron como investigaciones colaterales del anterior, el fraude en las ayudas a la formación de parados y los avales y subvenciones concedidos a empresas por la agencia Idea. Esos tres sumarios componen una completa investigación de toda la política de subvenciones a empresas y ayudas a la formación para el empleo de la Junta de Andalucía en la última década.
Esa propuesta era una declaración de guerra, y Alaya ganó aquella batalla: el 23 de junio, la Sala de Gobierno andaluza no se atrevió a contradecirla y aceptó su petición de que mantuviese, en comisión de servicio, el control de los apetitosos sumarios. Magistrados andaluces de distintos órganos reconocen que el episodio refleja el enorme poder que había acumulado la jueza, que gozaba del favor de la opinión pública y el férreo respaldo de los medios de comunicación andaluces. Dos días después, la Comisión Permanente del CGPJ ratificó la decisión de la justicia andaluza.
Lo que no esperaba casi nadie es que la jueza Núñez Bolaños, lejos de aquietarse, protestase por entender que se había invadido su competencia como titular del juzgado, ya que solo ella puede decidir qué sumarios delega en los jueces de refuerzo, tal y como fija la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) al regular los apoyos judiciales. Protestó a pesar de quienes le recordaron que Alaya ya había ganado otras peleas similares. En marzo de 2013, cuando retornó al juzgado tras una larga baja por enfermedad, mantuvo un desabrido enfrentamiento con los dos magistrados que habían gestionado el juzgado durante su ausencia, Ana Rosa Curra y Rogelio Reyes, pero la pelea duró poco y ambos salieron pronto por la puerta de atrás.
La crítica no se quedó en una pataleta escrita. La jueza Núñez Bolaños hizo gala de un carácter que sorprendió a propios y extraños y apartó a su oponente de la investigación sobre la gestión de las subvenciones de la Junta de Andalucía a los cursos de formación de trabajadores en paro por la que la anterior primavera había detenido a dieciséis ex altos cargos e imputado a cuatro exconsejeros del ejecutivo autonómico, pesquisa que trata de averiguar el destino real de 3.000 millones de euros manejados por la Consejería de Empleo. Alaya fue apartada también del proceso abierto por los avales concedidos a empresas en apuros, otro dolor de cabeza para el Gobierno andaluz.
Esa decisión, que dejó a Alaya solo al frente del caso ERE y el caso Mercasevilla, fue aprobada por unanimidad por la Sala de Gobierno del TSJA, que así se corrigió a sí misma y, en previsión de futuros vaivenes, advirtió de que ese reparto de asuntos podría ser de nuevo revisado si era necesario para la «tramitación de causas complejas y normalización del juzgado». Era una manera elegante, según algunos magistrados, de reconocer que la pelea no había acabado y sería necesario adoptar nuevas decisiones.
Fue una cautela acertada, porque la jueza Alaya no se conformó, cambió de estrategia y decidió disparar por elevación. En un escrito fechado el 25 de junio, defendió ante el CGPJ su petición de mantener la instrucción de los macroprocesos de la peor manera posible, tratando de desacreditar a su sucesora en el juzgado: «La nueva titular me genera una gran inquietud, pues al margen de sus escasos conocimientos de la jurisdicción penal por su veteranía como juez de familia, dicha ausencia de confianza deriva de datos objetivos de su actuación».
Sin contemplaciones, la juez Alaya insistía en que «las máximas de seriedad y rigor necesario no se dan en María Ángeles Núñez frente a la experiencia y los resultados que humildemente, pero también de manera innegable, avalan mi trayectoria». Y para rematar, una carga de profundidad: «Se da la circunstancia de que la prensa en general, cuestión que expongo como mero lector sin la menor certeza, pero que a la vez me inquieta, pone de manifiesto que la señora Núñez Bolaños mantiene una estrecha amistad con el consejero de Justicia, don Emilio de Llera, notorio detractor del trabajo de esta instructora». Así, ocho folios.
Se abrió la caja de pandora. Llegaba julio, las causas seguían paradas y se empezaban a perder muchas paciencias. También la del presidente del alto tribunal andaluz. El 7 de julio, el TSJA acuerda mantener su decisión y da traslado de las quejas cruzadas de ambas magistradas al CGPJ, a la espera de que este órgano superior resuelva. Pero en el gobierno del Poder Judicial nadie está dispuesto a meter la mano en ese avispero y el 21 de agosto pide un nuevo informe a la Sala de Gobierno andaluza.
El presidente Del Río hizo denodados esfuerzos por buscar una salida pacífica al tema. Mantuvo al menos una larga conversación en su despacho con la magistrada Alaya, de la que lo único que se conoce es el sonoro portazo con el que esta puso fin a la entrevista. La opinión de la jueza Núñez Bolaños le llegó por escrito: no necesitaba el apoyo de su contrincante para la instrucción de las macrocausas y por tanto convendría «prescindir» de su refuerzo en comisión de servicio.
