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EL FIN DEL SILENCIO

William me pasó los brazos sobre los hombros. Sólo entonces me di cuenta de que yo también lloraba. En realidad, no era yo sino mi cuerpo, que había explotado y se reequilibraba con el llanto, anegado por una multitud de sensaciones dispersas e inconexas que chocaban entre sí. Caminé descalza unos instantes más sobre las tablas de alguna madera preciosa que habían cortado con motosierra en algún campamento del horror, y que ahora se pudría para siempre en el pasado con los miles de árboles talados en esos seis años y medio de despilfarro. Pensé en mi cuerpo, que no había retomado sus funciones de mujer desde mi fallida muerte, y que parecía haber dejado de hibernar en el momento más inoportuno. Esa idea me hizo sonreír por primera vez en mi vida.

Arrastrados en una danza guerrera que proclamaba nuestra victoria a gritos, mis compañeros saltaban alrededor de los cuerpos tendidos de César y Enrique. Armando cantaba como loco al oído de Enrique: «La vida es una tómbola, tómbola, tómbola…».

«Se va a caer el helicóptero», dije, en un disparo interno de adrenalina, repentinamente angustiada por las sacudidas que nuestra euforia transmitía al aparato. Crispada, me volví a sentar. ¿Qué tal que la maldición siguiera persiguiéndonos? Imaginé el accidente a pesar de mí.

—¿Cuánto tiempo nos falta para aterrizar? —grité, esperando que pudieran oírme.

Alguien con un casco gris y una enorme sonrisa se dio vuelta en la cabina, mostrándome los cinco dedos de la mano. «¡Dios mío!», pensé. «¡Cinco minutos! ¡Toda una eternidad!».

El hombre grandote del sombrero blanco se me plantó enfrente y me levantó de mi asiento con un abrazo de oso que me dejó sin aire. Se presentó: «Mayor del Ejército Nacional», dijo, revelándome su nombre. «Tiene el porte de un gladiador de Tracia», pensé al instante.

Pegó la boca a mi oreja con las manos en portavoz: «Hace más de un mes que dejé a mi familia para comandar esta misión. No pude decirle nada a nadie, nos mantuvieron en el mayor de los secretos. Mi mujer me besó antes de salir y me dijo: «Lo que vas a hacer es demasiado importante. Vas a buscar a Ingrid. Mis oraciones te acompañan, vas a conseguirlo y vas a volver. Quiero que sepas que, pase lo que pase, sé que he compartido mi vida con un héroe». Quiero que sepas, Ingrid, que todos hemos estado contigo cada día, llevando a cuestas tu dolor como nuestra propia cruz, todos los colombianos».

Lloré prendida a sus palabras, agarrada a él como si entre sus brazos todas las condenas a la desdicha quedaran para siempre revocadas.

Fue entonces que di gracias a Dios, no por mi liberación, sino por esta liberación, pues estaba colmada por el amor desinteresado de esos hombres y mujeres a quienes no conocía y que con su sacrificio habían mostrado una elevación de alma que trascendía todo cuanto yo había vivido.

Me poseyó una inmensa serenidad. Todo estaba en orden. Miré de nuevo por la ventanilla detrás de mi asiento. En un jardín de verdor, el pueblito de San José del Guaviare crecía a mis pies. «He aquí el oasis, la tierra prometida», pensé. ¿Sería posible?

La puerta se abrió. Mis compañeros saltaron del helicóptero brincando por encima de los cuerpos de los dos hombres vencidos.

Tirado, en ropa interior, Enrique parecía inconsciente. Sentí una compasión profunda. No había nada con qué taparlo. Sentiría frío. La mujer que había actuado como enfermera en el operativo me tomó del brazo: «Se acabó», me dijo con dulzura. Me levanté y la abracé con fuerza. Me empujó suavemente hasta la puerta y salté con mi morral al asfalto.

Al final de la pista, el avión presidencial nos esperaba para llevarnos a Bogotá. Un individuo en uniforme me abrió los brazos. Era el general Mario Montoya, el responsable de la Operación Jaque. La exuberancia de su alegría era contagiosa. Mis compañeros bailaban en torno a él haciendo girar sus pañuelos en el aire.

