MERCEDES ALAYA RODRIGUEZ

LA INSTRUCTORA IMPASIBLE


La más estricta justicia no creo que sea siempre la mejor política.


ABRAHAM LINCOLN


El volumen de imágenes que alberga Google de la jueza Mercedes Alaya es inabarcable. Solo en una de ellas exhibe una franca sonrisa. Fue captada el sábado 15 de marzo de 2014, cuando abandonaba, bajo una lluvia de pétalos de rosas blancas, la iglesia de San Alberto, donde ella y su marido renovaron sus votos matrimoniales. Cogida de la mano de Jorge, se limitó a observar la expectación creada entre todos los que presenciaban la escena, incluidos medios de comunicación. Fiel a su costumbre, no dijo palabra. Pero sonrió.

El 12 de noviembre de 2015, el Salón de Grados de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid acogió un evento que había concitado una expectación sin precedentes en ese recinto en las últimas décadas. La magistrada recibía el premio Jurista del Año 2015, concedido por la Asociación de Antiguos Alumnos del centro universitario. No solo era su primera aparición pública tras perder el control de los procesos judiciales que la catapultaron a la fama, sino la primera que protagonizaba en toda su carrera judicial. La jueza no defraudó el interés suscitado.

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ercedes Carmen Alaya Rodríguez nació en Sevilla en junio de 1963. Ese es uno de los escasos datos contrastados de su biografía y su vida íntima, que la jueza protege con el mismo celo con el que se enfrasca en sus complejas investigaciones. Al extremo de que quienes tienen sitio en su reducido círculo de íntimos se cuidan muy mucho de desvelar confidencia alguna para no ser expulsados de él. Y no hay muchas más fuentes a las que acudir, porque la popular magistrada ha reducido su vida social al máximo, no se deja ver en los ambientes sociales de la capital andaluza y apenas hay bares, cafeterías o restaurantes que puedan presumir de tenerla como clienta siquiera ocasional.

«La vida de mi marido y la mía están sometidas a examen», escribió una vez para oponerse a su recusación en el caso Mercasevilla, porque esta empresa había sido auditada por la firma KMPG, y su esposo, Jorge Castro García, también sevillano, formó parte del equipo de trabajo de la auditoría, aunque sin responsabilidad alguna, más allá de la firma sobre el resultado del trabajo. «Es legítimo que estas circunstancias de acoso personal provoquen cierta indignación, pues vivimos en un Estado de Derecho», protestó entonces.

Algunos jueces sevillanos recuerdan que aquella recusación, presentada en 2010 y que apoyó la Fiscalía, le afectó mucho. Pese a que entonces todavía era poco conocida, en sus alegaciones construyó todo un discurso en defensa de su intimidad. «Me genera pudor hablar de mi vida privada, situación en la que creo que pocos jueces se han visto», señaló. Y en tono de airada protesta añadió: «La intimidad familiar la dedico a otros menesteres distintos al trabajo. No hablamos de trabajo aunque pueda parecer extraño, prácticamente nunca lo hemos hecho, pues la parcela personal es necesario mantenerla. ¿Piensa que tras acabar mi marido y yo nuestras respectivas jornadas a las diez de la noche tenemos el más mínimo interés en resolver cuestiones de índole jurídica y económica?». La Audiencia Provincial de Sevilla rechazó la recusación.

El caso es que de su infancia y adolescencia apenas se sabe nada, más allá de lo por ella misma desvelado: que comenzó a soñar con ser juez cuando tenía siete u ocho años. «Me gustaba jugar con mi hermano a juegos de chicos, por supuesto que mandar me gustaba y mucho, me encantaba hacerme oír y que se escucharan mis opiniones, y luego eso fue evolucionando», descubrió el día en que recogió su premio en la facultad madrileña.

Con el paso de los años, esa infantil concepción de la Justicia como un ejercicio de mando quedó tamizada por «la idea de la solidaridad, de hacer el bien, de proteger a las personas más desfavorecidas». Surge entonces el concepto de honestidad, valor «que me inculcó a hierro mi padre y desde luego siempre he tenido muy presente y trato de transmitirlo a mis hijos, a mi familia y a todo el que me rodea».

Para Mercedes Alaya, la elección del Derecho como estudio universitario era «obvia», aunque «mentiría si dijera que me apasionó la carrera». Algunos compañeros de promoción todavía recuerdan su llegada al campus de la Facultad de Derecho de Sevilla, donde los veteranos del centro la eligieron borrega por ser la más guapa del primer curso, lo que la obligó a pasear por todo el edificio con unas enormes orejas de novata. Algunos compañeros en los juzgados sevillanos aseguran que, si esa anécdota es cierta, debió ser terrible para ella dada su timidez.

