II

E

milio Calatayud Pérez nació en Ciudad Real el 22 de diciembre de 1955, en el seno de una familia numerosa de siete hermanos; ocho en realidad, pero una de las niñas murió con apenas tres días de vida. El patriarca era juez, aunque pidió pronto la excedencia porque no ganaba suficiente dinero para atender a tan extensa prole y se dedicó al ejercicio libre de la abogacía.

El juez de Menores Número 1 de Granada se recuerda a sí mismo como un niño normal. Mal estudiante, practicó con fruición el fútbol, el baloncesto y, sobre todo, la natación, disciplina en la que llegó a destacar en competiciones sindicales. Una leyenda negra le describe como conflictivo, pero él lo rechaza con un punto de indignación: «¿Quién no ha hecho tonterías con diez, doce o catorce años? He hecho trastadas como hacíamos todos, me he escapado de casa, me iba a los futbolines, fumaba... Yo era un niño normal, pero lo que sí es verdad es que era mal estudiante».

Y tanto. En 1968 suspendió ocho asignaturas de cuarto de bachiller y la reválida, por lo que su padre decidió internarle en el centro San José de Campillo (Málaga), un lugar con fama de estricto correccional. Allí pasó todo el verano y aparentemente aprendió la lección, porque en septiembre recuperó los ocho suspensos y los dos grupos de reválida. Pero no escarmentó del todo y en quinto curso volvió a suspender cuatro asignaturas. Su padre cambió de estrategia y logró colocarle como aprendiz de mecánico en un taller próximo al colegio; en esta ocasión la estratagema dio mejores resultados. Entre trabajar y estudiar eligió estudiar, «pero tampoco me maté en sexto ni en COU, nunca he sido un empollón, era más bien práctico».

Llegado el momento de la verdad, optó por la carrera de Derecho «porque mi padre era abogado; en mi casa había que estudiar Medicina o Derecho, y yo elegí el Icade por tener algo más de estudios de empresa, pero no por vocación, sino porque había que estudiar». Muchos años después, aún no se explica cómo logró superar el examen de acceso a tan exclusiva universidad. Pero sí su estrategia para obtener la licenciatura: «Siempre me junté con un grupo de buenos estudiantes en el que yo era el del aprobadillo raspado, pero ya no suspendí casi ninguna asignatura». Incluso obtuvo un diez en una materia, pero «porque pegué el cambiazo en un examen».

Mientras fue estudiante en Madrid formó pandilla con compañeros de la facultad y, para él, la diversión fue casi tan prioritaria como la carrera. No olvida, de aquella época, «las cervecillas, los cubatillas de Rosales...». Vivía en el barrio de La Estrella, al lado de Felipe Isidoro González y de Alfonso Guerra, pero nunca tuvo la tentación de meterse en política. «Vivía de puta madre como un crío de provincias en Madrid dedicado a pasárselo bien, no iba a manifestaciones y si me tocó correr delante de los grises fue porque al salir de la facultad me encontraba con la manifestación en la puerta», reconoce sin rubor.

Hizo toda la carrera sin mayores sobresaltos y en junio de 1979 se licenció en Derecho. Volvió a casa para hacerse cargo del despacho familiar porque su padre se metió en política como independiente en las filas de la desaparecida Unión de Centro Democrático, primero como gobernador civil y después como senador. Pero el bufete «se me quedaba corto». En realidad, lo que se le quedaba pequeño era Ciudad Real —«empezaba a agobiarme»—, y por eso volvió a Madrid como vendedor para una empresa de distribución de papel para ordenadores.

Aquel fue un mero paréntesis antes de intentar otros objetivos. Primero probó a opositar para inspector de Hacienda, pero en pleno proceso fue convocado para concluir el periodo de prácticas de las milicias universitarias que sustituían al servicio militar obligatorio en el caso de los jóvenes que realizaban estudios superiores. Allí coincidió con otro licenciado que, tras fracasar en su intento de hacerse inspector tributario, acababa de aprobar las oposiciones a secretario judicial.

«Me contó su experiencia y pensé en hacer eso de los jueces», explica ahora, pero en su momento no debió de tomárselo demasiado en serio porque si llegó a tiempo de presentar la instancia fue gracias a que su entonces novia Azucena lo hizo por él en el último día de plazo. Preparó las oposiciones junto a su compañero y amigo Miguel Ángel Lombardía, quien diez años después tuvo su momento de gloria como integrante del tribunal de la Sección Tercera de lo Penal de la Audiencia Provincial de Madrid que absolvió a Lola Flores del delito fiscal del que había sido acusada por Hacienda.

