17
LA JAULA
Navegamos varios días, siguiendo la corriente de ríos cada vez más imponentes. Casi siempre los desplazamientos se hacían en la noche, a salvo de las miradas. A veces, pero en escasas ocasiones, nos aventurábamos a navegar durante el día, bajo un sol abrasador. Yo aprovechaba para mirar a lo lejos, buscar el horizonte, llenarme el alma de belleza, pues sabía que una vez llegara a un sitio fijo ya no volvería a ver el cielo.
Muros de árboles se erigían a treinta metros sobre el suelo de la ribera, en una formación compacta que rechazaba la luz. Nos deslizábamos sobre un espejo de agua verde esmeralda que se abría a nuestro paso, sabiendo que ningún ser humano se había aventurado por ahí. Los ruidos de la selva parecían amplificarse dentro de este túnel de agua. Yo oía el chillido de los micos, pero no los podía ver. Ferney se ubicaba por lo general a mi lado y me señalaba con el dedo los «salados». Escrutaba las orillas del río esperando ver surgir un animal mitológico, siempre sin éxito. Confieso que no conocía el significado de esa palabra. Ferney se burló de mí, pero al fin me explicó que era el lugar donde los tapires, las lapas y los chigüiros venían a beber, y que los cazadores siempre ubicaban. Sin embargo, nadie podía darme los nombres de millares de aves que atravesaban nuestro cielo. Me sorprendió descubrir martines pescadores, garzas y golondrinas, y me daba mucha alegría poder reconocerlos, como si salieran de un libro de imágenes.
Los loros y las cotorras de plumajes deslumbrantes hacían gran escándalo a nuestro paso. Salían volando de sus refugios pero regresaban tan pronto nos alejábamos, lo que nos permitía admirar sus alas magníficas. Había otras aves que volaban como flechas a ras de agua a nuestro lado, como si apostaran carreras con nuestra embarcación. Eran pájaros pequeños de colores maravillosos. A veces, me parecía ver cardenales o ruiseñores, y me acordaba de mi abuelo, que los acechaba desde su ventana. Ahora lo comprendía, así como comprendía tantas otras cosas que antes no había tenido tiempo de meditar.
Había un pájaro que me fascinaba más que cualquier otro. Era de color azul turquesa, la parte superior de sus alas era verde fluorescente, y el pico, rojo carmín. Alerté a todo el mundo con mis gritos, no solo esperando que alguien pudiera revelarme el nombre del ave, pero sobre todo para compartir la visión de esta criatura mágica.
Estas visiones, yo lo sabía, quedarían para siempre impresas en mi memoria, pero nunca tendrían eco en los recuerdos de los míos. Los buenos recuerdos son aquellos que vivimos con los que amamos, porque podemos evocarlos juntos. Al menos, si hubiera podido saber el nombre de este pájaro habría tenido la sensación de llevarlo conmigo. Ahora, no quedaba nada.
Por fin llegamos al término de nuestro viaje. Habíamos navegado un gran río del que nos alejamos para remontar un afluente secreto, cuya entrada estaba escondida bajo una vegetación tupida que serpenteaba caprichosamente alrededor de un pequeño montículo. Desembarcamos en esta selva espesa. Nos sentamos sobre nuestras pertenencias mientras los muchachos moldeaban el espacio a machetazos, abriendo una superficie donde se levantaría nuestro campamento.
En pocas horas nos construyeron un lugar de habitación en madera, con paredes cerradas por todos lados, con una abertura estrecha a modo de puerta y un techo de zinc. ¡Era una jaula! Me daba miedo entrar. Podía anticipar que en este nuevo entorno irían a aumentar las tensiones entre Clara y yo.
Después del cuarto intento de fuga en el que Yiseth me encontró junto al río, un grupo de seis guerrilleros, entre los cuales se encontraban Ferney y John Janer, había erigido un enrejado de hierro alrededor de nuestra jaula. Nos encerraban con candado por la noche. Esperaban, así, contrarrestar cualquier tentativa de evasión.
Viendo el enrejado metálico, la sensación de estar en una cárcel me sumió en una pesadumbre inaguantable. Me quedé parada varios días, rezando para encontrar un sentido o una explicación a esta acumulación de desgracias. «¿Por qué? ¿Por qué?».
Ferney, que estaba de guardia, se acercó. Por entre las rejas, me pasó un radio muy pequeño:
—Tome. Escuche las noticias. Piense en otra cosa. Escóndalo ahí. Créame: a mí me duele más que a usted.
Me prestaba el radiecito por la noche, se lo devolvía por la mañana. Después de habernos encerrado como ratas, empezaron a cavar un hoyo detrás de nuestra jaula. Lo hacían por turnos. Al principio, creí que iban a hacer una trinchera. Luego, al ver que el hueco era cada vez más profundo y que no estaban rodeando toda la jaula, concluí que estaban haciendo un foso para matarnos y tirarnos ahí. No se me había olvidado que, después de un año de cautiverio, las Farc habían amenazado con asesinarnos. Vivía en un estremecimiento espantoso. Habría preferido que me anunciaran mi ejecución. La incertidumbre me carcomía. Solamente cuando llegó el inodoro en porcelana comprendí, aliviada, que estaban construyendo un pozo séptico. Acababan de terminar de cavar los tres metros de profundidad que les habían ordenado. Jugaban a saltar dentro del pozo y salir sin ayuda, con la fuerza de los brazos, escalando una pared lisa, como si le hubieran pasado una pulidora.