Terminó la carrera con un expediente brillante, lo que tiene su mérito porque, como ella misma confiesa, «había alguien que me interesaba más que el vasto desierto de lo jurídico», su entonces novio y pronto marido. Mercedes Alaya tuvo a su primer hijo muy joven, con apenas veinte años, lo que no le impidió licenciarse en 1986, aunque sí le hizo dudar si opositar a la judicatura. No porque vacilase sobre su vocación ni porque temiese no ser capaz de superarlas, sino por su condición de madre, dado que «yo me entrego con todo el interés, con toda la pasión, y esto significaba dieciocho horas de estudio al día». La convenció su marido. Aprobó a la primera, y el 14 de octubre de 1988 ingresó en la carrera judicial.

Quienes dicen conocer a Mercedes Alaya creen que esa etapa de su vida forjó su carácter. Afiló una tenacidad que luego ha servido de impronta en su labor instructora y aprendió a superar su timidez con una serie de recursos que son los que le confieren ese aire distante, a veces altivo, que transmite cuando se tropieza con las cámaras de televisión o afronta el interrogatorio de un imputado. En esa evolución jugaron también un importante papel sus primeros destinos, sobre todo el Juzgado de Primera Instancia e Instrucción Número 2 de Carmona (Sevilla), donde descubrió que el Derecho «me salía por los poros de la piel, estaba henchida de teoría, pero no sabía nada de ponerla en práctica». Aprendió, ¡qué remedio!, a fuerza de práctica, sobre todo en el Juzgado de Primera Instancia e Instrucción Número 4 de Fuengirola (Málaga), a donde llegó en febrero de 1990, con apenas veintiséis años de edad. Su marido y los dos hijos pequeños que tenía entonces se quedaron en Sevilla.

Mercedes Alaya guarda un recuerdo un tanto peliculero de aquella etapa, compuesto por «alijos de droga, las mayores cantidades que yo he visto en mi vida escondidas en los lugares más recónditos; mafias de todos los colores, de todas las nacionalidades, rusas, árabes...; asesinatos una semana sí y otra también, y un fenómeno muy curioso: así como ahora los políticos huyen de los procesos judiciales, en aquel momento se producía el fenómeno inverso, los políticos utilizaban la justicia para vencer a sus adversarios». Y apostilla: «Fueron dos años intensos, intensísimos, que efectivamente me dejaron bien curtida».

En abril de 1992 regresó a Sevilla, al Juzgado de Primera Instancia Número 20. Volvió con su familia, que no la había acompañado en su aventura por la Costa del Sol. Y lo hizo a un órgano civil, lo que la obligó «a aprender a pensar, a reflexionar, a tener un contraste, un proceso intelectual para tener una visión global del problema porque la solución tenía que resolver todas las situaciones», una forma de ejercer la jurisdicción que no cabe en un horario de nueve de la mañana a cinco de la tarde, que impide parar «aunque estés haciendo la cena a tus hijos, o en la ducha, o en la cama; no pocas sentencias habré puesto yo con la almohada».

Un acontecimiento desgraciado marcó aquella época: su hermano falleció en un accidente de tráfico. Además, recuperar la vida en familia volvió a despertar su instinto maternal y decidió buscar un destino más tranquilo hasta que, por antigüedad, pudiera optar a una de las secciones civiles de la Audiencia hispalense. Así que en julio de 1998 concursó de nuevo con muy escaso tino: recaló en el Juzgado de Instrucción Número 6 de la capital sevillana.

Allí tuvo que olvidarse de los procesos intelectuales de reflexión y acostumbrarse a tomar con rapidez decisiones que afectaban a la libertad, a la seguridad y al patrimonio de las personas. «Y esas decisiones había que tomarlas con la máxima responsabilidad, con el plus de motivación que se nos exige a los jueces cuando tratamos este tipo de temas».

Dos nuevos retoños llegaron al hogar familiar, que se llenó de biberones y pañales. El más pequeño apenas gateaba cuando por reparto le tocó el caso Betis, de impactante repercusión en toda Sevilla, por lo que su nombre empezó a llenar titulares en los periódicos y la vida familiar se vio muy alterada. Poco después, la lotería del reparto le adjudicó el caso Mercasevilla. El resto de la historia es más o menos conocido.

Cuando Mercedes Alaya repasa los últimos años mantiene un tono serio, pero no oculta un gesto de orgullo: «Pueden imaginarse el enorme esfuerzo que hice, que hicimos, y la enorme dedicación; todas las noches la imagen era la misma, trabajar en mi despacho viendo a mi hijo pequeño que se había quedado dormido en la alfombra con el chupete porque no había manera de meterlo en la cuna, porque necesitaba estar junto a mí».

