JOSE MARIA FERNANDEZ SEIJO
CUANDO LA RUINA NOS ALCANZA
Las leyes son siempre útiles para las personas que tienen bienes
y dañinas para los desposeídos.
JEAN-JACQUES ROUSSEAU
Dice un axioma apócrifo que la Historia la escriben los historiadores, pero la fabrican los pioneros. Si el aforismo está en lo cierto, la pequeña historia reciente de la Justicia española debe incluir al magistrado José María Fernández Seijo, que el 28 de enero de 2011 dictó una resolución sin precedentes, algo al alcance de muy pocos: dio por saldadas las deudas de un matrimonio de jubilados de Barcelona incapaces de hacer frente a sus obligaciones de pago pendientes. Y lo hizo sin otro apoyo legal que su propia visión jurídica del problema planteado por los afectados en el conflicto.
Para que un asunto como el protagonizado por esos pensionistas acabe como acabó es imprescindible el impulso de un juez atípico, y Fernández Seijo lo es. Para empezar accedió a la judicatura porque su padre, magistrado, decidió cortar de raíz ciertas tendencias diletantes que había detectado en su primogénito y decidió enderezar su futuro. «Me cogió por banda y me dijo “tú eres el mayor y te toca opositar”. Y la verdad es que estoy contento; vista la perspectiva, creo que fue una decisión acertada, pero nunca he tenido gran afición a esto de ser juez». La ausencia de vocación no es un problema. Al contrario, «creo que es bueno no tener vocación, porque tengo la teoría de que de grandes vocaciones vienen grandes frustraciones».
Pero sí es imprescindible tener vocación de servicio público, y de eso no le falta a Fernández Seijo, que viste la toga con la humildad de quien sabe que esa prenda no es en absoluto la capa de Superman.
I
L
a pareja de pensionistas había entrado en concurso de acreedores en 2007. Sus respectivas pensiones les reportaban, en conjunto, 2.371,46 euros mensuales, con los que les era imposible afrontar el pago de la hipoteca y los gastos corrientes de una familia de sus características, amén de la deuda acumulada. Ante la falta de acuerdo con sus acreedores, devolvieron su vivienda de protección oficial al Instituto Catalán de la Vivienda, lo que les permitió saldar la hipoteca y abonar la mitad de los 108.287,87 euros que debían, sobre todo a bancos por gastos contraídos con tarjetas de crédito y a grandes superficies comerciales que facilitan a sus clientes tarjetas de abono aplazado.
El Código Civil español, a diferencia de otras leyes europeas, obliga al deudor a cumplir con sus acreedores «con todos sus bienes, presentes y futuros», lo que permite perseguir no solo de por vida a los morosos, sino también a sus herederos una vez fallecidos estos. Fernández Seijo, titular del Juzgado de lo Mercantil Número 3 de Barcelona, echó cuentas: si condenase a los dos jubilados a la inanición y destinase todos sus ingresos a pagar los 58.692 euros pendientes de devolución, la deuda aún tardaría dos años en abonarse. Si les permitiese conservar el equivalente al salario mínimo interprofesional, como prescribe la ley, para al menos pagar el alquiler de la casa que ocupaban, el plazo para saldar la deuda sería de trece años.
Ante esa disyuntiva, el magistrado optó por la tremenda y dio por saldada la deuda «una vez que se han agotado todas las vías» que contempla la Ley Concursal para satisfacer a los acreedores, dado que se habían vendido todos los bienes del matrimonio. Los ancianos pensionistas «son deudores de buena fe, deudores accidentales que se han visto abocados a una situación no deseada de insolvencia definitiva que no puede ser penalizada con la conversión del concurso en un purgatorio», apostilló en su resolución.
Ningún otro juez español había resuelto antes de tal manera un caso similar. Para Fernández Seijo era una «salida razonable»: para los acreedores, porque la deuda era irrecuperable; para los deudores, porque les otorgaba una segunda oportunidad «que no les aboque a una situación de exclusión social». Una solución que «conecta además con las observaciones que la Unión Europea hace sobre los problemas de sobreendeudamiento de los consumidores, de acceso al crédito responsable y el derecho a que el deudor de buena fe pueda recomponer su vida económica». Nadie recurrió, y la resolución judicial adquirió firmeza sin necesidad de otros trámites.