Varios integrantes de la Sala de Gobierno del TSJA dijeron basta y transmitieron su apoyo al presidente, convencido desde hacía tiempo de que la juez Alaya era el problema. Por eso este organismo pidió al CGPJ en septiembre que tuviese en cuenta que las manifestaciones escritas de la polémica magistrada «denotan una evidente falta de voluntad de cumplir el objetivo de colaboración con la titular, aspecto que debiera ser convenientemente valorado» y anular su adscripción al juzgado en comisión de servicios.
De nuevo, el órgano de gobierno de los jueces optó por la inacción y delegó en el tribunal andaluz la decisión final. Algunos vocales lo justificaron por la conveniencia de no intervenir en asuntos que tienen un fuerte contenido jurisdiccional. Otros atribuyeron al sector conservador del consejo un fuerte reparo a adoptar una decisión que iba a contrariar al Partido Popular, defensor sin tapujos de que la jueza Alaya siguiese al frente de los sumarios que más incomodan al socialismo andaluz.
En cualquier caso, la sentencia estaba dictada. El 13 de octubre, la Sala de Gobierno del TSJA acordó por unanimidad que la juez Alaya quedase de manera definitiva apartada de la instrucción de cualquier sumario del Juzgado de Instrucción Número 6 de Sevilla, dada su «falta de colaboración y entendimiento» con su sucesora en el órgano judicial, de la que llegó a cuestionar «su idoneidad y su independencia». Dos días después, la Comisión Permanente del CGPJ, también por unanimidad, ratificó el acuerdo.
No hay precedentes de un conflicto de estas características en la reciente historia judicial española, que tiene que ver con la trascendencia de los sumarios que acumula el Juzgado de Instrucción Número 6 de Sevilla, pero también con la personalidad de la juez que lo ha ocupado entre julio de 1998 y el 11 de abril de 2015. El caso Mercasevilla, incoado en 2009, y el caso ERE, abierto en 2011, han sido afiladas armas políticas que el PP ha usado sin pudor contra el Gobierno andaluz porque analizan una forma más que discutible, probablemente ilegal, de gestionar los intereses públicos, pero también porque la forma de instruir de la jueza Alaya ha dado pie a ello y la ha convertido en protagonista absoluta de la actividad política andaluza. Nada de cuanto hizo quedó exento del correspondiente debate público, construido a base de encendidas polémicas y discusiones de tono subido.
Sus detractores no conocen freno a la hora de destacar sus errores: envió a la Guardia Civil al Congreso y al Senado a notificar a dos expresidentes de la Junta de Andalucía su preimputación —figura que le valió a la instructora severas críticas incluso de la Fiscalía Anticorrupción—, pese a que solo el presidente del Supremo puede dirigirse al resto de los poderes del Estado; indagó a los diputados de la Comisión de Hacienda del Parlamento andaluz sin tener en cuenta que son aforados; intentó impedir que ciertos abogados defendiesen a varios imputados a la vez; tardó más de un año en imponer una fianza de responsabilidad civil a una imputada por su colaboración con la investigación, pese a las sonoras protestas de los fiscales; ocultó a las partes pruebas, como la declaración ante la Guardia Civil de un interventor de la Administración andaluza; cambió de criterio de manera radical en numerosas fases del proceso; provocó un grave conflicto institucional al exigir las 492 actas de todos los consejos de gobierno andaluz celebrados durante una década cuyo contenido no ha aportado nada a la investigación...
Además de con sus propios errores, tanto la Junta de Andalucía como el PSOE andaluz han tratado de desacreditar el trabajo de la jueza Alaya con el argumento de que en realidad solo buscaba condicionar la agenda política desde el juzgado, de actuar en función del calendario electoral en beneficio del PP. Por ejemplo, recuerdan que la investigación sobre la agencia Idea llevaba un año dormida cuando la juez Alaya la reactivó con la imputación de cuatro ex altos cargos de la Consejería de Innovación..., apenas a un mes de las elecciones andaluzas de marzo de 2015.
Y cuarenta y ocho horas después de las votaciones, cuando se iniciaban los contactos para la sesión de investidura, desencadenó la Operación Barrado, en la que fueron arrestados dieciséis ex altos cargos de la Consejería de Trabajo y el Servicio Andaluz de Empleo por el fraude en los cursos de formación. Hasta el decano del Colegio de Abogados de Sevilla, José Joaquín Gallardo, calificó de «desproporcionadas» e «innecesarias» esas detenciones «masivas» y acompañadas «de difusión mediática».
