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ADIÓS

23 de Febrero de 2009

Hace exactamente siete años, día por día, fui secuestrada. En cada aniversario, cuando me despierto, me estremezco al tomar conciencia de la fecha, aunque sé desde hace semanas que ya se acerca el día. He iniciado una cuenta regresiva consciente, queriendo marcar ese día y no olvidarlo nunca, nunca, para desmenuzar, repasar, rumiar cada hora, cada segundo de la cadena de instantes que condujeron al horror prolongado de mi interminable cautiverio.

Me desperté esta mañana, como todas las mañanas, dándole gracias a Dios. Como todas las mañanas después de mi liberación, dedico algunos instantes, fracciones de segundo, a reconocer el lugar donde he dormido. Sin mosquitero, en un colchón, con un techo blanco en lugar del cielo camuflado de verde. Me despierto naturalmente. La felicidad ya no es un sueño.

Sin embargo, hoy, 23 de febrero, un instante después de despertarme me sentí mal por no haberlo recordado. Me sentí culpable de haber perdido este aniversario entre mis recuerdos. Me pareció que el alivio de haberlo recordado después, era mucho menor que el remordimiento de no haber pensado en ello antes. