II
S
onia Alicia Chirinos Rivera nació en Lima (Perú, 1959), pero solo muchos años después, tras varios viajes a su tierra natal, logró recuperar la sintonía con sus paisanos que dejó en suspenso cuando apenas tenía nueve años. Mientras en las calles de Lima se gestaba el golpe militar de 1968, su padre intentó que volviera a casa, pero se quedó en España junto a su madre, quien tras el divorcio cruzó el Atlántico para establecerse en principio solo dos años. «Lo curioso es que a mí no me gustaba», recuerda ahora, pero con el tiempo se fue acostumbrando. Hoy se siente española.
La madre de Sonia fue su referente de niña y su ejemplo ya de adulta, «por su coraje y tesón»; fue el ancla que le permitió asumir el cambio de país, de ciudad y de colegio y adaptarse a otras costumbres, a otros amigos de recreo. No se considera una estudiante modelo, pero sí sacaba buenas notas y era de las primeras en clase.
Sus dos progenitores son abogados, incluso es nieta del autor del primer Código Civil peruano. Pero el Derecho nunca impregnó el ambiente doméstico, ni en su Perú natal ni en España. Su apuesta por la judicatura, por tanto, no es consecuencia de la influencia familiar. Y ello a pesar de que en su caso sí puede hablarse de cierta vocación temprana, ya desde los primeros años en un colegio religioso se sentía «feliz impartiendo una justicia liviana de patio de recreo. Fue una época muy linda en la que me gustaba proteger al que lo necesitaba».
Entonces era una mera pulsión irracional: Sonia Chirinos quería ser arquitecta, «quizá porque muchas veces escuché a mi madre decir que lo que necesitaba era tener una casa». Pero con apenas trece años, un día mientras atravesaba el Parque de las Avenidas de vuelta a casa desde el colegio, tuvo una epifanía y descubrió que quería ser abogada. «Además, yo era pésima dibujando», ríe ahora.
Integrada en el país sin problemas, una adolescencia y juventud itinerante por el Levante español despertó en Sonia Chirinos la curiosidad por recuperar los territorios que la vieron nacer, la necesidad de completar su propia identidad. A punto estuvo de hacerlo al terminar los estudios preuniversitarios y llegó a tener en sus manos el billete de ida a Lima que le envió su padre, pero su madre le aconsejó que, antes de viajar, meditase primero despacio si no era preferible empezar los estudios de Derecho en España, dado que ya había conseguido el ingreso en la Universidad de Valencia.
«Mi madre siempre ha sido una mujer muy inteligente y práctica», dice ahora, antes de confesar que la convenció y comenzó la carrera con un empeño y dedicación especiales, no tanto por conseguir la licenciatura como «para que nada pudiera impedir que yo me fuera a Perú». Así lo hizo nada más acabar el primer curso: cruzó de vuelta el océano para pasar un año sabático en el país andino y descubrir de manera empírica que «yo era mucho más española que peruana», por lo que no tardaron en aparecer las prisas por volver y terminar la carrera de Derecho en España.
Pese a que su intención cuando viajó a Perú era concederse un año para sí misma, una vez allí decidió matricularse en la Universidad de Lima, en donde comenzó segundo curso de Derecho. Sin embargo, el ambiente de aquellos círculos universitarios no la terminó de convencer, dada su alta politización y porque el funcionamiento de la facultad era un desastre. Por eso, cuando concluyó aquel curso volvió a España, aunque no sería la última vez que viajaría a su país para completar su formación internacional.
Con las maletas otra vez en el aeropuerto de Valencia, la jueza pensó que el año de estudios en Perú no había sido provechoso y se convenció de que lo mejor era repetir esas asignaturas en la facultad valenciana para continuar con mejor pie la carrera. Esa decisión le permitió descubrir a profesores como Tomás S. Vives Antón —que dirigió su tesina— o Ernest Lluch, «tan increíbles que mi amor por el Derecho se consolidó». Aún no había terminado la carrera cuando, en 1981, empezó a colaborar con la Cátedra de Derecho Penal. Terminados los estudios, comenzó a preparar la tesis doctoral. Compañeros del departamento rememoran que nada en el horizonte parecía obstáculo que pudiera impedir que se convirtiese en la primera catedrática de Derecho Penal de España.
Pero el destino le hizo un regate y le puso en el camino la oportunidad de sustituir, durante un mes en verano, a una magistrada de la Audiencia Provincial de Valencia. Apenas tenía veinticuatro años y no lo dudó, sin saber entonces que emprendía un camino sin retorno. Ahora recuerda que en aquellos años los magistrados sustitutos no tenían otra misión que «rellenar huecos» en las salas para conseguir el quórum que permitía dictar sentencias. Pero el caso es que a ella le dejaron la ponencia de algunas resoluciones y le entró el gusanillo.
