III

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ás de tres décadas después de aterrizar muerto de miedo en el juzgado de Villacarrillo, Santiago Pedraz dice no recordar si en algún momento se arrepintió de haberse metido a juez; tampoco es capaz de rescatar de su memoria alguna situación peculiar en la que se haya sentido particularmente orgulloso de vestir la toga. «En cada momento he intentado hacer un buen trabajo y disfrutar con ello».

Puede ser verdad, porque le cuadra a quien no entiende la judicatura como un sacerdocio, pero tampoco como una manera más de ganar un jornal; en ese sentido, es el funcionario perfecto. Pero también puede ser una pose. Cuesta creer que una trayectoria como la del juez Pedraz no encierre al menos un momento de desolación, al menos un episodio exultante. La vida en la Audiencia Nacional da para eso y más, aunque él construye un relato anodino: «Lo malo del juzgado es, primero, que llegas sin saber lo que hay y descubres sumarios formados por tomos y tomos que no sabes cómo organizar, más complejos que en un juzgado ordinario. Además, cada día entra algo nuevo y casi siempre es mediático, de interés para la opinión pública, y eso me molesta».

Uno de los procesos que le aguardaba a su llegada al Juzgado Central de Instrucción Número 1 eran las diligencias previas 331/99, incoadas a raíz de una denuncia presentada en noviembre de 1999 por la premio Nobel de la Paz Rigoberta Menchú, a la que se habían ido adhiriendo numerosas organizaciones no gubernamentales. El objeto a investigar, el genocidio perpetrado por las dictaduras militares que sojuzgaron Guatemala entre 1978 y 1984, que provocaron más de 250.000 víctimas a las que hay que sumar 45.000 desaparecidos, 1.500.000 refugiados internos y 150.000 exiliados forzosos, consecuencia de una estrategia de aniquilación de la población indígena, sobre todo de la etnia maya, que borró del mapa unos 450 núcleos de población.

El anzuelo para enganchar a la Justicia española, el fallecimiento de siete nacionales: cuatro sacerdotes, en distintas matanzas perpetradas a lo largo de esos años, así como tres funcionarios de la embajada española en la capital, que perecieron en el incendio con el que el ejército guatemalteco puso fin el 31 de enero de 1980 al asalto de protesta que sufría la legación diplomática.

Aquella denuncia no fue solo una iniciativa personal de la premio Nobel, que perdió a un hermano abrasado dentro de la embajada española. Fue el fruto de varios meses de trabajo que implicó a varias organizaciones no gubernamentales de distintas nacionalidades y a un nutrido grupo de abogados, algunos ejercientes en España, como Carlos Slepoy, José Luis Galán o Manuel Ollé, que explica que «mantuvimos reuniones durísimas con ella sobre la conveniencia o no de interponer la querella. Nosotros valorábamos muchísimo los procedimientos de Chile y Argentina, que eran inciertos, y yo fui el primero que planteé que me daba miedo la iniciativa de Guatemala porque una inadmisión ratificada tanto por la Audiencia Nacional como por el Supremo nos podía tumbar lo que habíamos construido hasta entonces».

Pero hubo denuncia. Se impuso el criterio de quienes veían en la actuación del juez Garzón contra los dictadores argentinos y chilenos una puerta abierta que había que aprovechar antes de que alguien la cerrase. Además, el Equipo Nizkor, un organismo internacional de derechos humanos especializado en Derecho Internacional, había fabricado una sólida fundamentación sobre la jurisdicción universal. En España, ese grupo de trabajo era impulsado por el exdirigente de Izquierda Unida Enrique de Santiago.

Las causas abiertas por el juez Garzón contra Jorge Videla y sus esbirros en Argentina, así como contra Augusto Pinochet y sus conmilitones en su vecino transandino, habían despertado tanto entusiasmo entre los defensores de los derechos humanos como hastío y preocupación entre quienes las veían como un engorroso estorbo para la diplomacia española. El arresto del dictador chileno en Londres el 21 de septiembre de 1998 por orden del juez español molestó sobremanera al gobierno de Aznar. La llegada de la denuncia por el genocidio guatemalteco despertó alarmas que los medios de comunicación reprodujeron un día sí y otro también, sin descanso: era inconcebible que la Audiencia Nacional pretendiese convertirse en el tribunal de toda Latinoamérica.

