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LA FUGA

Decidimos retomar nuestras clases de francés para mantenernos ocupados. Solamente el joven John Pinchao, secuestrado al poco tiempo de haber ingresado a la Policía, decidió unírsenos. Parecía convencido de su mala suerte y, según él, la cadena de acontecimientos que lo había llevado a la maloca probaba que toda su vida estaba condenada al fracaso. Esta convicción le causaba un sentimiento de injusticia que lo amargaba, llevándolo a enojarse con el mundo entero. Me caía muy bien. Era inteligente y generoso, y me daba mucho gusto hablar con él a pesar de que casi siempre terminaba yéndome brava mientras le decía: «¿Te das cuenta? ¡Contigo no se puede hablar!».

Había nacido en Bogotá, en el barrio más humilde de la ciudad. Su padre era albañil y su madre trabajaba donde podía. Tuvo una infancia miserable, que pasó encerrado con sus hermanas en una pieza de inquilinato. Como no podía atenderlos, la mamá los dejaba encerrados todo el día. A los cinco años de edad, su hermana mayor preparaba el almuerzo de los hermanitos en una hornilla que la madre dejaba a ras de suelo. Recordaba el hambre y el frío.

Adoraba a su papá y reverenciaba a su mamá. Como fruto del intenso trabajo y de un valor sin límites, los padres lograron construir una casita con sus propias manos y darles una educación decente. Pinchao era bachiller y, como carecía de recursos para continuar sus estudios, había ingresado a la Policía.

Desde el comienzo de las clases observé que Pinchao aprendía muy rápidamente. Hacía toda clase de preguntas y tenía una enorme sed de conocimientos que yo procuraba calmar lo mejor posible. Se ponía radiante cuando, después de haberme exprimido como a un limón durante todo el día, me declaraba vencida y le confesaba que ignoraba una respuesta.

Me tomó confianza y pidió que lo introdujera a lo que él llamaba «mi universo». Quería que le contara cómo eran los países donde había estado y en los que había vivido. Yo lo llevaba a pasear conmigo por mis recuerdos, por las distintas estaciones, de las que ignoraba todo. Le explicaba que prefería el otoño con su esplendor barroco, aunque fuera tan corto; que la primavera en los jardines de Luxemburgo era un cuento de hadas, y le describía la nieve y las delicias de los deportes de deslizamiento, que él creía que yo inventaba solo por darle gusto.

Después de las clases de francés nos sumergíamos en otra materia de estudio. Pinchao quería aprenderlo todo sobre las reglas de etiqueta. Cuando formuló su petición, pensé inmediatamente que yo no era la persona indicada para semejante tarea.

—¡Definitivamente, mi querido Pinchao, eres muy de malas! Si mi hermana estuviera aquí te daría el mejor de los entrenamientos. Yo casi no sé nada de etiqueta. Pero te puedo enseñar lo que aprendí de mi mamá.

Estaba muy emocionado con el proyecto:

—Creo que me moriría de miedo si algún día tuviera que sentarme a una mesa con montones de tenedores y copas frente a mí. Nunca me he atrevido a preguntar.

Aprovechamos la llegada de un cargamento de tablas para construir una mesa, con la excusa de necesitarla para nuestras clases de francés.

Pedí a Tito que con su machete me tallara unos palitos para simular los tenedores y cuchillos, y jugamos a las comiditas. A Lucho, quien tomaba muy en serio nuestras clases de mundología, le encantaba corregirme cada dos por tres.

—Los tenedores a la izquierda, el cuchillo a la derecha.

—Sí, pero a la derecha también puedes poner la cuchara sopera o la pinza para caracoles.

—Un momento… ¿Qué es una pinza para caracoles?

—No le pares bolas, te quiere descrestar.

—¿Pero cómo hago para adivinar cuál debo utilizar? —insistía Pinchao, angustiado.

—¡No tienes que adivinar! Los cubiertos están dispuestos en el orden de utilización.

—Y si dudas, miras a tu vecino —intervenía de nuevo Lucho.

