III

E

n 1990 Palma era un destino judicial tranquilo, pero Castro nunca quiso acomodarse y pronto ejerció de líder de sus colaboradores en el juzgado, a los que obligaba a dirigirse a él como Pepe y cuyo trabajo supervisa con celo «para ayudarnos más que para controlarnos». También se ganó el respeto de los miembros de las fuerzas de seguridad porque fue de los primeros en ponerse al frente de actuaciones como los registros judiciales o de las redadas antidroga, hasta entonces delegadas en los secretarios de los juzgados.

Meticuloso, riguroso, comprometido con la defensa de los derechos de los afectados por las causas judiciales por él conducidas, supo ganarse pronto el respeto entre los suyos, que acabaron por aceptar de buen grado las maratonianas jornadas de trabajo a las que los obligaba la forma de entender su trabajo de titular del juzgado. Uno de los más veteranos fiscales de la isla, Ladislao Roig, dibuja un retrato del juez Castro un tanto superlativo: «Es un juez justiciero en el buen sentido de la palabra: busca la verdad a fondo y hace respetar la ley con severidad». Un exmagistrado testigo de sus primeros lustros en los juzgados mallorquines recuerda que «desde que llegó como magistrado de Trabajo [antigua denominación de los jueces de lo Social] siempre ha sido un juez muy cercano a la gente».

Un perfil tan personal como el suyo parece tenerle predestinado. Hoy a nadie sorprende que la primera causa por corrupción abierta en Palma fuese a caer en su juzgado. En enero de 1992, un edil socialista de Calviá denunció que dos miembros del PP le ofrecieron cien millones de pesetas de la época a cambio de favorecer que la alcaldía pasase a manos del partido conservador.

Nada extraño hoy en día, una operación más diseñada para romper el resultado que habían ofrecido las urnas y favorecer un cambio de signo político en el ayuntamiento que impulsase nuevos negocios inmobiliarios generadores de pingües beneficios privados. Pero en su momento la denuncia causó sorpresa y expectación.

Fue una causa fácil de instruir, pero ardua de fundamentar desde el punto de vista jurídico, porque la principal —si no la única— prueba de cargo aportada fueron las grabaciones magnetofónicas realizadas por el propio denunciante. Algo ya habitual hoy —en su origen, así nació el caso Gürtel—, en aquel momento provocó una situación inédita que carecía de precedentes jurisprudenciales.

El juez Castro fue capaz de sacarlo adelante. Su argumentación para dar valor probatorio a las grabaciones realizadas por el concejal socialista denunciante fue asumida por la Audiencia Provincial de Mallorca, que en 1993 condenó a dos militantes del PP —que fueron expulsados del partido— y a un comisionista por un delito de cohecho impropio a penas de cuatro y seis meses de arresto, respectivamente, y multa de cien millones de pesetas. El fallo dejó al partido conservador al margen de la actuación delictiva, y un año después fue ratificado por el Tribunal Supremo.

Hoy, cuando echa la vista atrás, el juez Castro tiene la sensación de que nada ha cambiado desde entonces. «Los medios siguen siendo los mismos: escasos», se queja a sus colaboradores. Y tampoco ha evolucionado el perfil del corrupto: «Entonces y ahora lo niegan todo, no hay forma de que alguno reconozca un delito de esa naturaleza; en este sentido los políticos, algunos al menos, siguen reaccionando de la misma manera».

El caso Calviá, como un mal cartero, volvió a llamar a las puertas del juez Castro en 1996. Andrés Bordoy, vicepresidente del PP de esa localidad y uno de los condenados por el intento de soborno, arrepentido, entregó al magistrado un documento comprometedor para el partido que implicaba en la trama a Eduardo Vellibre, que habría sido alcalde de la localidad si hubiese tenido éxito la trama urdida desde su despacho oficial por Francisco Gilet, exdiputado en el Congreso y durante un decenio mano derecha del expresidente balear Gabriel Cañellas.