Surgieron entonces los primeros llamamientos a revisar el principio de jurisdicción universal, usado por los principales estados europeos desde la época medieval para combatir la piratería. De evolución histórica muy dispar, los tribunales de Núremberg recuperaron ese título que obliga a la justicia de cualquier país a enjuiciar crímenes cometidos en el extranjero con independencia de la nacionalidad de los victimarios o de las víctimas, siempre que el objetivo sea evitar la impunidad de delitos graves como el genocidio, la piratería y los crímenes de guerra y de lesa humanidad.

El evidente trasfondo político que encierra esa formulación explica que durante todo el siglo XX cayese en desuso, aunque en países como Bélgica, Dinamarca, Francia, Suecia, Holanda, Italia o Alemania no son infrecuentes este tipo de procesos. Algunas repúblicas africanas han incorporado el principio de justicia universal ya en este siglo XXI, así como países como Argentina, donde un juzgado investiga los crímenes atribuidos a la dictadura franquista.

En España apenas se había usado en algunas resoluciones de jueces de la Audiencia Nacional dictadas para ordenar los primeros abordajes en alta mar de buques que transportaban cargamentos de droga. Pero en eso llegó Garzón y convirtió la jurisdicción universal de la Audiencia Nacional en un poderosísimo instrumento jurídico-político con el que, antes o después, alguien iba a intentar acabar.

La denuncia del genocidio maya en Guatemala operó uno de esos milagros que solo pueden ocurrir en la Audiencia Nacional: quiso el caprichoso sistema de reparto que la querella de Menchú le correspondiese al juez que en aquellos momentos ofrecía un perfil personal y profesional más opuesto a Garzón: Ruiz Polanco. Pero intentar prever la actuación de un juez, de cualquier juez, no deja de ser una apuesta alocada y, contra todo pronóstico, el titular del Juzgado Central de Instrucción Número 1 admitió la causa, porque lo contrario, y así lo hizo constar en su resolución, sería prevaricar.

La decisión de Ruiz Polanco puso en marcha la habitual ruleta de recursos. La Fiscalía logró que la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional anulase la admisión a trámite. A continuación el Supremo, en resolución salomónica, ordenó la reapertura de la causa, pero solo para investigar la muerte de víctimas españolas. Insatisfechos, los defensores de los derechos humanos personados en el proceso elevaron la discusión al Tribunal Constitucional.

Así se encontró el juez Pedraz las diligencias 331/99, paralizadas desde 2003 a la espera de que el órgano intérprete de la Constitución fijase las líneas maestras por las que la Audiencia Nacional debía conducir el ejercicio de su jurisdicción universal. Poco tuvo que esperar: el 26 de septiembre de 2005 la Sala Segunda del Constitucional, por unanimidad, amparó a los recurrentes, anuló las resoluciones de la Audiencia Nacional y el Supremo y forzó la investigación del genocidio guatemalteco con todas sus consecuencias, sin limitaciones ni ataduras.

El fallo, redactado por el entonces vicepresidente de la institución, el magistrado Guillermo Jiménez, pone especial cuidado en destrozar la argumentación del Supremo, que redujo la persecución del genocidio a aquellos supuestos en los que afectase a víctimas españolas o a cualquier otro «interés superior» del Estado. Para el Constitucional, esa «forzada e infundada exégesis» a la que el alto tribunal sometió al artículo 23.4 de la LOPJ «supone una restricción ilegítima» del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva.

«La persecución internacional y transfronteriza que pretende imponer el principio de justicia universal se basa exclusivamente en las particulares características de los delitos sometidos a ella, cuya lesividad (paradigmáticamente en el caso del genocidio) trasciende la de las concretas víctimas y alcanza a la comunidad internacional en su conjunto», escribió el vicepresidente del Constitucional con el apoyo unánime de los restantes cinco magistrados que con él formaron sala en este asunto. Y añadió: «Consecuentemente, su persecución y sanción constituyen no solo un compromiso, sino también un interés compartido de todos los estados, cuya legitimidad, en consecuencia, no depende de ulteriores intereses particulares de cada uno de ellos».