Todavía recuerda con intensidad aquellos balbuceos como jueza. La responsabilidad le hacía rebuscar en documentos antiguos o en jurisprudencia de todo tipo hasta estar convencida de la sentencia que iba a firmar. Y escudriñaba con tal pasión que llegó a ser noticia: en una ocasión, absolvió a un joven acusado de desórdenes públicos al aplicarle una ley de 1931, dictada durante la Segunda República, extremo que el diario El País reseñó en tono sorprendido. «Yo había ido a un armario donde se guardaba alguna jurisprudencia antigua y encontré una sentencia que me venía bien, de 1931, y decidí aplicarla como antecedente».
En pocos días se dio a conocer en la audiencia valenciana. Otros magistrados, mayores que ella y muy conservadores, la observaban con cierto desdén y comentaban de forma discreta —aunque a ella no le pasaba desapercibido— cómo iba vestida, el largo de su falda o su peinado. «Era un poco como la niña del juzgado», cuenta sin rencor, sobre todo porque lo que recuerda de aquella época es que «ahí nació mi verdadera vocación». Influyeron también los consejos de un magistrado «comunista de los de antes, culto, que igual tendría solo cincuenta años, pero que para mí era mayor», y que le hizo dudar sobre su futuro en la universidad porque era aquella una institución «totalmente feudal, medieval, donde sin padrino no eras nadie».
Sonia Chirinos tenía un padrino académico y de los buenos, Vives Antón, pero la mecha estaba encendida y, antes de concluir la sustitución en la Audiencia Provincial, se remangó para preparar las oposiciones a la judicatura. En menos de un año superó las pruebas y, corría 1984, consiguió un nuevo destino en un juzgado de distrito de Carcagente, un pueblo de la Ribera Alta valenciana que contaba con unos 22.000 habitantes.
Su aterrizaje no pudo ser más descorazonador. Encontró un juzgado «feo, viejo y destartalado», y ella era nueva en todo. Como les ha ocurrido a generaciones y generaciones de jueces, los alumnos llegaban a los juzgados desde la Escuela Judicial sin saber qué se esperaba de ellos. Así que cuando uno de los funcionarios le puso por vez primera sobre la mesa una serie de documentos para la firma, ella prefirió consultar por teléfono a un magistrado amigo. La respuesta no pudo ser más inquietante: «Tú firma, poco a poco ve controlando lo que tienes que autorizar, pero de momento te tienes que fiar del funcionario».
En septiembre de aquel año fue destinada al Juzgado de Primera Instancia e Instrucción Número 1 de Tremp (Lérida). Desde allí logró irse acercando poco a poco a la capital del Turia, donde había establecido su vida desde la etapa universitaria. Pero, cuando lo consiguió, decidió ampliar conocimientos. En 1989, por primera vez en la historia, el Consejo General del Poder Judicial integró a una mujer en su Inspección. Así arrancó una nueva etapa profesional en la que recorrió juzgados y tribunales por media España
Aquella experiencia le ayudó a aprender «las buenas y las malas formas de trabajar en un juzgado», pero sobre todo a conocer de cerca «la España profunda» y las dificultades de los juzgados en toda la geografía. Fue inspectora exclusiva para toda Andalucía, después Aragón, Extremadura, La Rioja y Navarra, y gracias a ello «aprendí una forma nueva y creativa de impartir justicia».
Inquieta por herencia genética, la experiencia como inspectora le despertó la remota idea de intentar cambiar las cosas desde la política y el 9 de diciembre de 1991 aceptó un puesto de nueva creación, directora general de Justicia de la Generalitat Valenciana. Fue para ella una experiencia valiosa pero decepcionante —«salí un poco quemada»— porque su ingenuidad la llevó a enfrentarse con los responsables de la Consellería de Administración Pública, a la que estaba adscrita, y «esas cosas se pagan».
Fue un baldío y breve paso por la política. El 31 de agosto de 1993 el Diari Oficial de la Comunitat Valenciana publicó su cese. Regresó a la Inspección, pero su espíritu inquieto volvió a llamar a la puerta y aceptó un proyecto de cooperación jurídica internacional entre la Unión Europea y Perú. El objetivo era montar las bases para la futura Academia de la Magistratura, pero Sonia Chirinos no oculta que también le sirvió para recuperar raíces olvidadas que hoy recuerda con nostalgia: «Me sentía peruana y recuperé mi esencia en una tierra que comencé a reconocer mejor».