El fuero de estos dos últimos se llevó la causa al Tribunal Superior de Justicia de Baleares, donde el magistrado Javier Muñoz indagó cuanto pudo durante dos años, pero en 1999 tuvo que rendirse ante la reducida pena prevista para delitos de ese calado, lo que provocaba que la prescripción se echase encima de los investigadores con inusitada rapidez.

Si el tropezón con el caso Calviá fue intenso, no lo fue menos la primera inmersión del juez Castro en el pillaje económico de altos vuelos. También en 1992 llegó a su juzgado una denuncia de la familia real de Kuwait, que acusó al agente de la propiedad mallorquín Martín Ferriol Font de estafarle unos 2.000 millones de pesetas. Este empresario administraba desde 1970 los intereses inmobiliarios kuwaitíes en Santa Margalida, Llucmajor, Calviá y Capdepera.

El aval de la banca de Kuwait, controlada por sus mentores, permitió a Ferriol Font desplegar durante dos décadas una intensa actividad como mediador, conseguidor, marrullero, embaucador y aprendiz de potentado, con exhibiciones de mal gusto como la que protagonizó cuando condujo a su hija hasta el altar de boda... en un helicóptero.

Lanzado de lleno a la especulación inmobiliaria, rompió la cesta de los huevos de oro cuando la familia real de Kuwait descubrió que había perdido el control sobre sus propiedades porque Ferriol Font las había utilizado como aval de préstamos bancarios para urbanizables negocios que no cuajaron. Detenido por orden del juez Castro, quedó en libertad tras pagar una fianza de doce millones de pesetas. De inmediato, huyó. Al año fue localizado en una sucursal bancaria de Londres, donde movía dos millones de pesetas que transportaba en una bolsa. Tras un trámite de extradición que entonces era complejo y tedioso, volvió a Mallorca, aunque el diagnóstico de un trastorno bipolar le ahorró tiempo de prisión preventiva.

Fiscales que en aquellos años compartieron afanes con el juez Castro recuerdan que soñó con que Ferriol Font ayudase a desentrañar algunos de los más oscuros negocios urdidos al hilo de la explosión inmobiliaria en la isla y que incluyeron incluso una turbia muerte. Pero no pudo ser. El sospechoso apareció asesinado un domingo de julio de 1997 en un polígono industrial próximo a Palma. Para extrañeza de los investigadores policiales, el cadáver estaba indocumentado, pero su cartera conservaba intactas más de 650.000 pesetas en efectivo.

En sus años al frente del Juzgado de Instrucción Número 3 de Palma, el juez Castro ha aprendido cómo se las gastan el poder político y el económico cuando se sienten amenazados por la actividad judicial. Ha sufrido duras campañas de desprestigio promovidas tanto por el PP como por el Gobierno balear mientras estuvo controlado por este partido. Ha soportado varias denuncias ante el CGPJ por asuntos tan dispares como filtrar sumarios o desplazarse a la península para interrogar a testigos. Ha sido espiado por detectives privados pagados por turbios intereses económicos y ha sido víctima de seguimientos fotográficos oportunamente filtrados a la prensa. Sus teléfonos han sido auscultados con ansia; sus declaraciones de la renta han pasado de mano en mano; ha visto selladas con silicona las cerraduras de su domicilio...

¿Estresante? No lo ve así el juez Castro. Interrogado hasta la saciedad en los últimos años al respecto, su respuesta es casi siempre la misma: «Yo digo que no me ha presionado nadie, pero a lo mejor otro magistrado opinaría en mi misma situación lo contrario, porque hay quien se siente muy presionado por cualquier cosa, jueces cuya independencia guardan cuidadosamente en una especie de eucaristía».

El estallido del caso Nóos aumentó las sospechas entre sus más íntimos colaboradores de que podría ser víctima de maniobras para influir en su trabajo, pero él también lo ha rechazado siempre: «A mí no me ha llamado nadie, ningún ministro ni nadie para decirme lo que tenía que hacer o lo que no. Y si me han investigado por varias causas, uno se cuida las espaldas. Pero presión, nunca; puedo decir sin temor a equivocarme que no me he sentido presionado nunca ni atacado en mi independencia», tranquiliza a menudo al personal de su juzgado. «Ahora, si alguien ha hecho algo con la idea de presionarme, eso ya no lo sé...», matiza a continuación.

