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a cifra impuesta a Bankia como fianza por responsabilidad civil por el juez Andreu dejó helados a los ocupantes de aquellos despachos que controlan la economía nacional dentro y fuera de España: 800 millones de euros. Casi un punto del PIB español. Una de las cinco mayores fianzas en concepto de responsabilidad civil jamás impuesta por un juzgado español. Y eso que el juez Andreu había optado por la prudencia. El objetivo de tan descomunal cifra era asegurar las posibles indemnizaciones a las que tendrían derecho quienes en junio de 2011 compraron acciones del nuevo banco —fruto de la fusión de siete cajas de ahorros, entre ellas Caja Madrid y Bancaja— sin saber, como sospecha el juez, que sus máximos responsables ocultaron la verdadera situación contable de la entidad. Los más afectados fueron unos 350.000 pequeños inversores que adquirieron títulos por valor de 1.800 millones de euros. Acciones a 3,75 euros cada una que, nueve meses después, eran papel mojado. El magistrado calculó el perjuicio sufrido en unos 600 millones de euros, cantidad que la Ley de Enjuiciamiento Criminal convierte en los 800 millones de fianza fijados.
Respecto de las grandes empresas y sociedades de valores que acudieron a la oferta pública de acciones en su tramo institucional, el juez Andreu concluye que dispusieron de información sobre «otros aspectos complementarios tanto de su inversión como de los riesgos, teniendo conocimientos más amplios de los que tienen los minoristas», por lo que en principio los excluyó como accionistas indemnizables. Estas firmas, que desembolsaron otros 1.200 millones de euros, no están dispuestas, sin embargo, a quedarse fuera de una posible compensación.
La fianza era imposible para los supuestos responsables de las irregularidades que rodearon la salida a Bolsa del grupo: el expresidente Rodrigo Rato y los exdirectivos Francisco Verdú, José Luis Olivas y José Manuel Fernández Norniella. Así que, de pagar, sería la propia Bankia la obligada, pero la debilidad de sus cuentas lo imposibilitaba. En 2014, la entidad tuvo un beneficio de 747 millones, un 83,3 por ciento más que en el año anterior, pero tras descontar ya 312 millones de euros para provisionar posibles indemnizaciones a pequeños accionistas perjudicados que habían reclamado por la vía civil.
La retorcida contabilidad bancaria provoca que la fianza redujese esos resultados en unos 600 millones de euros. José Ignacio Goirigolzarri, sucesor de Rato, intentó endosárselos al Banco Financiero y de Ahorro (BFA), sociedad matriz dueña del 62 por ciento de las acciones de Bankia, que, tras su nacionalización, es propiedad al ciento por ciento del Fondo de Restructuración y Ordenación Bancaria (FROB), es decir, del Estado. Pero 2015 era año electoral: el ministro de Economía, Luis de Guindos, no lo vio claro y Cristóbal Montoro, titular de Hacienda, aprovechó sus dudas para frustrar la operación, que hubiese supuesto una segunda nacionalización, un nuevo descalabro de Bankia para afianzar la gestión de Rato a costa del erario público, lo que tendría una complicada venta electoral.
Al final, el FROB decidió asumir su 62 por ciento de responsabilidad civil y el banco el resto, la misma solución alcanzada meses atrás en el espinoso asunto de las acciones preferentes, por el que Bankia provisionó en 2014 hasta 246 millones de euros con los que iba compensando a los perjudicados, mientras que el BFA (el FROB) tenía preparados unos 1.600 millones. Demasiada provisión para un banco que no gana el dinero suficiente.
El problema de fondo era el precio de la acción, que nunca superaba en aquella época los 1,4 euros por título. La amenaza judicial impide todavía hoy que el valor de los títulos aumente, algo imprescindible para mejorar la situación financiera del banco y privatizarlo para recuperar los 25.000 millones de euros públicos invertidos en su rescate.