—Excelente consejo. Por cierto, siempre hay que esperar a que el anfitrión tome la iniciativa. Nunca hagas absolutamente nada antes que él.

—Porque te podría pasar lo que le pasó a cierto presidente africano, de hecho no sé si era africano, huésped de la reina de Inglaterra. Habían puesto lava dedos en la mesa y el tipo creyó que era una copita para beber. Se lo tomó. La reina, para no hacerlo quedar mal, también tuvo que tomarse el lava dedos.

—¿Qué es un lava dedos?

Pasábamos las tardes enteras hablando de la forma de poner la mesa, de servir el vino, de servirse, de comer, y nos perdíamos en el mundo de los buenos modales y los placeres refinados.

Resolví que el día en que regresara pondría atención a los detalles, siempre tendría flores y perfume en casa, y que no me privaría nunca más de helados ni de pastelería. Comprendí que la vida me había dado acceso a demasiadas alegrías, que abandoné por indiferencia. Quise escribirlo en alguna parte para no olvidarlo, pues temía que aquella insoportable levedad del ser lograra hacerme olvidar lo que había vivido, pensado y sentido en cautiverio, una vez estuviera libre. Lo escribí, pero al igual que todo lo demás que escribí en la selva, lo quemé para evitar que cayera en poder de las Farc.

Sentada en mi caleta, pensaba en todo esto mientras preparaba la clase de francés para el siguiente día, cuando de repente hubo un chirrido largo, doloroso, aterrador, que iba creciendo y nos obligó a alzar la vista. Vi un estremecimiento de hojas del lado de los chontos, luego a Tigre, que salía despavorido y abandonaba su puesto de guardia, atravesando nuestro alojamiento como alma que lleva el diablo.

El mayor de los árboles de la selva había escogido aquel preciso instante para morir. Se derrumbó como un gigante. Nuestra sorpresa fue igual a la de los árboles jóvenes que arrastró en su caída, y que se quebraron con un ruido de trueno para abatirse definitivamente sobre nosotros, entre una nube de polvo que se elevó diez metros por encima del nivel del suelo. Unos loros asustados echaron a volar. El pelo quedó barrido hacia atrás por la onda del impacto, y mi rostro recibió una ola de partículas que también cubrió la totalidad de las carpas y el follaje circundante. El cielo se abrió de par en par, develando unas nubes amarillas que se deshilachaban hacia el infinito de un crepúsculo incendiario. Todo el mundo había corrido a guarecerse. A mí ni siquiera se me había ocurrido.

—Pude haber muerto —me dije, alelada, al notar que una rama del gigante se había estrellado a dos centímetros de mi pie. Pero hubiera sido demasiado hermoso.

Me emocionó la idea de que aquella abertura providencial nos permitiría mirar las estrellas.

—¡Olvídate! —me dijo Lucho—. Vas a ver cómo nos cambian de campamento.

Algunos días después, Mauricio dio la señal: había que empacar. El sitio adonde nos trasladaron quedaba alejado de la orilla del río. Tal como en el campamento de la Maloca, había un caño a la izquierda de nuestro alojamiento. Este era mucho más amplio y se ramificaba antes de llegar al río. El brazo más importante abastecía al campamento de la guerrilla. Mauricio nos esperaba ya en el nuevo emplazamiento.

Muy pronto, cada cual retomó sus actividades habituales. Nosotros nos dedicamos a tender nuestras antenas de alambre de aluminio en los árboles para conectarnos con el mundo. No volví a perder ningún mensaje de Mamá. Luego de la extradición de Trinidad, se impuso la tarea de entrar en contacto con todas las personalidades que pudieran tener la posibilidad de hablarle al oído al presidente Uribe. Ahora su intención era convencer a la esposa del Presidente. Mamá contaba todo esto en público, al aire, como si ella y yo estuviéramos hablando frente a frente.

—Ya no sé qué inventarme —me decía—. Me siento terriblemente sola. Tu drama aburre a la gente, tengo la impresión de que todas las puertas se cierran. Mis amigas ya no me quieren recibir. Me acusan de deprimirlas con mi llanto. Y es cierto, mi amor; solo hablo de ti porque es lo único en el mundo que me interesa. Todo lo demás me parece superficial y banal, como si pudiera perder el tiempo andando por ahí sabiendo que estás sufriendo.