El párrafo está escrito a fuego en todos los vademécum de las principales organizaciones defensoras de los derechos humanos del planeta. Desde aquel día, todas las partes personadas en las distintas causas abiertas en la Audiencia Nacional han respetado un pacto no escrito para evitar que el Constitucional vuelva a pronunciarse sobre el principio de jurisdicción universal, por miedo a que una interpretación distinta anule la doctrina que aquella sentencia fijó.

Habilitado por el Constitucional, el juez Pedraz no dudó en poner en marcha las actuaciones. De inmediato pudo comprobar que los tribunales guatemaltecos no estaban en absoluto dispuestos a colaborar, sino todo lo contrario, mientras que grupos de poder próximos a la desaparecida dictadura militar maniobraban sin pudor ni descanso para desactivar la investigación judicial. Pero el proceso cogió vuelo y antes de lo previsto el instructor se encontró en disposición de dar un paso inédito e inesperado: interrogar a los presuntos responsables del genocidio maya en Guatemala.

Es imposible vaticinar qué hubiera hecho cualquier otro magistrado. Pedraz ni lo dudó, y el 28 de junio de 2006 aterrizó en el aeropuerto internacional La Aurora de la capital guatemalteca dispuesto a interrogar a los exdictadores Efraín Ríos Montt y Óscar Humberto Mejía Víctores, que gobernaron el país ente 1982 y 1986, cuando se produjeron las matanzas más atroces. En la lista también figuraban otros cuatro exgenerales que estuvieron a sus órdenes, así como una larga serie de testigos, todo ello en el marco de una comisión rogatoria que en el país centroamericano dirigía el magistrado Saúl Álvarez.

No pudo ser. Recién aterrizado, el instructor español fue informado de que la Corte Constitucional guatemalteca, por cuatro votos a uno, había decidido amparar a Ríos Montt, que se oponía a ser interrogado. El periodista José Yoldi, que se desplazó hasta la capital guatemalteca para cubrir la noticia para El País, recuerda que el juez «se sintió burlado por las maniobras dilatorias del exdictador». Pedraz, en cambio, hace hoy otra valoración: «El problema es que el sistema judicial de Guatemala es muy complicado, lo que nos obligó a suspender la mayoría de las declaraciones previstas en la comisión rogatoria».

No fue el último contratiempo. El juez Pedraz intentó que el desplazamiento sirviese para algo y se dispuso a constituir su propio juzgado en la sede de la embajada española para tomar declaración a muchos testigos supervivientes de los crímenes atribuidos a la dictadura militar, entre ellos la propia Menchú, lo que les evitaría el largo y costoso viaje a España para prestar declaración en la Audiencia Nacional. Pero tampoco pudo ser porque el embajador español, Juan López Dóriga, le indicó que tal pretensión era contraria al Derecho Internacional. Una, entonces reciente, reforma del Convenio de Viena que regula las relaciones diplomáticas acababa de quitar a las legaciones la condición de «territorio» del Estado al que pertenecen. Por tanto, la embajada española en Guatemala es, a todos los efectos, territorio guatemalteco en el que España tiene instalada una oficina que goza de inmunidad diplomática y representa al Estado español, pero inhabilitada para albergar en su seno un órgano jurisdiccional.

«El viaje que realizó el juez Pedraz a Guatemala resultó un pequeño fracaso en lo que a resultados inmediatos respecta, aunque fue un revulsivo para la Justicia guatemalteca», defiende Yoldi. Nada más regresar de tierras centroamericanas, el 7 de julio de 2006, el instructor dictó orden internacional de detención, a efectos de extradición, contra los exjefes de Estado Ríos Montt y Mejía Víctores, el exministro de Defensa y general Ángel Aníbal Guevara, el exdirector de la Policía y general Germán Chupina Barahona, el exjefe del Comando 6 de la Policía y general Pedro García Arredondo, el exjefe del Estado Mayor del Ejército y general Benedicto Lucas García y el exministro de la Gobernación y general Donaldo Álvarez Ruiz.

Amén de su arresto, la orden internacional incluía el embargo de todos sus bienes y el bloqueo de sus cuentas bancarias, tanto aquellas de las que fuesen titulares como de las que figurasen a nombre de testaferros o terceras personas. Por supuesto, los tribunales guatemaltecos desoyeron estas peticiones y no hubo extradición. Pero algo se rompió. Según el análisis de Yoldi, «la Justicia guatemalteca terminó por seguir un proceso por los mismos hechos investigados por Pedraz en el que inicialmente Ríos Montt fue condenado en 2013 a ochenta años de prisión; aunque diez días después la sentencia fue anulada por la Corte Constitucional, el proceso contra él continúa».