En medio de ese galimatías financiero, el juez Andreu y una simple frase, escrita como de pasada en el auto de imposición de la fianza civil, abrieron las puertas del averno: «Los estados financieros contenidos en el folleto de la OPV de Bankia no expresaban la imagen fiel de la entidad». Apenas veinte palabras en un escrito de veintiocho páginas, de esos que ponen en marcha misteriosos mecanismos judiciales que todo el mundo sabe cómo se inician, pero que nadie puede prever cómo acaban. Es imposible saber en qué quedará todo. La Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional redujo a 34 millones la cuantía de la indemnización, para ajustarla al perjuicio causado solo a los minoristas personados en la causa, pero fue aquella una solución temporal, de compromiso, que abre una peligrosa grieta de riesgo en la entidad bancaria.
Al caso Bankia aún le queda un largo recorrido hasta que el Tribunal Supremo confirme si el anterior equipo gestor de la entidad bancaria estafó a quienes acudieron a la salida a Bolsa, decida quiénes son los perjudicados y fije las indemnizaciones pertinentes. Cualquier intento de pronosticar una cifra es una mera especulación. Pero sí hay algo seguro: si aquella operación fue una estafa y hay que indemnizar a las víctimas, la cuantía será descomunal y, al final, la pagarán todos los contribuyentes.
Las diligencias previas 59/2012 son un nuevo ejemplo de que la intervención de la Justicia, y en concreto de la penal, debe ser siempre la última opción, a la que se debe recurrir solo cuando fallan todas las demás, porque no siempre llega a tiempo de restaurar el daño provocado por el delito. A buen seguro, ningún juez hubiera tenido que investigar la salida a Bolsa de Bankia si en su momento la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV) y el Banco de España hubiesen ejercido las funciones que les corresponden. Pero no lo hicieron, acaso porque en ninguno de esos dos organismos había nadie dispuesto a discutirle nada al exdirector gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI) y responsable último del milagro económico atribuido a los gobiernos de José María Aznar. Fue Rato quien gobernó la salida a Bolsa de Bankia.
Esa dejación de los organismos reguladores ha sido uno de los factores que han permitido que las corruptelas político-económicas se hayan extendido en los primeros años de este siglo hasta niveles hoy intolerables: los organismos fiscalizadores y de control encargados de la prevención han sido colonizados por los partidos políticos, que los utilizan para premiar lealtades y asegurarse cierto trato condescendiente.
Además de la salida a Bolsa de Bankia, las diligencias 59/2012 incluyen una exhaustiva pesquisa sobre la comercialización de algunos de sus productos financieros preferentes y el uso indebido por parte de los consejeros de la entidad, con Rato a la cabeza, de las tarjetas de crédito de empresa, conocidas como tarjetas black porque se usaron a espaldas de Hacienda. Es este último aspecto el que más atención suscitó en la opinión pública y los medios de comunicación, pero comparado con el fondo del asunto no pasa de ser una menudencia anecdótica, pese a su componente soez.
La quiebra de Lehman Brothers, el 15 de septiembre de 2008, supuso el pistoletazo de salida de la crisis económica. Fue una implosión de baja intensidad, pero de consecuencias devastadoras. Apenas unos meses después, el en apariencia saneado sector bancario español tiritaba de frío y el gobierno se vio obligado a crear el Fondo de Restructuración y Ordenación Bancaria (FROB) para sostenerlo.
En 2009 había en España cuarenta y cinco cajas de ahorros. Hoy, apenas sobreviven doce entidades reconvertidas en bancos privados, aunque en algunos de ellos el principal accionista es la Hacienda Pública. La historia de Caja Madrid es un compendio de la desastrosa gestión que hundió las cajas de ahorros españolas, salvo honrosas excepciones. La entidad que heredó Rato era un problema de envergadura cuya reputación de marca estaba por los suelos por la pugna entre Esperanza Aguirre y Alberto Ruiz-Gallardón por controlar tanto la caja como el PP madrileño y colocarse de cara a una hipotética sucesión de Mariano Rajoy. Aquella pugna provocó en 2009 una dura reducción del margen financiero, un elevado endeudamiento internacional y un desmesurado riesgo hipotecario. Ese año, los beneficios fueron 266 millones de euros, un 68 por ciento menos que en 2008.