Para quienes gustan de escribir la Historia a base de nombres propios, el de Fernández Seijo está asociado al de Mohamed Aziz, inmigrante de origen marroquí asentado en Martorell (Barcelona). Soldador de profesión, el trabajo estable del que disfrutaba desde diciembre de 1993, cotización a la Seguridad Social incluida, le permitió embarcarse, como a tantos otros, en la compra de un piso llamado a ser el hogar de su esposa y sus tres hijos. Su sueldo de 1.342 euros le dio acceso sin quebrantos ni reparo bancario alguno a un préstamo hipotecario de 138.000 euros, firmado el 19 de julio de 2007.
Pero en septiembre de 2008 se hundió Lehman Brothers. En 2009 perdió el trabajo. En 2010, en plena asfixia económica, dejó de pagar cuatro cuotas de la hipoteca y la Caixa d’Estalvis de Tarragona —hoy integrada en Caixa Catalunya— aplicó los mecanismos legales a su disposición: un año después, Aziz, su mujer y sus tres hijos se vieron en la calle. Sobre el crédito inicial de 138.000 euros para una vivienda de 50 metros cuadrados tasada en 190.000, Aziz había dejado de pagar solo 3.153 euros. Aun así, la familia perdió su hogar y mantuvo viva una deuda con la entidad bancaria por valor de 40.000 euros. La colonia marroquí de Martorell le arropó y le ayudó a sobrevivir en un piso municipal de alquiler social por el que abonaba 150 de los 450 euros mensuales que percibía como subsidio.
Aziz se sintió estafado por un sistema jurídico-legal que consideró injusto. La tensión generada por el proceso de desahucio le agravó la diabetes crónica que padecía y le provocó un grave problema médico. Al borde de la desesperación, decidió agarrarse al último clavo ardiendo que tenía a la vista y, mientras una comisión judicial le desposeía de su hogar, él acudió a otro juzgado para denunciar el contrato firmado con la entidad bancaria. En ese momento, tuvo dos golpes de suerte: topó con Dionisio Moreno, abogado tenaz y comprometido que aceptó defender su reclamación sin percibir honorario alguno por ello. Y su denuncia le tocó al Juzgado de lo Mercantil Número 3 de Barcelona.
«Era un tema muy limpio, un inmigrante que ya había perdido su casa y no utilizaba la Justicia para paralizar nada; vino al juzgado el mismo día que le estaban entrando en su vivienda de Martorell [para el lanzamiento judicial]. Pero en el hipotético caso de que yo le diera la razón al señor Aziz, mi sentencia no tendría ninguna utilidad para él. En esas situaciones algo quiebra el Derecho, algo no funciona bien si yo puedo dictar una sentencia en la que puedo darle la razón y no le va a servir de nada. Entonces pensé: algo hacemos mal». Fernández Seijo nunca olvidará aquel caso. No era la primera vez que se tropezaba con un asunto similar. Una de las características más destacadas de la crisis financiera desatada en 2008 es que provocó una recesión económica que destruyó millones de puestos de trabajo y afectó sobre todo a los cabezas de familia de la clase media, algo que no se había producido en trances similares vividos en las décadas de los setenta o de los noventa.
Ese factor, unido a la necesidad de los bancos de reducir su riesgo hipotecario, presionados por las autoridades comunitarias, provocó una oleada de desahucios de dimensiones y consecuencias todavía difíciles de evaluar. Las estadísticas oficiales no coinciden: el Consejo General del Poder Judicial, el Instituto Nacional de Estadística, el Banco de España e incluso la Asociación Española de la Banca (AEB) dan datos dispares. La cifra más aceptada es que desde 2008 se han realizado unos 600.000 desahucios; en algo más de la mitad de los casos, los afectados son familias que han perdido su hogar o el piso de alquiler en el que vivían.
Fernández Seijo ya había defendido en distintas ocasiones que el problema de los desahuciados debía ser abordado desde la perspectiva de la protección de los derechos de los consumidores. Pero hasta entonces ni él ni ningún otro juez habían explorado esa vía con todas sus consecuencias. La decisión más novedosa la había tomado la Audiencia Provincial de Navarra, primer tribunal en aceptar una dación en pago, pero el Supremo tumbó aquella resolución. Algunos aguerridos magistrados se habían atrevido a cuestionar ante el Tribunal Constitucional la difusa y dispersa legislación hipotecaria española, con nulo éxito. Unos meses antes de la denuncia de Aziz, otro magistrado de Barcelona había cuestionado ante la corte de garantías un caso similar, pero su escrito ni siquiera fue admitido a trámite y el tribunal le dedicó una resolución muy severa que, con cajas destempladas, incluyó calificativos poco elogiosos.