En septiembre de 2015, mientras los miembros del nuevo Gobierno autonómico de Susana Díaz prometían o juraban sus cargos en el Salón de los Espejos del Palacio de San Telmo, sede de la Presidencia de la Junta de Andalucía, la jueza Alaya anunció la preimputación de siete aforados, noticia que llegó a la cámara regional a través de un comunicado de prensa del PP andaluz.
En varias resoluciones, la jueza Alaya ha defendido que atribuirle la intención de interferir en los comicios es «una interpretación sesgada y alejada de la realidad». Desde su juzgado, algunos funcionarios apuntan que, al ser tantos y tan voluminosos los sumarios instruidos, es imposible evitar que algunas resoluciones coincidan con fechas señaladas en el calendario político. En realidad, solo ella sabe el motivo de sus decisiones, pero son episodios como los anteriores los que explican por qué la Junta andaluza y el PSOE querían a la jueza Alaya lo más lejos posible de esos sumarios y por qué el PP ha maniobrado cuanto ha podido para que mantuviese el control sobre ellos.
Las investigaciones de la jueza Alaya han envenenado de tal manera sus relaciones con la Junta de Andalucía que destacados dirigentes socialistas llegaron a insinuar intereses inconfesables que tenían que ver con presuntas vinculaciones de su marido con el PP. Se organizaron anónimas campañas de desprestigio que coincidieron con escraches convocados sin tapujos por la dirección de la UGT andaluza y que obligaron a dotarla de una discreta escolta. Cierta prensa del corazón se lanzó a un detallado y peyorativo análisis de sus estilismos, tendencia que acabó por impregnar al resto de los medios al extremo de que, por temporadas, era más noticia el vestido que la juez lucía cada día a la entrada de los juzgados sevillanos a los mandos de su famoso trolley de intrigante contenido que sus propias resoluciones.
¿Presiones? Lo parecerían si no fuera porque la juez nunca lo denunció así al CGPJ ni pidió su amparo, por lo que cabe entender que no las vivió como tales o sobrevivió con entereza a esas estratagemas por sus propios medios. Sin embargo, sucumbió a su propia idiosincrasia: su legítimo anhelo de ascender a una plaza en la Audiencia Provincial de Sevilla tropezó con su indisimulado afán por mantener el control sobre sus sumarios. No supo romper la contradictio in terminis de su posición y al final tuvo que hacerlo la Sala de Gobierno del TSJA, alarmada por la deriva esperpéntica que amenazaba al proceso.
Ciertos alayólogos —porque no hay personaje público de relieve que no genere parásitos a su alrededor— sostienen que este último lustro de conflictos ha dejado tocado, sobre todo, al socialismo andaluz, porque le ha dejado sin explicación para su pasado y sin proyecto para el futuro. Parece una exageración, pero es cierto que la polémica jueza ha fulminado uno de los pilares de la permanencia del PSOE en el poder andaluz en lo que va de siglo.
El proceso desindustrializador que sufrió Andalucía en la última década del siglo XX dejó a miles de trabajadores en la calle. En 2001, la Junta que presidía Manuel Chaves ideó un dispositivo que permitía a la Administración autonómica actuar con rapidez para atajar los conflictos laborales mediante subvenciones a empresas que atravesaban dificultades económicas. Fue una manera de garantizar la paz social en la comunidad y fidelizar un buen puñado de votos en las urnas. El mecanismo diseñado fue el de las transferencias de financiación, un método que permitía el traspaso de fondos desde la Consejería de Empleo mediante un procedimiento administrativo ágil pero también opaco y discrecional, al margen del control de la Intervención General de la Junta de Andalucía.
Aquella estrategia empezó a desmoronarse el 14 de abril de 2009, día en el que por reparto llegó al Juzgado de Instrucción Número 6 una denuncia presentada por Juan Ignacio Zoido, un exmagistrado reconvertido en portavoz del PP en el Ayuntamiento de Sevilla, por un supuesto fraude en la gestión de la empresa pública Mercasevilla. Aunque en realidad el escándalo había estallado dos meses antes, cuando la propia Junta de Andalucía denunció ante la Fiscalía el intento de extorsión que sufrieron los dueños del grupo de restaurantes La Raza por parte de los directivos de la empresa pública a cambio de conseguirles una ayuda de la Consejería de Empleo.
