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PRUEBAS DE SUPERVIVENCIA

Una mañana, el Mocho César, jefe del frente que me había capturado, regresó. Aunque no podíamos ver nada de lo que ocurría, los ires y venires nerviosos de la tropa, así como el porte impecable de los uniformes, eran señales evidentes de la presencia del jefe.

Yo estaba sentada con las piernas cruzadas, debajo del toldillo, los pies descalzos y la gran cadena amarrada al pie. Estaba empezando una nueva costura. Había tomado conciencia de que mi relación con la duración de las cosas había sido perturbada por completo. «En la civil», para tomar prestada la terminología farquiana, los días transcurrían con una rapidez alucinante y los años se desgranaban lentamente, lo que me daba una sensación de realización, de haber vivido una vida plena.

En cautiverio, mi conciencia del tiempo se había invertido totalmente. Los días parecían no tener fin, cruelmente alargados entre la angustia y el aburrimiento. En contraste, las semanas, los meses y, más adelante, los años parecían acumularse a toda velocidad. Ese tiempo irremediablemente desperdiciado despertaba en mí el terror de sentirme enterrada en vida.

Cuando César llegó yo estaba tratando de huirles a los demonios que me perseguían, concentrando mi mente en enhebrar una aguja.

César me miraba los pies, hinchados por las innumerables picaduras de bichos invisibles. Su mirada me molestaba y me senté escondiendo los pies bajo las nalgas, lo que me produjo un dolor espantoso por culpa de la cadena que me tallaba.

—¿Qué le dio por volarse así, en la selva? La hubiera podido atacar un tigre. Eso fue una locura.

—¿Qué hubiera debido hacer? ¿Mandarles el cadáver a sus hijos?

—No entiendo. Usted sabe que no tiene ningún chance.

Yo lo miraba en silencio. Sabía que no le gustaba verme en ese estado e intuía que, en el fondo, sentía vergüenza.

—Usted habría hecho lo mismo. La diferencia es que usted sí lo habría logrado. Mi deber es recuperar mi libertad, así como el suyo es impedírmelo.

Sus ojos brillaban con un destello inquietante. Me miraba a los ojos, pero no era a mí a quien veía. ¿Acaso observaba cómo sus recuerdos desfilaban ante sus ojos? De repente, parecía haber envejecido cien años. Se dio media vuelta, encorvado, como abatido por una enorme fatiga. Antes de irse, con una voz profunda como quien habla a sí mismo, me dijo:

—Le vamos a quitar las cadenas. Voy a prohibir que se las vuelvan a poner. Le voy a mandar queso y frutas.

Y cumplió su palabra. Un joven guerrillero vino a la hora del atardecer a quitarnos las cadenas. Varias veces había tratado de mostrarse amable y de iniciar una conversación que yo había evitado siempre. No lo reconocí al principio, pero era el guerrillero que estaba sentado en la parte trasera de la cabina de nuestra camioneta, el día del secuestro. Abría el candado con precaución. Mi piel estaba azul debajo de la cadena.

—¿Sabe? ¡A mí me alivia más que a usted! —dijo con una gran sonrisa.

—¿Cuál es su nombre? —le pregunté, como despertándome de un sueño.

—¡Me llamo Ferney, doctora!

—Ferney, dígame Ingrid, por favor.

—Bien, doctora.

Solté la carcajada. Él se fue corriendo.

Las frutas y el queso también habían llegado. César nos había mandado una gran caja de cartón con unas treinta manzanas verdes y rojas y gruesos racimos de uva. Al abrirla, tuve el reflejo de ofrecerle alguna a Jessica, la «socia» del comandante, quien las había traído. Hizo una mueca de desagrado y respondió:

—La orden es traerle fruta a los prisioneros. ¡No podemos aceptar nada de ustedes!

Giró sobre sus talones y se fue sacando pecho. Yo comprendía que no debía de ser fácil para ella. Sabía demasiado bien que las frutas y el queso eran un lujo escaso en un campamento de las Farc. Nuestro régimen diario era arroz y frijol.

César volvió a aparecer la semana siguiente.

—¡Le tengo una buena noticia!

El ritmo del corazón se me aceleró. La esperanza de una próxima liberación era mi obsesión en todo momento. Tratando de parecer lo más indiferente posible, le pregunté:

—¿Una buena noticia? ¡Eso sí que sería una sorpresa! ¿Cuál?

—El Secretariado dio la autorización para que le mande pruebas de supervivencia a su familia.

Me dieron ganas de llorar. Una prueba de supervivencia era todo menos una buena noticia. Era la confirmación de que nuestro cautiverio iba para largo. Yo creía en la posibilidad de que se estuvieran adelantando negociaciones secretas con Francia. Sabía que para la guerrilla había sido un duro golpe el haber sido incluida en la lista de organizaciones terroristas de la Unión Europea y me imaginaba que buscaría la excluyeran de la lista, a cambio de nuestra libertad. Esta esperanza se acababa de quebrar en mil pedazos.