A fuerza de repetir esta tesis, el juez Castro parece sincero cuando la expresa. Y acaso fue sincero cuando explicó a los funcionarios de su juzgado que asumía él el control absoluto del caso Palma Arena para no cargarles con más trabajo. Es el proceso que nació en 2008 a raíz de una denuncia de la Fiscalía Anticorrupción por una factura poco clara. «Al principio, siempre piensas que esto se resuelve en tres meses», recuerda ahora, pero el proceso es ahora una macrocausa con veintisiete piezas separadas que inundó su despacho hasta la saturación, y de las que en solo tres ha podido ordenar ya la apertura de juicio oral.

Control absoluto quiere decir que él en persona folió una a una decenas de miles de páginas de cada una de las piezas separadas, que escaneó y digitalizó para facilitar su manejo. Almacenó los vídeos y grabaciones que recogen los interminables interrogatorios. Interconectó su ordenador personal con el del despacho para poder trabajar sin solución de continuidad a cualquier hora en el sumario, que viaja sin cesar del juzgado al domicilio custodiado en potentes discos duros externos. Nadie, salvo él mismo, tuvo acceso a los legajos durante la instrucción del sumario.

Ha sido un esfuerzo titánico. Todos los escritos de cualquier tipo —incluidos miles de recursos— presentados por cualquiera de las partes personadas en el caso Palma Arena han sido tramitados en un máximo de cuarenta y ocho horas. Los periodistas mallorquines temen los lunes, día en el que ven la luz las tres o cuatro resoluciones preparadas por el magistrado durante el fin de semana. Peor era el primer lunes de septiembre: en algún caso llegaron a notificarse hasta cuarenta escritos fruto del febril ritmo de trabajo adoptado por el juez Castro durante las vacaciones del mes de agosto. «No he descansado un segundo, yo he trabajado como una auténtica mula», explica.

El problema, en su opinión, es el hipergarantista modelo procesal, que en una causa como el caso Palma Arena, con decenas de letrados personados dedicados a maquinar cómo alargar el procedimiento para que no llegue a juicio nunca, provoca situaciones kafkianas. Una de las pesadillas del juez Castro ha sido el abogado Antonio Alberca, defensor de Jaume Matas. «A mí me ha maltratado, he dedicado meses y meses solo a responder los escritos de este señor», protesta a menudo.

Con ser todo esto cierto, el juez Castro ha contado en los últimos años con una ayuda inestimable, la del fiscal anticorrupción Pedro Horrach. Juntos formaron un tándem demoledor en la lucha contra las prácticas corruptas protagonizadas por el expresidente balear Matas. Fue el fiscal quien impulsó la causa mediante una completa, compleja y certera solicitud de diligencias de investigación; fue el magistrado quien supo mantenerla a flote al construir la arquitectura jurídica que puso esas indagaciones a salvo de los proyectiles disparados por los defensores.

Juntos diseccionaron el mandato de Matas entre 2003 y 2007 hasta ofrecer a la sociedad una pavorosa radiografía de una forma de entender la gestión pública solo como un mecanismo de enriquecimiento personal y favorecimiento de los más allegados. Juntos sortearon las primeras maniobras del expresidente para frenar la investigación judicial. En marzo de 2010, tras tomarle declaración, el fiscal Horrach pidió medidas cautelares contra Matas y el juez ordenó su ingreso en prisión eludible mediante el pago de una fianza de tres millones de euros, la más alta nunca antes impuesta a un político en Baleares, que el expresidente abonó.

La prepotencia de Matas le molestó sobremanera. «El político no se rige por criterios legales, sino por criterios de oportunidad política que maneja como le da la gana». Y recurre en ocasiones al mismo ejemplo: «A Matas se le ocurrió el Palacio de la Ópera porque le pareció oportuno tener un Calatrava por encima de la ley de contratación pública, de las mesas de contratación, de las normas de adjudicación... Lo decidió en una cena porque era el presidente y no admite que hay ciertas cosas que no puede hacer aunque sea el presidente de la comunidad».