Alguien tuvo la idea de ponerme a mí a prueba, pero me negué de inmediato, de manera irrevocable.
El efecto de mi determinación fue excitarlos todavía más. Me empujaron y fui a dar al fondo del hoyo, herida en mi amor propio pero decidida: ya ellos habían hecho sus apuestas. Todo el mundo gritaba y se carcajeaba a la espera del espectáculo.
Clara se acercó al hoyo e inspeccionó el lugar con aire circunspecto: «¡Ella sale!», diagnosticó.
Yo no compartía su convicción. Sin embargo, con mucho esfuerzo y suerte, terminé por darle la razón. La felicidad de los guerrilleros que habían apostado por mí me hacía reír. Durante un momento, las barreras que nos separaban se diluían y se levantaba otra división, más sutil, más humana. En un bando estaban los que me detestaban por lo que representaba y en el otro estaban los que sentían curiosidad por saber quién era yo, dispuestos a tender puentes, más que a construir muros, más benévolos en sus juicios, pues tenían menos necesidad de justificarse. Quedaba Clara, aliviada de desempeñar por esta vez el papel de árbitro a mi favor. A pesar de las tensiones que nos separaban, se solidarizaba con mi éxito, y yo se lo agradecía.
Este episodio abrió un paréntesis de sosiego entre todos nosotros, que nos permitió prepararnos con resignación a la llegada de nuestra primera Navidad en cautiverio. Había que dejar correr la amargura entre los dedos, como el agua que fluye.
Lo que más me resultaba insoportable de todo aquello era la angustia que pensaba los miembros de mi familia estarían sintiendo. Era su primera Navidad sin mi padre y sin mí. De cierta forma, me sentía más afortunada que ellos, pues podía imaginarlos juntos para la Nochebuena, que era también el día de mi cumpleaños. Ellos no sabían nada de mí e ignoraban incluso si todavía estaba viva. La idea de que mi hijo, casi un niño, y mi hija adolescente vivieran el suplicio al que los sometería su imaginación, me enloquecía.
Para escapar de mi laberinto, me dediqué a hacer un pesebre con el barro proveniente de la excavación del pozo séptico. Para vestir las figuras usaba las hojas planas de un junco tropical que proliferaba en los pantanos circundantes. Mi obra llamó la atención de las muchachas. Yiseth tejió una bonita guirnalda de mariposas con el papel plateado de los paquetes de cigarrillos. Otra vino a cortar conmigo unos ángeles en cartón que colgamos del techo de zinc, arriba del pesebre. Finalmente, dos días antes de la Navidad, Yiseth llegó con un sistema de iluminación ingenioso. Había hecho una reserva de bombillos de linterna de bolsillo y los había unido mediante un cable. Bastaba hacer contacto con una pila de radio para obtener una iluminación navideña en plena selva.
Me sorprendió ver que ellos también habían decorado sus caletas para la ocasión. Algunos pusieron incluso árboles de Navidad, con las ramas envueltas en algodón blanco y decorados con sus dibujos infantiles.
La Nochebuena, Clara y yo nos abrazamos. Ella me regaló su jabón de reserva. Yo le había hecho una tarjeta bien bonita. En cierta forma, nos habíamos convertido en una familia. Tal como ocurre en las verdaderas familias, no nos habíamos escogido la una a la otra. A veces, en días como aquel, nos sentíamos seguras de estar juntas. Nos reunimos para rezar y entonar villancicos tradicionales, arrodilladas frente a nuestro pesebre improvisado, como si esas canciones pudieran llevarnos a nuestras casas aunque fuera unos breves instantes.
Nuestros pensamientos habían viajado lejos. Los míos se dirigían hacia otro espacio y otro tiempo, al lugar donde había estado un año antes con mi padre, mi madre y mis hijos, en una felicidad que yo había creído inamovible y de la cual solo podía apreciar ahora la gloria, por contraste con los pesares que me agobiaban.
No habíamos notado, perdidas en nuestras meditaciones, que había un montón de guerrilleros detrás de nosotras: Ferney, Edinson, Yiseth, el «Mico», John Janer, Camaleón y los otros habían venido a cantar con nosotras. Sus voces fuertes y afinadas llenaban la selva y parecían resonar cada vez más alto, más allá de las murallas de esta vegetación densa, hacia el cielo, más allá de las estrellas, en dirección a ese Norte místico donde está escrito que Dios tiene su trono y donde yo lo imaginaba oyéndonos, atento a nuestra silenciosa indagación que solo él podía aliviar.