Yo lloraba en silencio mientras le repetía en un susurro: —Sé fuerte, mi mamita; te voy a dar una sorpresa. Un día de estos voy a llegar a alguna parte, a un pueblo a la orilla de un río. Buscaré una iglesia, porque habrá guerrilla siguiéndome por todas partes y tendré miedo. Pero veré el campanario desde lejos y encontraré al cura. Él tendrá un teléfono y marcaré tu número. Es el único que no he olvidado: «Dos doce, veintitrés, cero tres». Oiré el timbre llamar una, dos, tres veces. Siempre estás ocupada con alguna cosa. Al fin contestarás. Escucharé el tono de tu voz y lo dejaré resonar por algunos instantes en el vacío, para tener tiempo de dar gracias a Dios. Diré «Mamá» y responderás «¿Astrica?», porque nuestras voces se parecen y no podría ser sino ella. Entonces te diré: «No, mamita, soy yo, Ingrid».

¡Dios mío! Cuántas veces imaginé aquella escena.

Mamá preparaba un llamado, con el apoyo de todas las ong del mundo, para pedirle al presidente Uribe que nombrara un negociador para el «acuerdo humanitario». Contaba con el respaldo del ex presidente López, quien, desde la altura de sus noventa años, seguía influyendo en el destino de Colombia.

En mis años de trabajo político me mantuve distante del presidente López. Él encarnaba para mí la vieja clase política. Unos días antes de mi secuestro recibí una invitación para ir a verlo. Llegué a su casa temprano un sábado en la mañana, acompañada del único de mis escoltas en quien realmente confiaba. Al timbrar a su puerta me sobresalté, pues se abrió instantáneamente y allí estaba él, en persona. Había salido a recibirme.

Era un hombre muy alto, bien parecido a pesar de su edad, con unos ojos azules como el agua que cambiaban de tono según su humor. Vestía con elegancia, llevaba un buzo de cuello de tortuga en cachemira, blazer azul oscuro y pantalones grises de flannel impecablemente planchados. Me hizo seguirlo hasta su biblioteca, donde se acomodó en un gran sillón de espaldas a la ventana. No recuerdo haber abierto la boca en las dos horas que duró nuestra entrevista. Había quedado completamente seducida. Al dejarlo, tuve que reconocer que había derrumbado todos mis prejuicios.

López se desplazó a Neiva, una ciudad tan sofocante como el mismísimo infierno, para participar en la manifestación organizada en nuestro favor. Portó las fotos de los rehenes a lo largo del trayecto, acompañado de su esposa, quien también se sometió al mismo suplicio. Allí estaba Mamá, con todas las familias de los demás rehenes. La intolerancia estaba en su punto álgido. Pedir nuestra liberación era considerado por muchos en Colombia como un apoyo a las exigencias de la guerrilla y un acto de traición a la patria.

El presidente López murió mientras yo estaba aún atada a un árbol. Antes de morir logró convencer a muchos de que la lucha por la liberación de los rehenes era una causa «políticamente correcta». Su voz fue la primera que escuché, junto a la de mi madre, narrando el éxito de la manifestación, cuando desembarcábamos del bongo.

El nuevo campamento había sido concebido de modo extraño. Estábamos aislados de los galpones que los guerrilleros construían para ellos y ya solo teníamos dos guardias a cada extremo de nuestro alojamiento. Bosquejé un plan que me pareció perfecto. De hecho, el tratamiento de Lucho acababa de terminar. Le habían puesto en total ciento sesenta y tres inyecciones de Glucantime en seis meses, cinco veces más que lo normal. Los efectos secundarios lo habían hecho sufrir bastante, particularmente los dolores de muelas y de huesos. Pero la lesión en la sien se reabsorbió. Solo quedaba un leve hundimiento de la piel, que atestiguaría de por vida la prolongada lucha que había tenido que librar contra la leishmaniasis.