En enero de 2010, Rato, al que muchos consideraban un ejecutivo cualificado tras su paso por la vicepresidencia económica del Gobierno, por el FMI y por la banca Lazard Brothers, desembarca como la última esperanza para reflotar la caja. Y todavía hoy nadie se explica qué le impulsó a tomar tres erróneas decisiones que terminaron por hundir la entidad. La primera, nada más llegar: redujo en 4.000 millones el capital del banco para destinarlos a saneamientos sin proveerlos para evitar su reflejo en la cuenta de resultados de aquel año. Con el silencio cómplice, eso sí, del Banco de España.
Esa fue la primera de las heridas que desangraron Bankia y provocó no pocos recelos en la alta dirección del banco, que Rato pacificó por el método tradicional: disparó los sueldos de altos directivos, duplicó las dietas del consejo, fijó cuantiosas pensiones y mantuvo el uso de las tarjetas corporativas black heredadas de Miguel Blesa.
El segundo error de Rato, en junio de 2010, fue aceptar sin más la fusión con Bancaja y otras cinco pequeñas cajas para crear, sobre el papel, el tercer grupo financiero de España. Si Caja Madrid atravesaba un deterioro importante, Bancaja era un emporio que apostó por el ladrillo como base para su sustento y tenía adjudicados la mayoría de sus préstamos a ese propósito especulativo. Las leyes de la sinergia no mienten: los problemas financieros de las siete entidades ni se sumaron ni se restaron, se multiplicaron; el grupo nació con un riesgo hipotecario/inmobiliario de casi 32.000 millones de euros. La creación del BFA como tenedor de las acciones de Bankia que se quedó con los activos más tóxicos, una suerte de banco malo, no solucionó los problemas.
Rato tuvo que haberlo previsto, pero «le impusieron la fusión», apunta un antiguo colaborador suyo. Es cierto que el entonces presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, apoyó decididamente la operación con el aplauso de Rajoy, que se apuntó como propio el tanto de que uno de los más destacados dirigentes del PP conservase el liderazgo del nuevo conglomerado de cajas.
La fusión fue un quebradero de cabeza y en marzo de 2011 el BFA tuvo que pedir al FROB un primer crédito de 4.465 millones de euros. Los rumores sobre la quiebra del Banco de Valencia, filial de Bancaja, crecían, pero se acallaron para no entorpecer la desesperada maniobra de Rato: la salida a Bolsa. El tercer error, la tercera herida.
El 20 de julio, Bankia saltó al parqué. Tres meses antes, un informe del Banco de España alertaba de la inviabilidad de la operación: «Descuentos por encima del 40 por ciento del valor teórico contable del banco cotizado cuestionan la propia solidez del proyecto», decía el documento, pero el supervisor no escuchó sus propias advertencias y calificó el plan como «una buena operación».
Fue peor de lo previsto. Para asegurar la venta de acciones, la entidad redujo el precio de la acción a 3,75 euros, un descuento de un 74 por ciento sobre su valor contable que llevó al BFA a la quiebra. Aquel primer día de cotización, la acción cerró al precio de salida porque colocadores como JP Morgan compraron a mansalva y buena parte del papel había sido vendida con anterioridad a pequeños accionistas, presionados por las oficinas, y a grandes inversores invitados por el gobierno, como Banco Santander, La Caixa, Mutua Madrileña, Mapfre o Iberdrola.
Fue un estreno bursátil ruinoso. La entidad solo captó 3.092 millones de euros y el 60 por ciento del tramo minorista, lo que la privó de accionistas de referencia. La operación certificó la muerte del nuevo grupo. Pocas semanas después, la intervención del Banco de Valencia, que quedó bajo control del Fondo de Garantía de Depósitos, ahorró a Bankia un rescate que costó 5.000 millones de euros. Pero desde entonces, el recorrido bursátil de una entidad herida de muerte fue un descalabro. La acción cerró el ejercicio 2011 con una caída de un 81,6 por ciento, una pérdida de valor de 5.125 millones de euros inasumible. Hoy, quienes acudieron a la OPV de Bankia han perdido el 99 por ciento de su inversión.