Ni que decir tiene que ambos aprobaron las oposiciones, y a la primera. «Pero vamos, que soy juez como pude haber sido inspector de Trabajo u oficial de juzgado. Yo lo que quería era un sueldo fijo y ya está. Y aquí estoy».

—¿Ni siquiera el hecho de que su padre fuese juez le hizo pensar en ello de joven?

—Las vocaciones son para los frailes. Yo nunca he tenido afán ni de justicia ni de puñetas. Soy una persona muy normal, muy práctica. Por ejemplo, si pedí acceder al proceso de formación de jueces de menores fue porque estaba hasta las narices de papeleo, de burocracia, de resolver expedientes sin saber quiénes son las personas afectadas. Era un oficinista de lujo, y no me gustaba.

Emilio Calatayud es juez desde el 4 de septiembre de 1980; hoy ocupa el número 545 en el escalafón oficial de la carrera judicial, el 487 si se descuentan aquellos magistrados en situación de servicios especiales en puestos ajenos a la judicatura. Eligió como primer destino un juzgado de distrito de la tranquila población de Güímar (Tenerife), porque allí su novia podía continuar los estudios de Farmacia. El juez recuerda aquella primera etapa de su andadura judicial sin un solo rasgo épico: «Con apenas veinticuatro años vivía muy bien, casi como un estudiante, pero con sueldo de juez; además daba clases como profesor adjunto de Derecho Penal en la Universidad de La Laguna, por lo que salía con mis propios alumnos y con los compañeros de Azucena».

Eliminar la vocación, la pasión o el compromiso del catálogo de razones por las que Emilio Calatayud accedió a la carrera judicial ayuda a comprender su actitud como integrante del Poder Judicial. Cuando llegó a su juzgado encontró una sala destartalada, con apenas una mesa y cuatro estanterías. Un hotel cercano se había declarado en quiebra, así que removió Roma con Santiago hasta conseguir quedarse con parte del mobiliario del establecimiento cerrado y equipar así su órgano judicial. Tampoco había bombillas, por lo que recibió a los primeros inspectores del Consejo General del Poder Judicial que le visitaron a oscuras.

El contacto humano comenzó entonces a jugar un papel básico en la forma de entender la Justicia de Calatayud, y eso le llevó a apostar siempre que pudo por soluciones imaginativas: «Comencé a hacer algunas cosas que ahora parecen extrañas, usaba mucho el arresto municipal de fin de semana, por ejemplo, para meter en el mismo calabozo del ayuntamiento a las parejas que se sacudían, y las consecuencias fueron buenas, porque o se mataban o se arreglaban», rememora iluminado por una pícara sonrisa.

En 1984 volvió a la península. Eligió Granada porque en esa ciudad andaluza vivía uno de sus hermanos, su ya mujer Azucena podía continuar sus estudios de Farmacia y le permitía además continuar su experiencia docente como profesor asociado al Departamento de Procesal de la Facultad de Derecho, ocupación que mantuvo hasta 1994. De nuevo, un juzgado de distrito y de nuevo su apuesta por las soluciones imaginativas que le dieron a él fama y a muchos otros serios dolores de cabeza.

Si en la localidad tinerfeña se encontró un juzgado ruinoso, en la capital granadina se topó con un equipo humano en descomposición e indomable. Una secretaria judicial de trato insufrible había provocado una deserción general del personal adscrito, y su decisión de expedientarla para incapacitarla no solucionó el problema. Con apenas dos funcionarios a su disposición, era imposible asumir la carga de trabajo, por lo que cerró mediante edicto la Sección Civil del juzgado. La escandalera fue considerable, pero se mantuvo firme. «Tenía veintiocho o veintinueve años. Dos meses tardó el presidente de la Audiencia Territorial en ordenarme por escrito que lo reabriese, así que dos meses estuvo cerrado el juzgado».

No es posible concebir Granada sin la Alhambra. Es el alma de la ciudad, y el tráfico turístico que genera, su motor económico. Esta ciudadela andalusí recibió en 2011 a 2.310.764 visitantes, cifra récord todavía hoy no superada por otro monumento español. En Granada, la Alhambra es un tótem intocable. O al menos lo era hasta que llegó el juez Calatayud. En torno a 1986 —la memoria del juez flaquea al tratar de precisar la fecha—, un turista estadounidense falleció al caer desde una ventana mal señalizada del Peinador de la Reina.