«Te surge la duda de si el artículo 24 de la Constitución sirve para algo; además, a ningún juez nos gusta que el Constitucional nos saque los colores, así que me arriesgué a bajar un escalón y en vez de abordar un caso de derechos fundamentales me planteé un problema de tutela de los consumidores, de derechos más difusos», lo que abría otras alternativas. Una de ellas era el Tribunal de Justicia de la Unión Europea.
Fernández Seijo tenía experiencia. Juez estudioso y sensibilizado, su compromiso en la defensa de los derechos fundamentales le había llevado a buscar nuevas vías, más modernas, para asegurar su protección. Y frente a la anquilosada jerarquía judicial española, más preocupada en la conservación del statu quo que de avanzar en la construcción de sociedades más justas, la Corte Europea con sede en Luxemburgo se había convertido en estación de paso frecuente.
La primera cuestión prejudicial que Fernández Seijo presentó al Tribunal de la UE data de 1999. «Es una corte muy confortable, muy amable, donde todo es cortesía: en cuanto reciben tu escrito contactan contigo, ponen a tu disposición sus propios equipos técnicos, corrigen tu planteamiento si creen que ello ayuda a una mejor respuesta y valoran tu trabajo», comenta el magistrado, que aduce otra razón para su positiva valoración de esta corte, su rapidez: el plazo medio de resolución de las cuestiones que le llegan está en torno a los dieciséis meses.
El Tribunal de Luxemburgo casa a la perfección con la visión de la defensa de los derechos del ciudadano de Fernández Seijo: al tener jurisdicción sobre todos los Estados miembros de la Unión Europea, esta corte carece de visión sobre la concreta realidad española, extremo que no le preocupa porque su objetivo es generar un régimen estandarizado en el que cualquier ciudadano comunitario enfrentado a una situación similar obtenga la misma respuesta judicial sin importar en qué país se produce.
Uno de sus primeros éxitos mediáticos lo obtuvo en 2000, cuando la corte luxemburguesa anuló el contrato-tipo que la editorial Salvat obligaba a firmar a los clientes que compraban a plazos su producción, sobre todo las enciclopedias, por entender abusiva la cláusula que imponía que cualquier discrepancia se dilucidase ante los juzgados de Barcelona, fuese cual fuese la residencia del consumidor.
La demanda de Aziz enfrentó al magistrado Fernández Seijo con un laberinto legislativo en el que solo encontraban la salida los bancos acreedores, nunca los hipotecados que atravesaban problemas económicos. En su escrito, el inmigrante solicitaba la anulación del desahucio ejecutado por el Juzgado de Primera Instancia Número 5 de Martorell al entender que la hipoteca firmada con la Caixa d’Estalvis de Tarragona incluía cláusulas abusivas.
El marroquí desahuciado consideraba injusto que el impago de solo cuatro letras mensuales implicase la pérdida de una vivienda comprada mediante un crédito hipotecario cuyo vencimiento se produciría treinta y tres años después de la adquisición. Además, el retraso en el pago de esas cuatro letras suponía la obligación de asumir unos intereses de demora de un 18,75 por ciento, muy superiores a los fijados, por ejemplo, en los créditos al consumo y que hacían muy onerosa la devolución de la deuda.
Y, sobre todo, Aziz consideraba ilegal tener que llevar esta demanda a un juzgado distinto al que le expulsó de su casa. Para cuando el Juzgado de lo Mercantil Número 3 de Barcelona respondiese a su demanda, él ya habría perdido sin remedio su vivienda. Estos argumentos, formulados por el letrado Moreno, fueron aceptados por el magistrado Fernández Seijo. Todos, es decir, también la inutilidad de dar la razón al desahuciado porque la ley prohibía revisar el proceso de desahucio. La única posibilidad era cambiar la ley, y tal objetivo pasaba por el Tribunal de Justicia de la UE.
La cuestión prejudicial salió camino de Luxemburgo el 19 de junio de 2011. El escrito del magistrado incluía un exhaustivo informe elaborado por el defensor de Aziz, que recopiló hasta cincuenta pruebas en forma de documentos, estadísticas e informes sobre el desequilibrio a favor de los bancos del que adolecía la legislación hipotecaria española. Nadie supo nada de ello en aquel momento: «El afectado, el banco y las plataformas antidesahucio sabían que yo iba a plantear la cuestión prejudicial, pero decidimos que el tema no tuviera dimensión ni trascendencia pública para no utilizar los juzgados en una estrategia de agitación social».