Rato quiso evitar la inyección de dinero público en Bankia porque, si el FROB entraba en el accionariado del grupo, él perdería el control y su currículo no lo permitía. Pero el 7 de mayo de 2012 se le acabó el oxígeno y dimitió o le dimitieron, según se mire. Dos días después, el BFA fue nacionalizado y el gobierno tuvo que pedir a Europa el rescate bancario. La dura política de recortes del ejecutivo de Rajoy ya estaba en marcha, pero nadie dudó que ambos fenómenos mantenían una estrecha relación.
En este breve relato del laberinto Bankia hay que incluir las decenas de miles de familias de clase media y humilde que se perdieron en él y, antes de poder salir, vieron dilapidado todo su patrimonio. La entidad bancaria y sus caídos gestores concitaron toda la ira almacenada por amplias capas sociales que sufrían con dureza las consecuencias de una crisis cuya responsabilidad atribuían a los mismos banqueros que se habían quedado con su dinero.
Desde el nacimiento de Bankia, la Fiscalía Anticorrupción no había dado la más mínima muestra de que sospechara que el proceso pudiera tener una deriva penal, pero el 6 de junio de 2012 el entonces fiscal general del Estado, Eduardo Torres-Dulce, ordenó examinar el proceso de fusión de las siete cajas y la salida a Bolsa de la entidad. El decreto de apertura de diligencias cita cinco posibles delitos que investigar: estafa, apropiación indebida, delitos contables, administración desleal y falsedad documental.
Cinco días después, el partido Unión Progreso y Democracia (UPyD) presentó ante la Audiencia Nacional una querella contra los consejeros de Bankia y el BFA por presuntos delitos de estafa, apropiación indebida y falsificación de cuentas anuales en conexión con delitos societarios, administración fraudulenta y maquinación para alterar el precio de las cosas. Esa misma semana, el #15MpaRato, plataforma nacida en la acampada del 15-M en Barcelona, presentó su propia querella por delitos de falsedad contable y estafa mercantil. El dinero necesario para financiar la iniciativa fue recaudado mediante una estrategia de crowdfunding en apenas veinticuatro horas.
El magistrado Andreu da una larga cambiada cuando es interrogado acerca de lo que pensó cuando se vio frente a semejante morlaco. Quienes le conocen aseguran que se trata de un hombre templado, que no se inmuta con facilidad. Por eso, muy pronto reclamó al Banco de España dos inspectores que, liberados de cualquier otro cometido, investigasen el caso a sus órdenes. Y acaso también por eso aceptó la propuesta que ambos le hicieron en noviembre de 2012: dadas las evidentes y delicadas consecuencias de su trabajo, en vez de elaborar entre los dos un único informe pericial, preferían actuar cada uno en solitario. Si sus conclusiones no coincidían, el problema iba a ser monumental, pero si sí lo hacían sería mucho más difícil poner en tela de juicio la honestidad y fiabilidad de su trabajo.
Dos años después, sus informes coincidieron: Bankia salió a Bolsa con información manipulada para ocultar su situación cercana a la quiebra. Las «luchas de poder» y la «premura» del proceso de integración de las siete cajas de ahorros habían contribuido a la crisis de la entidad, porque la gestión del equipo liderado por Rato es «uno de los factores que explican la crisis del grupo», dada su incapacidad para afrontar «la vertiginosa sucesión de los acontecimientos, el deterioro del marco económico español e internacional y las importantes modificaciones legislativas en materia de provisiones y requisitos de solvencia», que consideran «obstáculos monumentales» para el desarrollo de la entidad.
Aquellos informes permitieron al juez Andreu escribir en el auto de fijación de la fianza que el folleto de salida a Bolsa de Bankia «está cuestionado con sólidos y fundados indicios». Y son hoy la base de la acusación de la Fiscalía Anticorrupción, que en varios escritos ha defendido ya que el problema de Bankia es más amplio porque «las cuentas de la entidad y su matriz BFA fueron maquilladas y no reflejaban el valor real del grupo cuando se fusionaron las siete cajas lideradas por Caja Madrid y Bancaja en el 2010, ni tampoco cuando el grupo salió a Bolsa en julio del 2011, ni en los resultados anuales al cierre de ese ejercicio, bajo la presidencia de Rodrigo Rato».