Ya en el avión me puso al corriente de los detalles de la operación y de los preparativos para garantizar su éxito. Los helicópteros fueron pintados de blanco en plena selva, en un campamento secreto donde a lo largo de un mes el equipo se entrenó, ensayando con la más estricta disciplina el plan de la operación. Lograron interceptar las comunicaciones de César y Enrique con su jefe, el Mono Jojoy. Este creía que hablaba con sus subordinados, cuando en realidad lo hacía con el ejército colombiano. También César y Enrique pensaron que recibían órdenes de Jojoy, aunque quienes les dieron las instrucciones fueron los hombres de Montoya. Primero les ordenaron acercar los grupos, y luego reunimos en uno solo. Al ver que las órdenes se ejecutaban, llevaron su audacia a exigir que nos metieran en el helicóptero de la falsa comisión internacional. Calcaron el procedimiento seguido en las liberaciones unilaterales de comienzos del año y todo funcionó, ya que la operación parecía inscribirse en la misma lógica de las acciones precedentes. La muerte de Marulanda y la de Raúl Reyes daban credibilidad a una entrevista con el nuevo jefe, Alfonso Cano, lo que por otra parte explicaba el entusiasmo de César y Enrique frente a la idea de viajar en el helicóptero. Como en un gigantesco rompecabezas, todas las piezas habían encajado con precisión en el lugar y en el momento adecuados.

Escuché al general. Me habló de mis hijos y me dio noticias de Mamá y de mi hermana.

—¿Mi familia ya ha sido enterada? —le pregunté.

—A la una de la tarde en punto hicimos el anuncio al mundo entero.

Luego, sin pensarlo, le pedí permiso de ir al baño. Se calló, mirándome con ternura. «Ya no tiene que pedir permiso», me susurró. Se levantó cortésmente, rogándome que le permitiera mostrarme el camino.

Me cambié de ropa y rehíce la trenza que recogía mi pelo, maravillada de tener un espejo de verdad frente a mí, una puerta que cerraba de verdad, y la idea de que nunca jamás tendría que pedir permiso a quien fuera para ir al baño, me hizo reír.

Pronto aterrizaríamos. Busqué entre mis compañeros y encontré a Marc en la parte delantera del aparato, sumido en su mutismo. Le hice una seña y fuimos a sentarnos en un rincón donde los puestos estaban desocupados. «Marc, quería decirte… Quiero que sepas que las cartas que no te devolví las había quemado». «No tiene ninguna importancia», me dijo, muy pasito, para hacerme callar. Nuestras manos se juntaron y cerró los ojos murmurando: «Somos libres». Cuando abrió de nuevo los ojos, me sorprendí a mí misma diciéndole: «Prométeme que cuando estés en tu vida, no me olvidarás». Me miró como si acabara de tomar señas para ubicarse en el cielo y me dijo, asintiendo con la cabeza: «Sabré dónde encontrarte».

El avión había hecho su arribo y el general Montoya recibió al ministro de Defensa, quien estaba aún a la entrada de la aeronave. Hacía muchos años que no veía a Juan Manuel Santos. Me abrazó afectuosamente y me dijo: «Colombia está de fiesta y Francia también. El presidente Sarkozy envía un avión. Sus hijos llegan mañana». Luego, sin darme tiempo a reaccionar, me tomó de la mano y me arrastró fuera del avión. Sobre el asfalto de la pista, un centenar de soldados nos gritaron vivas. Bajé la escalerilla en un sueño, dejándome abrazar por esos hombres y mujeres de uniforme como si necesitara de sus gestos, de sus voces y de sus olores para creerlo.

El ministro me pasó un teléfono celular: «Es su mamá», me dijo con orgullo. «Cuando uno lo cree, las palabras se vuelven realidad», pensé. ¡Había imaginado esa escena tantas veces! ¡Cuánto la había deseado y cuánto la había esperado!

—Aló, ¿Mamá?

—¿Astrid, eres tú?

—No, Mamá; soy yo, Ingrid.

La felicidad de Mamá fue tal como la había imaginado. Su voz estaba llena de luz y sus palabras eran una prolongación directa de las que le había escuchado al amanecer de ese mismo día en la radio. Nunca nos habíamos separado. Había vivido esos seis años y medio de cautiverio agarrada a la vida por el hilo de su voz.