Seguíamos a la espera de aquella tormenta providencial, a las seis y cuarto de la tarde, que nos permitiera escapar. Todas las noches nos dormíamos con la decepción de no haber podido irnos, pero íntimamente contentos de estar secos una noche más.

Una mañana, Mono Liso y otros cinco guerrilleros llegaron temprano con unas enormes vigas cuadradas que habían afilado en las bases para enterrarlas. Las levantaron alrededor de nuestro alojamiento con cinco metros de intervalo. Simultáneamente, nos desplazaron a todos para que quedáramos al interior de lo que aparentemente sería el cercado. Me sentí desfallecer. Sin embargo, no tuvieron tiempo de terminar el mismo día. La malla y el alambre de púas serían instalados al día siguiente.

—Es nuestra última oportunidad, Lucho. Si queremos irnos, tendrá que ser esta noche.

17 de julio de 2005. En un día más sería el cumpleaños de mi hermana. Preparé los minicruceros y puse todo en un rincón de mi caleta, debajo del toldillo. Mono Liso pasó justo en ese instante y nuestras miradas se cruzaron. A pesar del velo negro del toldillo, se quedó mirándome y entendí inmediatamente que había adivinado todo.

Mientras hacía cola con mi olla en la mano para recibir mi última comida caliente, me decía que estaba delirando, que era imposible que hubiera leído mi pensamiento y que todo saldría bien. Confirmé que Lucho también estuviera listo y le pedí que esperara a que yo fuera a buscarlo. Estaba confiada. Grandes nubes negras se agolpaban en el cielo, el olor a tormenta podía sentirse ya. Efectivamente, gruesos goterones comenzaron a caer. Me persigné dentro de mi caleta y le pedí a la Virgen María que me protegiera, pues ya estaba temblando. Tuve la impresión de que ella me había ignorado cuando vi acercarse a Mono Liso. No era la hora del cambio de guardia. Se me encogió el corazón. El niño venía por la pasarela elevada sobre pilotes que la guerrilla acababa de concluir para comunicar su campamento con el nuestro. La pasarela daba la vuelta a nuestro campamento y pasaba exactamente a tres metros de mi carpa. Llovía ya abundantemente. Eran las seis en punto de la tarde. Mono Liso se detuvo frente a mí y se sentó en la pasarela, con las piernas colgando y de espaldas a mí, indiferente a la tormenta.

Era culpa mía por estar tan nerviosa, los había puesto en alerta. Mañana nos encerrarían en una cárcel de alambre de púas y yo no saldría de aquella selva en veinte años. Temblaba, con las manos húmedas, vencida por las náuseas. Me puse a llorar.

Pasaban las horas y Mono Liso seguía sentado, montando guardia frente a mí sin moverse. Hubo dos relevos, pero permaneció en su puesto. Hacia las once y media, «El Abuelo», otro guerrillero de más edad, lo reemplazó. Seguía lloviendo. Mono Liso se fue, empapado hasta la médula de los huesos. El nuevo fue a sentarse bajo una carpa provisional, en el lugar donde ponían las ollas para servir. Quedaba en diagonal de donde estaba yo y podía controlar todos los ángulos de mi caleta. Me miraba sin verme, perdido en sus divagaciones.

Había invocado a María porque imaginaba que Dios sería muy difícil de alcanzar. Recé un largo rato, con la fuerza de la desesperación. «Mi María, te lo ruego, tú también eres madre y conoces el vacío que me quema por dentro. Tengo que ir a ver a mis niños. Hoy todavía es posible, mañana ya no. Sé que me escuchas. Quisiera pedirte algo más espiritual, que me ayudaras a ser mejor, más paciente, más humilde. Todo eso también te lo pido. Pero, por favor, ven a buscarme ahora».

Mamá me contaba que un sábado, enloquecida de dolor, se había rebelado contra María. Le anunciaron ese mismo día que la guerrilla le había remitido mi segunda prueba de supervivencia.