La jueza no oculta su malestar por las dificultades para conciliar la vida laboral con la familiar, que se torna «en el sentido de culpa con el que hemos luchado y con el que luchamos las mujeres que tenemos cargos de responsabilidad o trabajos de responsabilidad tanto en lo público como en lo privado y que tenemos que hacer piruetas para llegar a todos lados».

Todos esos condicionantes explican la dualidad de la imagen que proyecta la jueza Mercedes Alaya. El aspecto en parte frágil y vulnerable que transmitían las cámaras de televisión que captaban sus entradas o salidas del Palacio de San Sebastián, que alberga los juzgados sevillanos, contrasta con la descripción que hacen de ella quienes como fiscales, abogados, imputados o testigos intervienen en los sumarios que instruye: una magistrada firme, vehemente, poco flexible, déspota a ratos.

Ella lo explica por la necesidad de cualquier juez de construir una puesta en escena que le revista del «imperio de la auctoritas». Pero esa puesta en escena le ha generado un sinfín de críticas, sobre todo por sus modos y maneras de interrogar a los imputados en el caso ERE. Las protestas, las quejas ante el CGPJ y las denuncias ante la audiencia sevillana han sido numerosas, si bien es cierto que ninguna fructificó.

Uno de los momentos álgidos del sumario se produjo en la primavera de 2012, cuando interrogó durante cuatro extenuantes días al exconsejero de Empleo Antonio Fernández. La tensión estalló desde el primer momento y los periodistas que esperaban en los aledaños de la sala de interrogatorios pudieron oír las airadas voces de la instructora, molesta por el empeño del imputado en ejercer su derecho a negarlo todo, a mentir incluso, para no asumir ninguna responsabilidad en el fraude.

Las quejas y denuncias de los abogados defensores recogen numerosos excesos. No solo el tono de voz, sino las apostillas despectivas o conminatorias con las que la juez Alaya desprecia las respuestas de los imputados cuando no le convencen. Incluso gestos que consideran fuera de lugar, como la manía de golpear fuerte con un bolígrafo la mesa desde la que interroga para reforzar el carácter intimidatorio de sus reproches.

El personal del Juzgado de Instrucción Número 6, que en general le profesa tanto respeto como cariño, niega estos excesos. Aunque no pueden reprimir una sonrisa traviesa al reconocer que la jueza Alaya sabe apretar en sus interrogatorios y obtener así interesantes resultados para la instrucción. Y un veterano abogado madrileño, defensor de uno de los pesos pesados de la Junta de Andalucía en la primera década del siglo, ratifica las críticas a la instructora aunque reconoce que a lo largo de la instrucción del complejo caso ERE ha demostrado una inteligencia innata para sacar partido de cualquier oportunidad procesal.

Como ejemplo cita el interrogatorio del ex director general de Empleo, Francisco Javier Guerrero, considerado el principal responsable de la trama fraudulenta. Con los antecedentes acumulados, su interrogatorio aquel marzo de 2012 parecía condenado a ser un infierno. Durante tres días —unas veinte horas de declaración—, la jueza sin embargo se mostró amable, cercana y cariñosa. Le dejó hablar sin apostillas ni réplicas. Preguntó con dulzura, y en alguna ocasión dejó asomar un atisbo de sonrisa. En los recesos, llegó a compartir con el acusado alguna charla desenfadada. Este se confió, y en su declaración llena de falsedades dejó caer algunas medias verdades que la instructora supo aprovechar.

Concluido el interrogatorio, Guerrero y unos veinte defensores aguardaron en la antesala del despacho de la instructora su resolución. Cuando esta salió, vestida de un blanco impoluto, entregó el auto al secretario judicial, que a su vez se lo dio a Guerrero. Este, sin necesidad de leerlo, supo que su destino era la cárcel. Mercedes Alaya ni saludó ni se despidió de los letrados, ni pronunció palabra. Y al acusado no le dirigió ni una simple mirada. Esa noche arrancó la campaña para las elecciones autonómicas, en las que el PP partía como favorito.

Días después, el interrogado fue Juan Francisco Trujillo, chófer y hombre de confianza de Guerrero. Trató de negarlo todo, pero la jueza Alaya volvió a ser la instructora bronca y mal encarada que tanto denuestan los defensores. «Más le vale colaborar, yo se lo recomiendo, hágalo de una puñetera vez», llegó a espetarle. «Intolerable, sí, pero aquel mes de marzo apuntaló el sumario y ya no ha habido forma de pararla», reconoce el letrado madrileño.