El juez Pedraz no se paró. Siguió recopilando información sobre aquella ominosa etapa —el hoy sumario 3/14 es ya uno de los mejores estudios históricos realizados sobre la dictadura guatemalteca— que de inmediato quedaba a disposición de las incipientes causas judiciales que nacían en el país centroamericano. Y admitió la personación de nuevas acusaciones, en varios casos organizaciones internacionales que han convertido la causa en un verdadero foro de debate y estudio sobre el Derecho Internacional, al punto que varias de las resoluciones dictadas engrosan ya el corpus doctrinal sobre la materia en centros académicos universitarios de medio mundo.

Por ejemplo, por primera vez en la historia el juez Pedraz admitió, a petición de la organización Women’s Link Worldwide, que el genocidio de la población maya atribuido a la dictadura guatemalteca, en lo que a la población femenina se refiere, podía ser analizado también desde las características del crimen de género; se trata de una especie de delito de feminicidio que ya ha adquirido carta de naturaleza en algunas resoluciones de relatores de derechos humanos de Naciones Unidas, así como en las de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

Y es que la sentencia del Constitucional sobre Guatemala lo había cambiado todo. A principios de 2006, fue la propia Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional la que obligó al juez central de Instrucción Número 2, Ismael Moreno, a investigar una querella presentada contra cinco dirigentes comunistas chinos, entre ellos el expresidente de la República Popular, Jiang Zemin, por el supuesto genocidio desatado en la década de los noventa al reprimir los movimientos independentistas del Tíbet. Unos meses después, el Supremo ordenó investigar la muerte entre 1999 y 2002 de decenas de adeptos de la secta Falung Gong, prohibida en China.

Por su parte, el juez central de Instrucción Número 4, Fernando Andreu, reactivó una denuncia que había llegado a su juzgado en febrero de 2005 e inició la investigación de la muerte de cuatro millones de ruandeses en los diversos conflictos que atravesó el país centroafricano entre 1994 y 2000. Y en junio de aquel 2006 el juez Moreno se declaró competente para investigar las posibles escalas secretas que habrían realizado en el aeropuerto de Palma de Mallorca aviones no identificados de la CIA estadounidense que trasladaban a presuntos terroristas ilegalmente detenidos en distintos países.

En 2007, el juez Garzón admitió una querella contra el exministro de Interior marroquí Driss Basri y otros altos cargos militares por el presunto genocidio del pueblo saharaui cometido a lo largo de las décadas de los setenta y ochenta del pasado siglo. En noviembre de 2012, el magistrado Pablo Ruz amplió esa investigación a varios responsables del ejército argelino y del propio Frente Polisario, que habrían aprovechado la represión marroquí para encubrir la eliminación de facciones saharauis disidentes mediante el asesinato o la desaparición de opositores.

En julio de 2008, el juez Moreno admitió a trámite una querella interpuesta por víctimas españolas del Holocausto contra cuatro guardias de las SS, tropas de élite del ejército nazi alemán, residentes en Estados Unidos, a los que responsabilizaron del genocidio perpetrado en los campos de concentración de Mauthausen, Sachsenhausen y Flossenbürg.

En diciembre de 2009, el magistrado Andreu remitió una comisión rogatoria a Irak para recabar información sobre el ataque que sufrió en julio de ese año el campo de refugiados iraníes de Ashraf, en el que fallecieron once personas y otras treinta y seis fueron secuestradas.

En julio de 2010, el magistrado Ruz abrió diligencias para averiguar la identidad de los mandos militares israelíes que ordenaron el ataque contra una flotilla de ayuda humanitaria que en mayo de ese año intentó llegar a Gaza, y que se saldó con nueve muertos y numerosos heridos.

En mayo de 2011, el juez central de Instrucción Número 6, Eloy Velasco, ordenó la busca y captura de veinte militares salvadoreños acusados del asesinato de ocho personas, seis de ellas sacerdotes jesuitas españoles, durante el asalto a la Universidad Centroamericana de San Salvador en 1989.