Matas, a quien en alguna ocasión el líder del PP Mariano Rajoy señaló como ejemplo de gestión pública a seguir por su partido, es hoy un cadáver político contra el que ya pesa una condena firme por el caso Palma Arena, a falta de que se sustancien numerosos juicios pendientes. Aunque el abogado del exdirigente del PP no lo ve así. «Al final en el caso Palma Arena, ¿qué hay? Solo ha quedado lo del Instituto Nóos. Hasta veintiséis piezas separadas y, al final, dos cositas contra Matas, y para todo eso ha montado mucho lío y ha maltratado a mucha gente», protesta el letrado Alberca.

Lo cierto es que el trabajo combinado del tándem Castro-Horrach adquirió tintes casi legendarios en Mallorca, y la pareja puso durante años rostro a la lucha judicial contra la corrupción político-económica. Las largas jornadas de trabajo dentro y fuera del juzgado les hicieron amigos. Ambos recuerdan hoy que, en determinadas fases de la investigación, llegaron a pasar más tiempo juntos que con sus respectivas esposas. Decenas de registros e interrogatorios en Barcelona, Valencia y Madrid los obligaron a compartir viajes de trabajo y noches de copas y reflexión sobre las diligencias practicadas. Los dos acumulan numerosos fines de semana sin librar, que ya quedan a beneficio del inventario.

Horrach (Sa Pobla, Mallorca, 1966) nació en el seno de una familia acomodada gracias al negocio hotelero en la isla, y si quisiera podría disfrutar de una plácida existencia lejos del tráfago de la Fiscalía. Pero nunca quiso. Es de esos fiscales que no tiene reparos en aguar la fiesta de Nochevieja a su mujer para acudir al despacho a preparar un escrito que debe ser remitido con urgencia al juzgado de guardia. También en eso se parece al juez Castro. Y en su extremo celo en proteger su vida privada ante los medios de comunicación. Y en su afición a las motos potentes y los coches deportivos. Es uno de los miembros de la Fiscalía más apreciados y respetados por los jueces mallorquines.

Castro y Horrach eran la pareja perfecta, hasta que en su vida se les cruzó una mujer, la infanta Cristina. Y la culpa fue del fiscal, que como de costumbre dedicó un fin de semana de julio de 2010 a expurgar entre una montaña de documentos relacionados con alguna de las tropelías del gobierno de Matas bajo investigación. Allí apareció una carpeta con los millonarios contratos firmados con el Instituto Nóos, y su olfato de perro viejo se puso alerta.

De nuevo, el tándem se puso en marcha con quirúrgica precisión. En dos años, los oscuros negocios del yerno del rey quedaron diseccionados y analizados. Pronto ambos confirman que en las relaciones entre el Gobierno balear y el Instituto Nóos se manejaron precios muy por encima de los del mercado, sujetos a contratos con enunciados muy genéricos que impedían acreditar si el servicio abonado había sido en efecto realizado.

En un primer cálculo, concluyeron que Urdangarin y su socio Torres obtuvieron un beneficio de un 170 por ciento sobre el coste de los servicios prestados (o no) a las instituciones con las que contrataron; es decir, de los 2,3 millones que percibieron de la administración de Matas, más de 1,5 se quedaron limpios en las arcas de Nóos. Desde allí fueron derivados a sus respectivas empresas patrimoniales, desde las cuales medio millón de euros viajó a paraísos fiscales.

En septiembre de 2010, Torres es llamado a declarar como testigo, circunstancia que aprovecha para entregar 384 documentos relacionados con los contratos que el Instituto Nóos suscribió con el Gobierno balear. Tras analizarlos, el juez no dudó en imputarle a petición del fiscal. El análisis de toda esa documentación empantana la investigación hasta que en noviembre de 2011 Castro desata la Operación Babel, que supone los registros de una miríada de empresas ligadas al Instituto Nóos en Barcelona y Valencia.

En esos momentos, el fiscal ya tiene al duque de Palma en su punto de mira y reclama su imputación por los delitos de falsedad documental, prevaricación, fraude a la Administración y malversación de caudales públicos. El 29 de diciembre, Castro le imputa. Cinco días antes, en su discurso de Nochebuena, el rey Juan Carlos acaba de recordar que «la Justicia es igual para todos».