El 20 de diciembre de 2012, ocho meses después de su abrupta salida del banco, Rato compareció como imputado ante el juez y aseguró que los beneficios declarados eran «la imagen fiel de la entidad». El magistrado elude valorar aquel interrogatorio, del que apenas explica que «la declaración se desarrolló con total normalidad. Estuvo correcto, muy correcto. En los casos de delitos económicos, el 99 por ciento de la gente que acude a declarar como imputado es muy correcta y educada».
Nada que ver con los imputados por delitos de terrorismo o narcotráfico que no hace tanto tiempo protagonizaban el paisaje de la Audiencia Nacional. Los instructores de ese tribunal han tenido que aprender a preguntar de otra forma. «Ni eres más incisivo ni menos, ni más amable ni menos, pero la forma de interrogar varía y quizá haya que ser más exigente en temas de delitos económicos, donde las sutilezas, las medias verdades y las justificaciones se pueden utilizar de forma mucho más hábil que cuando nos encontramos ante un hecho muy concreto y determinado. El interrogatorio a un acusado de un delito cometido con violencia es más sencillo, porque todo gira sobre hechos concretos, no sobre hechos que se han cometido en un extenso periodo de tiempo, con múltiples actores y con derivaciones técnicas muy complejas. En estos casos todo es más complicado, hay que estar mucho más activo», explica Andreu.
Mientras los peritos le practicaban la autopsia contable a Bankia, el juez Andreu tuvo que abrir una investigación paralela al comprobar que los mismos consejeros que supuestamente habían hundido Caja Madrid se habían arrogado indemnizaciones millonarias y habían colapsado el mercado con productos financieros tóxicos, que ellos, por supuesto, no adquirieron.
Como es sabido, esos mismos gestores habían utilizado sin pudor las tarjetas de crédito que les entregaba Caja Madrid primero, y después Bankia, para satisfacer sus placeres más mortales, como regalos, disposición de dinero en efectivo, viajes u otras veleidades. Fueron gastos personales por valor de 15,5 millones de euros al margen de sus sueldos y de los costes de representación.
El escándalo de las tarjetas salpicó a varias personalidades políticas y provocó que el PSOE expulsara a diez militantes exconsejeros de Caja Madrid y que el PP abriera expedientes a Rodrigo Rato y a otros doce afiliados. En total, ochenta y seis personas utilizaron estas tarjetas no declaradas al fisco. La mitad de ellas siguen imputadas por Fernando Andreu.
La Sección Tercera de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, presidida por el magistrado Alfonso Guevara y compuesta por los magistrados Antonio Díaz Delgado, Ángeles Barreiro, Clara Bayarri y Fermín Echarri, ha ratificado casi todas las decisiones adoptadas por el juez Andreu. Salvo la rebaja de la cuantía de la fianza por responsabilidad civil, la sala ha respaldado las tesis del instructor y aceptado que hay indicios suficientes para investigar si la salida a Bolsa de la entidad fue una estafa porque se ocultó a los accionistas la situación de quiebra técnica en la que se encontraba el grupo financiero.
Así, el proceso se ha convertido en un serio obstáculo para Bankia, incapaz de diseñar un proyecto de futuro mientras penda sobre la entidad la espada de Damocles de una posible condena penal que suponga el desembolso de cientos de millones de euros. Y, para ennegrecer las perspectivas, es imposible saber cuándo se resolverá todo. La Audiencia Nacional no está preparada para este tipo de escándalos económicos por la cantidad de imputados y por la calidad de sus abogados defensores, que aprovechan las rendijas de la ley para eternizar el proceso.
La gran dificultad de este proceso, explican los expertos, es demostrar que hubo dolo o intención de delinquir en la manipulación de las cuentas y que no se trató simplemente de errores o diferencias de juicio contables. Pero el juez Andreu sabe que el proceso es un problema en sí mismo por «la categoría de los posibles imputados, asistidos por una pléyade de abogados de postín que podrían eternizar el caso sin que ningún juez pueda hacer nada por evitarlo».