Entró en crisis —en el sentido que daban los griegos a la palabra— y peleó con el Consejo General del Poder Judicial por una excedencia de tres años, que dedicó a trabajar en Nicaragua en un proyecto también de la UE, vinculado con la independencia judicial. Cuando lo concluyó, viajó a la República Dominicana, donde dirigió otro proyecto europeo de iniciación al Derecho que le ocupó otros tres años.
Al mirar el calendario, Sonia Chirinos se percata de que pasó casi dos décadas fuera de los juzgados y de que todavía hoy ignora qué la empujó a regresar a España y retomar la carrera como juez. Posiblemente ayudó una oferta para asesorar al gabinete del secretario de Estado de Justicia. Lo de afrontar el reto de volver a pisar un juzgado era otro cantar. No podía obviar el criterio de sus mejores amigos, convencidos de que su perfil era más académico que práctico y de que diez años sin vestir la toga le habían hecho perder músculo para la judicatura.
Pero Sonia Chirinos tenía claro que la experiencia vivida podía enriquecer una nueva etapa togada. Y había una oportunidad que no estaba dispuesta a desperdiciar. Acababan de nacer los nuevos Juzgados de Violencia sobre la Mujer, y ella llevaba años compaginando sus ocupaciones con la impartición de charlas y seminarios sobre la materia por toda España, y también en Perú, Colombia, Marruecos, Austria e incluso en Tayikistán.
Así que en junio de 2005 se convirtió en titular del flamante Juzgado de Violencia sobre la Mujer Número 2 de Madrid. Pero llegó con cautela. Asustada por el desafío que tenía por delante, decidió incorporarse en septiembre y acudir antes a la sede madrileña como si fuera una observadora anónima. Ahora se asombra por la audacia de aquellos primeros días en los que llegó «de incógnito» y presenciaba las vistas orales en los otros dos juzgados para observar y aprender la dinámica que imprimían las otras dos juezas, Raimunda de Peñafort Lorente Martínez y María Gracia Parera de Cáceres: «Yo estaba ahí parada y los abogados me miraban como un bicho raro, nadie sabía que yo era la futura juez».
Fueron inicios duros, porque tres únicos órganos para una urbe de las dimensiones de la madrileña son insuficientes (hoy hay once) y porque «nadie se ocupaba de esos juzgados, estábamos solos». La jueza Chirinos, además, estaba decidida a no sacrificar a su familia por el trabajo y el empeño le resultó muy difícil: «Había que cuidar a los niños, cuidar la pareja, y tampoco podía cuidar a mis amigos», reconoce con cierta amargura.
Después de cada jornada maratoniana en el juzgado, le costaba desconectar, así que se hizo adicta, reconoce ahora con vergüenza, al programa prototipo de la telebasura, aquel Aquí hay tomate de infausto recuerdo. Hasta que se dio cuenta de que aquella medicina tampoco funcionaba. Mejor resultado dio la receta impuesta por su marido, que le prohibió comentar en casa los asuntos judiciales a su cargo. Poco a poco, aprendió a «no llevarme los problemas a casa, aunque me lleve trabajo».
Necesitada, pese a todo, de vías alternativas para aliviar la tensión y la carga emocional que arrastra el Juzgado de Violencia sobre la Mujer, la cocina fue para Sonia Chirinos un verdadero bálsamo, un ungüento que incluso aplicó a sus funcionarios, a los que invitó a comer a su casa para fomentar un clima diferente. «Tuve que pedir un día libre para poder hacer la comida para todos», recuerda divertida.
No fue suficiente. Tampoco la lectura relajante de un buen libro, que gusta de compartir con los suyos. Y le encantaba participar en juegos de mesa con sus hijos. En realidad nada basta, ni siquiera la música, tras una guardia de setenta y dos horas que requiere un esfuerzo mental importante. También necesitaba un buen fondo físico, y quizá por eso desde hace algún tiempo asiste a clases de zumba, una suerte de baile para descoyuntarse a ritmos latinos variados que no dejan tiempo alguno para pensar.
Pero miles de procesos judiciales después, Sonia Chirinos piensa. Lo hace constantemente, y por eso defiende con vehemencia que «la igualdad debe sentirse, no pensarse». Aunque no olvida lo que la más cruda realidad enseña: «En el fondo nadie cree en la violencia de género, solo cuando hay una mujer o un niño muertos. En ese momento es cuando la sociedad se lo cree, pero la violencia es la explosión de una conducta que desgraciadamente padecemos todos. Y la admitimos, en el fondo la admitimos».