Y un año después, el juez Ruz ordenó la detención e ingreso en prisión de siete antiguos responsables de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), que operó en Chile durante la dictadura del general Pinochet, por su presunta participación en el secuestro y asesinato del diplomático español Carmelo Soria, cuyo cadáver apareció el 14 de julio de 1976.

El debate académico abierto por estas actuaciones judiciales trata de determinar si son o no útiles. Para Antonio Segura, los procesos de jurisdicción universal «son efectivos si hay voluntad política de que sean efectivos y si los tribunales supremos que juzgan estos delitos son independientes del poder ejecutivo. En España lo fueron hasta que se ha producido una intervención política del gobierno que ha cambiado una ley que funcionaba». Manuel Ollé comparte esa visión: «La Audiencia Nacional ha sido ejemplo para todo el mundo, fuente de un enorme prestigio no solo para la judicatura española, sino para el sistema internacional de protección de los derechos humanos. Las resoluciones de la justicia española se estudian en todas las universidades del mundo».

No hay duda de que los sumarios abiertos en la Audiencia Nacional en virtud de su jurisdicción universal han servido para algo. La resolución de la Corte Suprema argentina que anuló las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida —las que impedían juzgar los crímenes de la dictadura— citó de manera expresa el sumario instruido por el juez Garzón. Hoy, decenas de conmilitones cumplen duras condenas de cárcel en aquel país y uno de ellos, Adolfo Scilingo, en una prisión española.

Con mucha más timidez, pero de manera inexorable, también las administraciones judiciales de Chile, Guatemala y El Salvador comienzan a sortear obstáculos para juzgar al menos algunos de los más sangrientos crímenes que manchan de sangre la más reciente historia de esos países.

En donde no hay debate es en el engorro que estos procesos representan para la diplomacia española. Causas que afectan a estados con los que España mantiene relaciones especiales, como Estados Unidos, Marruecos, los países sudamericanos o Israel, molestan a cualquier gobierno, sea del color que sea. De hecho, el ejecutivo que encabezó Rodríguez Zapatero reformó el artículo 23.4 de la LOPJ, un cambio que pareció sobre todo cosmético, acaso para contentar a la Administración estadounidense, pero sin grandes consecuencias para las causas abiertas.

El gobierno de Rajoy que le sucedió tampoco ocultó nunca su desagrado por la existencia de esos procesos abiertos, pero no pareció dispuesto a modificar el statu quo heredado hasta que, el 10 de febrero de 2004, el juez Moreno desató la tormenta perfecta: dictó órdenes internacionales de detención contra cinco ex líderes comunistas chinos, entre ellos los expresidentes Zemin y Hu Jintao y el ex primer ministro Li Peng, por su presunta responsabilidad en el genocidio tibetano. Y lo hizo mientras España negociaba con China para que el país asiático comprase deuda pública de modo y manera que la operación contribuyese a reducir la prima de riesgo que ahogaba la economía nacional.

La reacción china fue pública y colérica, y la del Gobierno español vertiginosa y expeditiva. En apenas unos meses, mediante un procedimiento parlamentario exprés, la ley era reformada y vaciada de contenido con el único apoyo parlamentario de los diputados del PP. Pese a la virulenta y unánime reacción de los jueces de la Audiencia Nacional, varios de estos procesos, incluidas las dos causas que afectaban a China, son ya historia pasada. Y los sumarios que siguen abiertos boquean heridos de muerte, porque la reforma solo permite investigar el genocidio cuando afecte a criminales de nacionalidad española o que residan en España, y solo podrá hacerse previa denuncia de las víctimas o de la Fiscalía, no a impulso de acusaciones populares.

Uno de los procesos que ha superado la crisis provocada por la reforma del artículo 24.3 de la LOPJ ha sido el que investiga el asesinato en la UCA de San Salvador del grupo de jesuitas españoles que dirigía Ignacio Ellacuría, crimen del que se salvó de milagro un tío del juez Pedraz. No solo eso, el sumario que instruye el juez Velasco ha superado incluso la existencia de un proceso judicial sustanciado ante los tribunales salvadoreños, que es uno de los factores que, según todos los tratados internacionales, hace inoperante el principio de jurisdicción universal.