El 14 de marzo de 2013, el Tribunal de Justicia de la UE le dio la razón a Aziz. Según aquel fallo:
La Directiva 93/13/CEE del Consejo, de 5 de abril de 1993, sobre las cláusulas abusivas en los contratos celebrados con consumidores, debe interpretarse en el sentido de que se opone a una normativa de un estado miembro, como la controvertida en el litigio principal, que, al mismo tiempo que no prevé, en el marco del procedimiento de ejecución hipotecaria, la posibilidad de formular motivos de oposición basados en el carácter abusivo de una cláusula contractual que constituye el fundamento del título ejecutivo, no permite que el juez que conozca del proceso declarativo, competente para apreciar el carácter abusivo de esa cláusula, adopte medidas cautelares, entre ellas, en particular, la suspensión del procedimiento de ejecución hipotecaria, cuando acordar tales medidas sea necesario para garantizar la plena eficacia de su decisión final.
Traducido, la corte luxemburguesa consideró que la legislación española que permitió que cientos de miles de ciudadanos hayan sido expulsados de sus hogares era contraria a las normas comunitarias de protección de los consumidores porque impedía estudiar la existencia de cláusulas abusivas en el mismo proceso judicial que debía resolver sobre el desahucio e imposibilitaba al juez encargado de analizar la legalidad de esas disposiciones contractuales paralizar el desalojo hasta determinar la validez del contrato hipotecario.
El 2 de mayo de 2013 el magistrado Fernández Seijo anuló tres cláusulas de la hipoteca firmada por Aziz con la Caixa d’Estalvis de Tarragona: la que fijaba los intereses de demora en un 18,75 por ciento, la que permitía a la entidad bancaria poner en marcha el proceso de desahucio por el incumplimiento de un único pago mensual y la que le habilitaba para fijar de manera unilateral la deuda pendiente de pago.
¿Consecuencias reales de aquella sentencia? Ninguna. «La paradoja es que, aunque yo le di la razón, no encontré la manera de devolverle la casa. Luego el banco recurrió, mi decisión ha sido revocada por la Audiencia Provincial de Barcelona y está pendiente del Tribunal Supremo. El señor Aziz se ha convertido en un ejemplo de las consecuencias de la crisis y el drama de los desahucios, y sin embargo él no entiende que el final del proceso sea haberse quedado sin casa», explica Fernández Seijo.
Aziz, en efecto, sigue sin entender nada, y su abogado Dionisio Moreno guarda un recuerdo agridulce de la experiencia. Durante meses, su despacho se llenó de clientes de extracción social muy pobre necesitados de ayuda urgente y sin recursos para pagar sus servicios. «La gente que viene a mí es muy pobre, no puede pagar, ¿qué le vas a cobrar? Son muertos sociales», se lamenta.
Amargo final para ellos, pese a que fueron los protagonistas de un episodio que se vivió como un auténtico terremoto. Para Fernández Seijo, el caso Aziz fue «un fenómeno más simbólico que jurídico; el Tribunal de Justicia de Luxemburgo había dictado sentencias mucho más importantes en momentos anteriores, pero aquello fue una especie de catalizador del malestar social». Fue la propia corte europea la que dio relevancia al tema al difundir una nota de prensa oficial para informar de que la abogada general del tribunal proponía la condena de la legislación española.
Cuando Luxemburgo asumió este dictamen y concluyó que el desahucio sufrido por Aziz vulneró la legislación comunitaria sobre protección de consumidores, todo se desbordó. «Hasta la prensa europea solicitó información, y el propio Consejo General del Poder Judicial me pidió que atendiese a los medios de comunicación porque, en su opinión, decisiones como esta mejoran la imagen del juez y por tanto era bueno que explicase el alcance», recuerda el magistrado.
El caso Aziz se convirtió en un fenómeno social por causas ajenas al propio protagonista, porque fue catalizador de las ilusiones de muchos y un instrumento en manos de los promotores de presiones sociales para modificar la ley. «Y me sabe mal por el señor Aziz, porque no ha recuperado su casa ni su dinero», se queja Fernández Seijo, que sin embargo no oculta que, cuando lee en la exposición de motivos que su juzgado fue el culpable de la reforma legal con la que el gobierno respondió a la sentencia de Luxemburgo, «se me pone el culo como una mesa camilla». Aunque la vanagloria le dura poco, y pronto apostilla que «de qué me sirve todo esto si al final mi obligación era resolver el problema y no lo he conseguido».