Las elecciones presidenciales eran inminentes: en un plazo de dos meses, Colombia tendría un nuevo gobierno y Álvaro Uribe, el candidato de extrema derecha, tenía las mayores probabilidades de ganar. Si las Farc insistían en grabar pruebas de supervivencia a pocos días de la primera vuelta, era porque no se habían hecho contactos para nuestra liberación y los guerrilleros se estaban preparando para hacer presión sobre el ganador de las elecciones. Si era Álvaro Uribe, las Farc lo odiaban y él las odiaba igual. Me agarré de la idea de que era más fácil para los extremos negociar entre sí. Pensaba en Nixon, que había restablecido las relaciones diplomáticas con la China Popular de Mao, o en De Gaulle, que había llevado a cabo una política de reconciliación con Alemania. Yo creía que Uribe podría tener éxito ahí donde su predecesor había fracasado. Siendo el más feroz opositor de las Farc, estaba libre de las sospechas de debilidad o de transacciones clandestinas que habían minado las últimas iniciativas.

Le pregunté a César cuánto tiempo tenía para preparar mi mensaje. Él quería grabarme por la tarde.

—Maquíllese un poco —agregó.

—No tengo maquillaje.

—Las muchachas le pueden conseguir.

Acababa de comprender por qué nos habían traído frutas y queso en grandes cantidades. Habían instalado la zona de filmación en un espacio donde la luminosidad era superior, en el mismo lugar donde solían secar la ropa. La sesión duró veinte minutos. Yo había tomado la firme decisión de no dejarme llevar por las emociones. Quería tranquilizar a los míos presentándoles un rostro sereno; quería que vieran firmeza en la voz y en los gestos, para que comprendieran que yo no había perdido ni la fuerza ni la esperanza. Al evocar la muerte de Papá, tuve que clavarme hasta la sangre el lápiz que tenía en la mano, para contener el torrente de lágrimas que se empecinaba en salir.

Insistí en hablar a nombre de los demás secuestrados que, como yo, esperaban poder volver a sus casas. Los árboles que quedaban cerca de nuestra caleta tenían unas marcas extrañas en la corteza. En ese mismo lugar, unos años antes, la guerrilla tuvo ahí una cárcel, con otros secuestrados amarrados a los árboles. Esas eran las huellas del dolor que quedaron en los árboles. Yo no conocía a ninguno de ellos, pero había oído decir que algunos completaban su mes número 57 en cautiverio. Eso me horrorizó. No podía imaginar lo que aquello representaba e ignoraba que mi propio suplicio sería bastante superior. Me decía que al no hablar sobre nuestra situación, al condenarnos al olvido, las autoridades colombianas habían lanzado al mar la llave de nuestra libertad.

Durante los años que vendrían después, la estrategia del gobierno colombiano sería dejar que pasara el tiempo, esperando que, de este modo, la devaluación de nuestras vidas obligara a la guerrilla a liberarnos sin ninguna contrapartida. Apenas empezábamos a pagar la peor condena que pueda infligírsele a un ser humano: no saber cuándo tendrá fin su pena.

La carga psicológica de esta revelación fue dramática. Ya no podía ver el futuro como un espacio de creación, de conquistas, de objetivos por cumplir. El futuro estaba muerto.

El Mocho César, por su parte, estaba visiblemente satisfecho de su jornada. Una vez grabada la prueba de supervivencia, se fue a hablar conmigo, a caballo sobre el tronco de un árbol.

—Nosotros vamos a ganar esta guerra. Los chulos no pueden con nosotros. Son muy brutos. Hace dos días los matamos por docenas. Se ponen a perseguirnos como patos en formación. Nosotros estamos escondidos, esperándolos.

—Además, están muy corrompidos. Son unos burgueses. Lo único que les interesa es la plata. ¡Nosotros los compramos y luego los matamos!

Yo sabía que para algunos individuos la guerra era una fuente inagotable de enriquecimiento. Había denunciado en el Senado colombiano la celebración de contratos de adquisición de armamentos, cuyos precios inflaban al triple del precio verdadero para poder repartir sobornos. Pero el comentario de César me hería profundamente. «En la civil», yo sentía que la guerra no me concernía. Por principio, yo estaba contra ella. Ahora, en los meses que había pasado en las manos de las Farc, comprendía que la situación del país era mucho más compleja. Ya no podía seguir siendo neutra. César podía criticar a las Fuerzas Armadas. Sin embargo, eran las Fuerzas Armadas las que los combatían y luchaban por contener su expansión. Ellas eran las únicas que estaban peleando para liberarnos.

—La plata le interesa a todo el mundo. Especialmente a las Farc. Mire cómo viven sus comandantes. ¡Además, ustedes matan, pero a ustedes los matan también! ¿Quién le garantiza que a final de año va a seguir vivo?

Me miró sorprendido, incapaz de imaginar su propia muerte.

—¡Eso a usted no le conviene!

—Yo sé. Por eso le deseo que viva harto tiempo.

Con sus dos manos me apretó la mía y se despidió diciendo:

—Prométame que se va a cuidar.

—Sí, se lo prometo.

El Mocho César murió dos meses más tarde en una emboscada que le tendió el ejército.