También en este aspecto la Justicia española ha hecho historia: nunca antes en el mundo ningún tribunal había alentado la instrucción de una causa judicial por hechos juzgados en el país donde ocurrieron. El mérito es del Supremo español, con el beneplácito de todas las organizaciones internacionales que vigilan este tipo de asuntos que afectan a la protección de los derechos humanos fundamentales.

Lo que ocurrió en este caso es que el proceso juzgado en El Salvador fue una pantomima. Esa fue la conclusión del alto tribunal en resolución redactada por el presidente de la Sala Segunda, el magistrado Manuel Marchena. Ni él ni el instructor de la causa, el juez Velasco, son sospechosos de tendencias progresistas. Pero la resolución que confirmó la competencia de la Audiencia Nacional para investigar la matanza de los jesuitas incluye párrafos deliciosos: dado que «existen, con respecto a los hechos objeto del sumario 97/2010, indicios suficientes de que el proceso penal desarrollado en su día en El Salvador no garantizó el castigo y persecución efectiva de sus responsables», el juez Velasco debe seguir adelante «porque, como declara el preámbulo del Estatuto de la Corte Penal Internacional, los crímenes más graves de trascendencia para la comunidad internacional en su conjunto no deben quedar impunes». Y todo ello pese a que «enjuiciar» la actuación de la Justicia de otro Estado es una operación que «no está exenta de dificultades y puede conllevar el análisis de cuestiones complejas, tanto desde el punto de vista jurídico como desde el punto de vista político-diplomático e incluso histórico, que exigen a este tribunal prudencia en su ejercicio».

De momento, tampoco se ha visto afectada la causa abierta contra los genocidas guatemaltecos. Según el propio juez Pedraz, «estamos pendientes del proceso abierto en Guatemala por la quema de la embajada española, para estudiar si opera el non bis in ídem. Respecto del genocidio, además de a las extradiciones, estamos a la espera de alguna diligencia más, como la apertura de algunas fosas, pero en ese sentido la causa está parada. Tengo la sensación de que he hecho lo que he podido, no me siento defraudado, pero ojalá la causa pudiera seguir más adelante».

La que ya no avanzará más es la investigación del asesinato de José Couso. Durante más de un año, el juez Pedraz logró burlar el recorte de la jurisdicción universal porque defendió con éxito que los artículos 146 y 147 del IV Convenio de Ginebra, relativo a la protección de personas civiles en tiempo de guerra, son de plena aplicación en el caso del cámara de Telecinco. Y como el tratado internacional tiene primacía y no puede ser modificado por normas internas, la mutilación de la jurisdicción universal no impedía investigar aquel crimen.

Pero el pasado 6 de mayo de 2015, la Sala Segunda del Supremo archivó de manera irreparable el proceso abierto para investigar el genocidio tibetano. Aquella resolución concluyó que la Justicia española carece de competencias para investigar delitos cometidos en conflictos armados, salvo «que el procedimiento se dirija contra un español o contra un ciudadano extranjero que resida habitualmente en España, o contra un extranjero que se encontrara en España y cuya extradición hubiera sido denegada por las autoridades españolas». Así lo proclamó una sentencia obra del magistrado Cándido Conde-Pumpido, poco sospechoso de posiciones conservadoras, «para que quede claro en este y en otros procedimientos con similar fundamento».

El juez Pedraz entendió el mensaje. El nuevo modelo de jurisdicción universal «impide la persecución de cualquier crimen de guerra cometido contra un español salvo en el difícil supuesto de que los presuntos criminales se hayan refugiado en España», escribió en el auto con el que archivó la causa el 9 de junio siguiente. «La decisión del legislador será discutible y podrá provocar debates en torno a tal impunidad, no solo para el presente caso sino para otros posibles, mas no corresponde a los jueces suplir al legislador», avisa el instructor de la Audiencia Nacional.

El teniente coronel De Camp, el capitán Wolford y el sargento Gibson ya no tienen nada que temer, si alguna vez lo tuvieron. Las órdenes internacionales de detención que la Interpol nunca quiso tramitar decayeron y pueden viajar fuera de los Estados Unidos incluso a países firmantes de la Convención de Ginebra, con la tranquilidad de saber que ninguna fuerza policial ni judicial los busca. Una interpretación radical de las tesis del Supremo les permitiría incluso visitar España con total impunidad. «El flexo no podrá mantenerse encendido», se rindió el juez Pedraz.