Ya no creía en coincidencias. Desde mi secuestro, en ese espacio de vida fuera del tiempo, tuve la posibilidad de revisar los acontecimientos de mi vida con la distancia y la serenidad propias de quienes cuentan con días de sobra. Había llegado a la conclusión de que la coincidencia no era más que la confesión del desconocimiento del futuro. Había que ser paciente, esperar, para que la razón de ser de las cosas se hiciera visible. Con el tiempo, los acontecimientos ocupaban su lugar según cierta lógica y salían del caos. Entonces la coincidencia dejaba de ser tal.

Hablé con ella de la misma manera en que lo habría hecho una loca, por horas y horas, usando el más bajo chantaje afectivo, con tal de vencer su indiferencia, ignorándola, poniéndome furiosa y arrojándome de nuevo a sus pies. La María a quien me dirigía no era un lugar común. Tampoco un ser sobrenatural. Era una mujer que había vivido miles de años antes que yo pero que, por una gracia excepcional, podía ayudarme. Frustrada y extenuada por mi alegato, me derrumbé en un sopor sin sueños. Mi mente divagaba, convencida de que seguía despierta. Creía seguir sentada al acecho.

Entonces sentí que alguien me tocaba el hombro. Luego, ante la falta de respuesta, me sacudieron. En ese momento entendí que me había quedado profundamente dormida, porque el retorno a la superficie fue pesado y doloroso, y de un salto volví en mí, desfasada del tiempo, sentada, con los ojos muy abiertos y el corazón a punto de salírseme. «Gracias», dije por cortesía. Nada sobrenatural, solo aquella sensación de una presencia.

No tuve tiempo de hacerme más preguntas. El Abuelo se había levantado y miraba fijamente en mi dirección. Aguanté la respiración porque acababa de darme cuenta de que el tipo estaba agotado y había decidido irse. Permanecí inmóvil, contando con el hecho de que la penumbra no le permitiría percatarse de que estaba sentada. Se quedó quieto algunos segundos, como una fiera. Se alejó dando la vuelta a la pasarela, y luego desanduvo sus pasos. «¡Te lo ruego, María!». Inspeccionó de nuevo la oscuridad circundante, resopló tranquilo y cortó por el monte para regresar a su alojamiento.

Quedé inundada de gratitud. Sin esperar, salí a cuatro patas de mi toldillo repitiendo en voz baja: «Gracias, gracias». Los otros dos guardias estaban ubicados detrás de la línea de carpas y hamacas donde dormían mis compañeros. Habrían visto mis pies si hubieran mirado por debajo, pero estaban envueltos en sus plásticos negros, tiritando de frío y de tedio. Eran la una y cincuenta de la madrugada. Teníamos apenas dos horas y media para alejarnos del campamento, suficiente para perdernos en la selva y despistarlos. Pero faltaban tan solo diez minutos para el próximo cambio de guardia.

Me dirigí a tientas hacia las carpas de los militares. Tomé el primer par de botas que encontré y, aventurándome un poco más cerca de donde estaban los guardias, tomé el segundo par. Sabía que habían dado la orden de vigilarnos de cerca a Lucho y a mí. Lo primero que haría el relevo sería verificar que nuestras botas estuvieran puestas frente a nuestras caletas. Verían las botas de los militares y se irían tranquilos.

Enseguida fui a acurrucarme al lado de la caleta de Lucho para despertarlo.

—Lucho, Lucho, ya es hora.

—¿Ah, qué, qué pasa?

Dormía profundamente.

—¡Nos vamos, Lucho; apúrate!

—¿Qué? ¡Cómo se te ocurre que nos vayamos ahora!

—¡Ya no hay guardias! Es nuestra única oportunidad.

—¡Carajo! ¿Quieres que nos maten o qué?

—Escucha, hace seis meses que me hablas de esta fuga…

—Todo está listo. Hasta las botas de los militares, no van a darse cuenta.

Lucho acababa de ser proyectado violentamente frente a su destino y frente a mí. Transformó su espanto en rabia:

—¿Quieres que nos vayamos? ¡Bien! Nos van a acribillar. ¡De todas maneras es mejor que pudrirnos aquí!