El inevitable interrogatorio de Urdangarin comenzó el sábado 25 de febrero de 2012, precedido de una fuerte polémica porque el juez ordenó que, en contra de lo ocurrido hasta entonces, no se grabase la declaración. Muchos medios de comunicación entendieron la decisión como un trato de favor hacia el imputado. La explicación que da el instructor ahora es sencilla: «No se grabó a petición de la defensa del declarante; antes nadie lo había pedido».

Recurrir al método tradicional convirtió la diligencia en un infierno. Cada respuesta de Urdangarin era resumida por el juez para su reflejo en el acta, lo que provocaba cada vez encendidas discusiones sobre el contenido exacto que debía ser recogido por el secretario judicial. Fueron unas quinientas preguntas, pero el interrogatorio se prolongó también durante el domingo 26 de febrero, en sesiones de mañana y tarde.

Dos años después, la declaración de la duquesa de Palma se grabó en formato audio, lo que evitó reproducir una situación similar. En este caso, para el doble de preguntas formuladas, fue suficiente la sesión del sábado por la mañana para concluir el interrogatorio.

Castro siempre reconoce que la instrucción del caso Nóos ha sido cosa de dos: «Él ha hecho el trabajo propio de un fiscal, que creo que ha sido impecable, y yo el trabajo de un juez, y cada uno ha hecho lo que por ley tiene que hacer de la mejor manera posible». El abogado Alberca, defensor de Matas, no lo ve así: «El juez tenía una visión de todo predeterminada, buscaba demostrar lo que tenía en mente, demostrar que los acusados habían cometido una serie de delitos que solo él veía; va por ahí como si fuera el genio y yo creo que se ha magnificado a Castro y quien realmente ha hecho la investigación sobre todo ha sido el fiscal Horrach».

En cambio, uno de los abogados defensores de otros imputados no tiene reparos en reconocer que «al juez Castro nadie le puede echar en cara que no sea trabajador y meticuloso; es poco técnico en cuanto a ciencia jurídica, pero en la instrucción es esencial la meticulosidad, el recoger todos los datos, ser paciente y ordenado, y en eso nadie le gana». Puestos a señalar un defecto, este letrado dice que «le ha sobrado al final el enfrentamiento público y notorio con el fiscal; eso se lo podían haber ahorrado porque una cosa es la pérdida de su relación personal y otra cosa es que se traslade a los papeles del juzgado».

Virginia López Negrete, que dirige la acusación popular que ejerce Manos Limpias, ofrece una visión casi calcada. «Ha realizado una buena instrucción. Fue meticuloso y ordenado, a lo mejor poco técnico, y ha dejado escapar a algún que otro imputado que se le ha quedado en el cajón». Y también coincide con el anterior en que «lo que le ha sobrado podría ser el enfrentamiento con el fiscal Horrach, ahí se equivocaron los dos porque no deberían haber trasladado al plano jurídico sus enfrentamientos personales».

Vienen estas dos opiniones a cuento porque la pareja se rompió cuando el juez cambió de criterio y decidió imputar a la duquesa de Palma en el arranque de 2013. El fiscal Horrach replicó con un duro escrito que en el momento procesal oportuno recibió una desabrida respuesta del instructor. Fue la primera herida, la que nunca se cerró.

Castro rechaza cualquier responsabilidad en la ruptura. «Las riñas no son culpa de dos, siempre hay uno que provoca y otro que se defiende», explica. Y añade: «Yo no inicié ningún ataque, a mí se me recurre un auto de una manera innecesariamente agresiva, por eso, cuando tuve la oportunidad procesal de replicar, lo hice y di mi opinión». En todo momento, el juez apoya su versión con una cascada de elogios hacia Horrach: «Es un fiscal excepcional, de los mejores que yo he conocido en mi vida, que interroga de una manera ejemplar, que sabe analizar cualquier documento, que en los registros es muy sagaz... Yo solo puedo decir cosas buenas de él».