En principio, un desafortunado accidente. Pero el juez descubrió que, algunos meses antes, un chaval zaragozano se había caído desde el mismo punto, aunque en su caso el percance se saldó con un brazo roto y una escayola para pintarrajear. Pero en la Alhambra nadie había adoptado medidas preventivas para que tal suceso no volviese a producirse, y el estadounidense falleció. «La cerré durante dos meses, con el consiguiente escándalo en Granada. Al final, la solución llegó casi sin aliento, porque tuvieron a los obreros haciendo turnos dobles achuchados por el consistorio granadino para conseguir la reapertura».

Narrado así, el episodio tiene un punto divertido, pero Calatayud no guarda un buen recuerdo de su paso por aquel juzgado de distrito. El traslado desde la justicia rural (Güímar) a la urbana (Granada) le decepcionó. «En aquella época, los juzgados de distrito manejaban muchísimo papel porque llevaban civil, arrendamientos, faltas..., mucho papel, tanto que ya no ves a las personas. Los días que más disfrutaba eran los de juicio, pero el resto del trabajo no me acabó de convencer. Nunca pensé en dejarlo porque no sabía hacer otra cosa y además me di cuenta de que para abogado no valía, pero me empecé a desilusionar».

En el peor momento, la fortuna le hizo un guiño. No era la primera vez. Emilio Calatayud nació un 22 de diciembre, y ese mismo día a su madre le tocó la lotería. No es una alegoría, fueron seiscientas pesetas de la época. La mujer nunca volvió a verse agraciada en ese juego. Y justo cuando más pesaba la decepción que le provocaba el ejercicio de la función jurisdiccional en juzgado distrital, el Consejo General del Poder Judicial se tomó en serio la puesta en marcha de la Jurisdicción de Menores y convocó el primer curso de especialización. «Yo estaba saturado de la función de juez-burócrata, me animé a probar y mandé la solicitud», resume lacónico.

—¿Tenía inquietudes previas por el mundo de la infancia y la adolescencia?

—Ninguna.

—Pues no lo parece, vista su trayectoria en este juzgado.

—Mirad, yo nunca he tenido afán ni de justicia ni de pollas (oye, los tacos los quitáis). Soy una persona muy normal, muy práctica. Pido acceder al proceso de formación de jueces de menores porque estaba hasta las narices de papeleo, de burocracia, de resolver expedientes sin saber quiénes eran las personas afectadas. Era un oficinista de lujo y no me gustaba. Estaba dispuesto a seguir así toda mi vida, pero no me gustaba.

El Juzgado de Menores le cambió. Pronto se ganó el respeto de todos sus compañeros de judicatura granadina, que entre 1993 y 2001 le mantuvieron de manera ininterrumpida como juez decano del partido. Una de sus obsesiones en el cargo fue abrir vías de contacto con la prensa, y se designó a sí mismo como oficina de comunicación. En realidad, a quien le cayó la responsabilidad fue a Charo, la secretaria judicial que le acompaña desde hace más de dos décadas. El problema es que la actividad judicial en Granada no todos los días genera noticias y los periodistas son ávidos, así que Charo, un día cualquiera, para calmar su hambre, los informó de que lo único que podía ofrecerles es que Calatayud había condenado a un chaval a aprender a leer. «Y empezó la bola».

Pese al entusiasmo que el juez pone en su trabajo, confiesa que nunca ha sacrificado a su familia en beneficio de la carrera profesional. «También es verdad que eso de la realización profesional lo entiendo a mi manera, porque para mí no es lo más importante ser juez, lo más importante es ser persona y mis objetivos vitales los fijé con Azucena. Los dos montamos nuestra vida familiar, ella pensando en mí y yo pensando en ella. Ser juez es un trabajo muy serio y muy digno, pero es el medio económico que me permitió mantener mi vida con Azucena, nada más».

La mujer de Emilio Calatayud falleció hace unos años víctima del cáncer. Fue el peor trance en la vida del juez, que habla de ella con auténtica devoción. «Lo que más me satisface es que he hecho lo que quería, lo que debía y lo que podía junto a mi mujer. Le he dedicado mi vida y he cumplido con mi deber como marido porque debía, quería y podía. Soy un privilegiado porque, si no hubiese estado casado con Azucena, no sé lo que hubiese sido de mí. Le debo todo». Incluso el presente: «La vida es una sucesión de etapas, y cada una depende de la anterior. La vida sigue, cada uno tiene que vivir la suya, y ahora soy muy feliz con mi actual pareja porque he sido muy feliz con mi mujer».