Hizo un movimiento brusco y la pila de ollas, platos, vasos y cucharas que había puesto en equilibrio contra una estaca se vino abajo en un estruendo mayúsculo.

—Quédate quieto —le dije, para contener su arrebato suicida.

Nos quedamos acurrucados detrás del colchón, ocultos por el toldillo. Un haz luminoso pasó sobre nuestras cabezas y luego se alejó. Los guardias se rieron. Seguramente creyeron que alguna rata estaba de visita.

—¡Está bien, ya voy! ¡Estoy listo, ya voy! —me dijo Lucho mientras tomaba sus dos tarros de aceite, su morralito, su gorra y los guantes que le había hecho para la ocasión. Se alejó dando grandes zancadas.

Iba a hacer lo mismo, cuando me di cuenta de que había perdido un guante. Presa del pánico, regresé a tientas hasta donde los militares. «¡Qué estupidez, me tengo que ir ya!», pensé. Lucho franqueaba ya la pasarela y caminaba furioso en línea recta, pisoteando todas las matas a su paso. Las hojas crujían horriblemente y hacían ruido al rozar su pantalón de poliéster. Me di vuelta; era imposible que los guardias no hubieran oído la bulla que estábamos haciendo. Sin embargo, detrás de mí reinaba una quietud total. Miré el reloj. En tres minutos llegaría el relevo. Seguramente ya se habían puesto en camino. Debía saltar la pasarela y correr para atravesar el terreno rozado que teníamos enfrente, para alcanzar a escondernos entre la maleza.

Lucho ya lo había logrado. Temí que hubiera olvidado nuestras consignas. Había que doblar en ángulo recto a la izquierda para caer al caño y nadar hasta la otra orilla. De seguir derecho iría a aterrizar en brazos de Gafas. Me persigné y eché a correr con la certeza de que los guardias me verían. Llegué sin aliento hasta el otro lado de los arbustos, justo a tiempo para cogerle la mano a Lucho y jalarlo hasta el suelo. Acurrucados el uno junto al otro, nos pusimos a observar lo que pasaba a través de las ramas. El relevo acababa de llegar; dirigieron los haces de sus linternas primero hacia nuestras botas y toldillos, y luego hacia nosotros, barriendo el terreno vacío en todas las direcciones.

—¡Nos vieron!

—No, no nos han visto.

—Vámonos, no esperemos a que vengan a buscarnos.

Había empacado mis timbas de aceite en su funda, que me colgaba del cuello y llevaba amarrada a la cintura. Me estorbaban para avanzar. Era preciso atravesar una maraña de ramas gruesas y arbustos, amontonados allí tras el despeje de nuestro campamento. Estaba hecha un lío con mis cosas. Lucho me tomó de la mano, con sus timbas en la otra, y arremetió de frente hacia el caño. Los tarros plásticos parecían explotar al golpear los árboles muertos, la madera crujía espantosamente bajo nuestro peso.

Llegamos hasta el borde del barranco. Antes de deslizamos por él, miré hacia atrás. Nadie. Los haces luminosos seguían paseando por el lado de las carpas. Di un paso más y tropecé con Lucho para aterrizar abajo, sobre la playa de arena fina adonde íbamos todos los días a asearnos. Ya casi no llovía. El aguacero no cubriría más el ruido que hacíamos. Sin pensarlo dos veces nos lanzamos al agua como bestias aterrorizadas. Traté de mantener mis movimientos bajo control, pero pronto fui arrastrada por la corriente.

—¡Hay que atravesar; rápido, rápido!

Lucho pareció irse a la deriva hacia el otro brazo del afluente, el que daba al alojamiento de Enrique. Nadé con un brazo, agarrándolo con el otro por las tirantas del morral. Ya no controlábamos la dirección de nuestros movimientos. Estábamos paralizados por el miedo y tratábamos, cuando mucho, de no ahogarnos.

La corriente nos ayudó. Fuimos aspirados hacia la izquierda, al otro brazo del afluente, hacia una curva donde aumentaba la velocidad de la corriente. Perdí de vista las carpas de la guerrilla y por un instante tuve la sensación de que todo saldría bien. Nos alejamos, hundiéndonos en las tibias aguas amazónicas. El caño se cerraba sobre sí mismo: se hacía más y más estrecho, tupido, oscuro y apagado como un túnel.