La primera anulación de la imputación de la infanta no cerró el conflicto, que se extendió a otros ámbitos del proceso. En septiembre de aquel año, el instructor puso en marcha el mecanismo para imputar al expresidente de la Generalitat Valenciana Francisco Camps y a la alcaldesa de Valencia Rita Barberá. Ambas instituciones firmaron también sospechosos contratos con el Instituto Nóos. Lo hizo sin previo aviso al fiscal, al que pilló desprevenido. Pero Horrach maniobró de inmediato y abrió la vía para que el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana asumiese toda la causa, dado el fuero de Camps.

El juez reculó para no perder el control del sumario. Cuando en enero de 2014 se produce la segunda imputación de la infanta, Horrach le acusa de dar pábulo a una «teoría conspirativa» que se convierte en único sustento de una acusación que adolece de «déficit interpretativo». Castro no tuvo oportunidad de réplica, así que cuando se vieron las caras de nuevo durante el interrogatorio de la duquesa de Palma, Horrach, en su turno de preguntas, intentó ironizar sobre el extenso cuestionario judicial, pero el instructor le cortó de plano: «No me interprete, haga preguntas», le conminó.

Abierto en junio el juicio oral contra los imputados en el caso Nóos, de nuevo la réplica fiscal fue hosca. En su opinión, el juez «desprecia indicios de notable fuerza exculpatoria» para la infanta, a la que presenta como víctima de «una espiral inquisitiva sin neutralidad, falta de imparcialidad y objetividad, mera especulación y pura ficción», dirigida en realidad por la presión de los medios de comunicación y la opinión pública. Por primera y única vez, Castro busca a la prensa para contestarle: se queja por las «expresiones de descrédito y falta de respeto» que le dirige en el escrito y le reta, «Si cree lo que escribe, que me denuncie por prevaricación».

La pregunta sobre si lo sucedido estos cinco últimos años ha servido para algo persigue al juez Castro como una maldición. Ofrece una respuesta ambivalente. Está convencido de que excluir a la infanta Cristina del proceso habría provocado que «esa imagen de que no somos todos iguales ante la ley se hubiera perpetuado». Pero no reprime un gesto de amargura cuando echa la vista atrás: «Se ha trabajado mucho innecesariamente, ha sido necesario el sacrificio de mucha gente para hacer algo que debiera ser normal, y ha habido enfrentamientos con personas que no debiera haber habido porque son personas tan válidas como yo». Varios compañeros en los juzgados de Palma le creen sincero cuando protesta porque «se ha provocado un desprestigio inmerecido hacia ciertas personas, porque a Pedro Horrach se le ha tachado de traidor y no se merece ese trato». Y a todos les regala una última reflexión: «Lamento lo pasado, pero si se repitiera y no hubiera más remedio, yo haría lo mismo».

El 20 de mayo de 2015 un camión de mudanzas aparcó en la parte trasera de la sede de los juzgados de Palma, al final de la cuesta y frente a la puerta que hicieran famosa Matas, Urdangarin y Cristina de Borbón. Casi una hora tardaron los operarios en cargar los cien tomos —unos 76.000 folios— y varios discos duros externos que recogen el caso Nóos para trasladarlo hasta la Audiencia Provincial de Baleares. «Yo ya he hecho mi trabajo, no sé si bien o mal, pero está hecho. Ahora toca que sean otros los protagonistas», sentenció Castro con aires de despedida.

Liberado ya de los cien tomos del caso Nóos, el despacho del juez ofrece un aspecto desolado, aunque por fin hay espacio para atender a las visitas. Castro lo observa ahora con la pesarosa convicción de que los juzgados son el único campo de batalla en el que se lucha contra la corrupción, aunque sea con las manos desnudas. En las estanterías le esperan decenas y decenas de tomos sobre otras corruptelas de la Administración Matas y la financiación irregular del PP balear, que protagonizarán sus dos últimos años de servicio en la judicatura. Después, el temido «tiempo tedioso de la jubilación» y la esperanza de que, cuando llegue el retiro, alguien le reconozca que, como juez, José Castro Aragón se ganó el sueldo.