Es inevitable pensar en presiones, sobre todo al recordar las críticas que el juez Andreu recibió del Partido Popular, miembros del gobierno incluidos, por haberse precipitado al aceptar la competencia para investigar el caso. Incluso elementos externos del proceso o incluso más cercanos de lo que se pueda imaginar el lector trataron de influir en su ánimo. ¿Presiones evidentes? «Se pueden llamar así. Casi nunca se intenta influenciar a un juez de forma directa, pero sí que se han utilizado mecanismos para tratar de influir en su ánimo. Los jueces no vivimos aislados en una pecera, como cualquier otro ciudadano tenemos nuestros círculos de amigos, de conocidos, familiares, y a veces se pretende crear una especie de vínculo a través de ellos, pero son intentos baldíos que no generan otra cosa que falsas expectativas de quien pretende posicionar al juez a su favor y, en todo caso, un mal trago para el intermediario».
Si hubo presiones, fueron infructuosas. Tres años después de nacer, el asunto avanza, despacio pero avanza, según el juez gracias «al esfuerzo del juzgado y del personal, que ha sido muy importante». Es un reto que Andreu asume sin vacilación: «Hay que averiguar qué es lo que ocurrió, por qué Bankia tuvo que pedir esa gran cantidad de euros en ayudas públicas, porque eso es lo que espera la sociedad: que el juez dé una respuesta jurídica a las denuncias que se presentaron para saber si tienen fundamento».
Es decir, como cualquier otro proceso que arranca en cualquier juzgado. Pero no. Si en otras materias la Audiencia Nacional ha evolucionado hasta saber dar una respuesta eficaz a los asuntos sometidos a su jurisdicción, para afrontar las investigaciones relacionadas con la corrupción política y económica «necesita de unos medios que aún no han llegado», razona el juez.
«No. No está lo suficientemente preparada que debería estar. Necesitamos una preparación exhaustiva, y no solo los jueces, sino también los funcionarios, necesitamos formarlos en la materia que queremos investigar. Especializarlos, por ejemplo, para que conozcan las técnicas y las formas en que se debe investigar estos delitos, cómo deben leer los documentos que se intervienen, aumentar las unidades adscritas de personal técnico especializado, conocer técnicas de localización de bienes ocultos. Hay que modernizar el personal y los recursos».
Pese a la apariencia de medios poderosos que despliega la Audiencia Nacional en su habitual presencia en los medios de comunicación, por dentro sus juzgados son muy distintos. El caso Bankia, por poner un ejemplo, es tramitado por una única oficial del Juzgado Central de Instrucción Número 4, a la que ayudan una o dos auxiliares. Aunque sus compañeros corren a asegurar que, cuando los papeles amenazan con desbordarse, todos echan una mano. Es fácil imaginar la situación: el trabajo que generan más de ochenta imputados (con sus respectivos potentes bufetes de abogados y procuradores detrás), la Fiscalía Anticorrupción, la Abogacía del Estado y dos acusaciones populares es tramitado por apenas una o dos personas, y resuelto por un único instructor.
Las normas procesales permiten recurrirlo todo. No hay resolución del instructor, ya sea un auto de imputación o una simple providencia de ordenación del sumario, que no realice un viaje de ida y vuelta hasta la Sala de lo Penal, que dura semanas, a veces meses. Las posibilidades de frenar la instrucción son, para los acusados, infinitas. En el caso Bankia, el equipo encargado de las diligencias resuelve una media de treinta recursos o escritos de otra índole diarios. Pero el juez Andreu rehúsa escudarse en los problemas e insiste en que el proceso avanza porque «hay que resaltar la labor de todos los funcionarios del juzgado, aunque el día a día se gestione de forma “manual” entre unos pocos».
—Los ciudadanos siempre creen que el motivo es otro, que la Justicia trata a los poderes económicos de una manera más benévola.
—Entiendo que exista esta opinión, pero es un problema legal, no de los jueces. El actual modelo de proceso da todas las facilidades a las partes para que se pueda torpedear una investigación por los abogados, y claro, cuanta mayor capacidad económica se tenga, mejores serán los abogados que se contraten, quienes pueden conseguir que los casos se eternicen sin que el juez pueda prácticamente hacer nada para evitarlo, por mucho que quiera correr.