—Hay que salir del caño, hay que salir del agua —le repetía sin cesar a Lucho.

Salimos trabajosamente sobre un grueso lecho de hojas y nos abrimos paso entre las zarzas y los helechos. «Perfecto, ni una huella», pensé.

Supe instintivamente en qué dirección caminar.

—Por aquí —le dije a Lucho, que dudaba.

Nos hundimos en una vegetación cada vez más tupida y elevada. Descubrimos, más allá de un muro de arbustos jóvenes de afiladas espinas, un claro de musgo. Me lancé hacia él esperando que la resistencia de la vegetación disminuyera, para avanzar más rápidamente, pero caí en una fosa enorme que el musgo cubría como una malla sobre una trampa. La fosa era profunda, el musgo me llegaba al cuello y no podía ver qué había debajo. Imaginé la cantidad de monstruos que debían de vivir allí, esperando que una presa les cayera en las fauces como yo acababa de hacerlo. Presa del pánico, traté de salir pero mis movimientos eran torpes e ineficaces. Lucho se dejó caer en la misma fosa y me tranquilizó.

—Cálmate, no es nada. Sigue caminando, ya saldremos.

Un poco más lejos, las ramas de un árbol nos sirvieron para izarnos y salir. Tenía ganas de correr. Sentía que teníamos a los guardias en los talones y esperaba verlos salir de la maleza para caernos encima en cualquier momento.

De golpe la vegetación cambió. Dejamos los arbustos de zarzas y espinas para entrar en el manglar. Vi brillar el espejo de agua a través de las raíces de los mangles. Una playa de arena gris preludiaba el curso del río. Una última fila de árboles atrapados en la creciente del río y, más lejos, la inmensa superficie plateada que parecía esperarnos.

—¡Llegamos! —le dije a Lucho, sin saber si sentirme aliviada o todo lo contrario. Me aterraba visualizar la prueba que nos esperaba.

Estaba como hipnotizada. Esa agua que corría rápidamente ante nosotros era la libertad.

Nuevamente miré hacia atrás. Ningún movimiento, ningún ruido, a no ser el de mi corazón, que golpeaba estrepitosamente en mi pecho.

Nos aventuramos con prudencia en el agua hasta que nos llegó a la altura del pecho. Sacamos nuestras cuerdas. Hice concienzudamente los gestos que sabía de memoria por haberlos ensayado a diario en los largos meses de nuestra espera. Cada nudo tenía su razón de ser. Era preciso que estuviéramos muy bien amarrados el uno al otro. A Lucho le costaba trabajo conservar el equilibrio en la superficie del agua.

—No te preocupes, ya cuando estemos nadando podrás estabilizarte.

Estábamos listos. Nos tomamos de la mano para avanzar hasta que perdimos apoyo. Flotamos, pedaleando suavemente hasta la última fila de árboles. Ante nosotros el río se abría, grandioso bajo la bóveda del cielo. La luna, inmensa, alumbraba como un sol de plata. Fui consciente de que una potente corriente iba a chuparnos. No era posible dar marcha atrás.

—¡Cuidado, esto se va a mover! —le dije a Lucho.

En un segundo, una vez que atravesamos la barrera vegetal fuimos aspirados rápidamente hasta el medio del río. La ribera pasaba a toda velocidad ante nuestros ojos. Vi alejarse el embarcadero de la guerrilla y me invadió una sensación de plenitud tan amplia como el horizonte que acabábamos de volver a ver.

El río empezó a doblar y el embarcadero desapareció definitivamente. No dejábamos nada atrás, estábamos solos; la naturaleza había conspirado en nuestro favor al poner su fuerza al servicio de nuestra huida. Me sentí protegida.

—¡Somos libres! —grité con toda la fuerza de mis pulmones.

—¡Somos libres! —gritó Lucho riendo, con los ojos agarrados a las estrellas.