Dejamos Tolemaida, una base militar a pocos minutos de la capital donde hicimos escala. En el trayecto a Bogotá, cerré los ojos en un ejercicio de meditación que me permitió repasar todo cuanto había vivido desde mi captura, como en una proyección a gran velocidad. Vi a toda mi familia como la había imaginado en todos esos años de separación. Tenía un miedo inexpresable, como si pudiera pasar que no los reconociera o que me rozaran sin verme. Papá, estaba casi más vivo que ellos para mí, o mejor dicho todos estaban tan lejos de mí como él. Tendría que resignarme a enterrarlo definitivamente, y ello me dolía aún más.

Me haría falta la mano de mi hermana para elaborar mi duelo, lo sabía: ¡cómo darlo por muerto ahora que yo regresaba a la vida! Me esperaba una empresa titánica. Tendría que encontrarme de nuevo, entre mis seres queridos, sabiéndome otra, casi una extraña ya para ellos. Mi mayor reto sería el no perder la conexión con mis hijos. Retomar el contacto con ellos, restaurar la confianza, nuestra complicidad, y volver a comenzar de cero acudiendo a nuestro pasado para restablecer los códigos de nuestro amor. Mi hijo era un niño cuando me capturaron. ¿Qué recuerdos podría conservar de la madre de su infancia? ¿Había lugar para mí en su vida de hombre? Y Melanie, ¿quién era Melanie? ¿Quién era esa joven mujer decidida y reflexiva que me exigía resistir? ¿Se sentiría defraudada por la mujer en que me había convertido? ¿Podría ella, podría yo, restablecer la intimidad que nos unía tan profundamente antes de mi desaparición? Papá tenía razón: lo más importante en la vida es la familia.

Este mundo nuevo, que ya no me interpelaba, no tenía sentido para mí sino en ellos y por ellos. En los años de agonía que acababa de dejar atrás, habían sido sin desmayo mi sol, mi luna y mis estrellas. Todos los días pude huir de aquel infierno verde llevada por el recuerdo ardiente de sus besos de niños, y para que no me secuestraran la memoria de nuestra felicidad pasada la oculté en las estrellas, cerca de la constelación del Cisne que le regalé a mi niña en broma el día en que nació. Despojada de todo, había prendido mi energía a la felicidad de oír la voz de mi hijo convertida en voz de hombre y, al igual que Penélope, había hecho y deshecho mi labor a la espera de ese gran día.

Unas horas más y los vería a todos. Mamá, mis hijos, mi hermana. ¿Les dolería verme tan gastada por el cautiverio? Respiré con los ojos cerrados. Sabía que nos habíamos transfigurado. Lo había notado al mirar a Willy, a Armando, a Arteaga. Lucían diferentes, como resplandeciendo desde adentro. Yo debía de verme igual. Mantuve los ojos cerrados por largo rato. Cuando los abrí de nuevo, sabía perfectamente lo que haría y diría al descender del avión. En mí no había impaciencia, ni miedo; tampoco exaltación. Todo cuanto había pensado en los interminables ciclos de campamentos y de marchas, temporada tras temporada, estaba maduro en mi corazón para ser expuesto.

La puerta se abrió. Sobre la pista estaba Mamá, intimidada por tanta felicidad, llevando sobre su rostro, como si hubiera querido ocultármelas, las marcas de sus años de sufrimiento. Me gustó su nueva fragilidad porque me resultaba familiar. Bajé lentamente los escalones del avión para tener tiempo de admirarla y de amarla mejor. Nos abrazamos con la energía de la victoria. Una victoria que sólo ella y yo comprendíamos, porque era la victoria sobre la desesperanza, el olvido, la resignación; una victoria tan solo sobre nosotras mismas.

Mis compañeros bajaron también del avión. Armando me tomó de la mano y me arrastró. Caminamos agarrándonos de los hombros, felices como niños avanzando entre nubes. Entonces sentí en un sobresalto que todo era nuevo, todo era denso y liviano a la vez y, en la luz que irradiaba, todo había desaparecido, todo había sido barrido, vaciado, limpiado. Acababa de nacer. No había en mí nada más sino el amor.

Caí de rodillas frente al mundo y di gracias al cielo de antemano por todo cuanto debía venir.