La titular del juzgado empezó a tirar del ovillo. Su peculiar forma de instrucción provoca que, todavía hoy, no haya condenados en esta causa. Pero su investigación permitió detectar el fraude en las subvenciones de los ERE gracias a los intrusos, personas que cobraron una prejubilación por una empresa en la que nunca trabajaron. Después aparecieron las comisiones excesivas abonadas a intermediarios en la tramitación de los expedientes, las ayudas directas a empresas que no cumplían los requisitos, el cuestionamiento de la política presupuestaria de la Junta de Andalucía y las sospechas sobre el papel en la trama del Parlamento andaluz, de la Cámara de Cuentas, la Intervención General de la Junta de Andalucía, los servicios jurídicos de la Administración andaluza, el PSOE e IU, los sindicatos, decenas de ayuntamientos, bufetes de abogados, empresas y empresarios, la Universidad de Sevilla, varias entidades financieras, numerosas consultoras y aseguradoras...
Este proceso le permitió recabar material suficiente para, ya en 2014, abrir dos nuevas causas: una investiga las subvenciones a cursos de formación para desempleados organizados por las centrales sindicales; la segunda, un paquete de ayudas y avales a empresas andaluzas a través de la sociedad pública Idea. En resumen, toda la política social de la Junta de Andalucía de la primera década de siglo sometida a revisión judicial.
Tras mil quinientos días de pesquisas, la jueza Alaya es, para muchos, una heroína que ha desmontado una estructura corrupta de poder que ha sostenido al PSOE como fuerza predominante en la comunidad andaluza durante más de treinta años. Por supuesto, para los socialistas no es más que una inquisidora que, en beneficio del PP, abrió una ilegítima causa general contra la Junta de Andalucía y que adoptó iniciativas que rozaron la prevaricación.
Pero la tormentosa instrucción del caso ERE llegó al Tribunal Supremo en el verano de 2014 y allí obtuvo el más firme respaldo que un instructor puede conseguir. Tras una somera investigación, el magistrado de la Sala Segunda del alto tribunal Alberto Jorge Barreiro asumió en esencia la tesis de la jueza Alaya y concluyó que los expresidentes Manuel Chaves y José Antonio Griñán, así como otros exconsejeros y ex altos cargos imputados, no diseñaron el modelo de transferencias de financiación para cometer un fraude, ni lo hicieron porque se estuviera cometiendo, pero fue ese diseño lo que permitió que se cometiese el fraude.
El magistrado destacaba que la estructura piramidal de la Junta de Andalucía favoreció el uso ilegal del controvertido mecanismo, que por otra parte es una herramienta presupuestaria común en muchas administraciones autonómicas para conceder subvenciones. Su petición de suplicatorio cifró en 854,8 millones de euros la cantidad canalizada a través de las transferencias de financiación, pero aclaró que una parte fue destinada a fines legales y otra a objetivos ilegales, sin cuantificar ninguna de las dos.
Algunos de los abogados que mejor conocen el sumario han echado sus propias cuentas: entre 2001 y 2010 el fondo de los ERE estuvo dotado con 855 millones de euros, aunque con obligaciones contraídas por valor de 1.217 millones. De ellos, 50 millones se destinaron a sobrecomisiones ilegales a las entidades que mediaron en los expedientes de regulación de empleo; 73,7 millones se desviaron a empresas que no reunían las condiciones de acceso a las ayudas previstas en el fondo, y 12,3 acabaron en los bolsillos de intrusos, prejubilados que no pertenecían a las empresas ayudadas. En total, 136 millones malversados.
Pero amén del respaldo procesal proporcionado por el magistrado Jorge Barreiro, el caso ERE y el trabajo de la jueza Alaya había recibido poco antes un inesperado y potente aval. El 10 de abril de 2015, Griñán compareció ante el instructor del Supremo en calidad de imputado y defendió con énfasis la legalidad del sistema de ayudas a empresas en crisis, sin que hubiera plan alguno de la Junta de Andalucía para desviar fondos públicos a personas afines al PSOE. Al término del interrogatorio, cuando abandonó la sede del alto tribunal, el expresidente de Andalucía se topó con un muro de cámaras y micrófonos en la calle del Marqués de la Ensenada, y decidió darles su explicación de lo sucedido: «En los ERE no hubo un gran plan, pero sí un gran fraude».
Toda la estrategia de defensa del PSOE andaluz se desmoronó de repente. Todo el desmedido trajín agitado durante un lustro desde el Juzgado de Instrucción Número 6 de Sevilla cobraba sentido de golpe y dejaba de ser una «causa general» contra la Junta de Andalucía, ese argumento de exculpación tantas veces repetido, para convertirse en el reflejo de la generalizada sensación de que, durante una década, todos los controles internos de la Administración andaluza fallaron de manera estrepitosa. En una Andalucía regada con el dinero de los fondos europeos y mientras los ingresos fiscales procedentes del negocio inmobiliario mantenían las arcas públicas repletas, ningún sistema aplicaba un control eficaz del gasto. Y de ese descontrol se beneficiaron decenas de arteros desaprensivos que hicieron fortuna desde o a costa de la Administración autonómica.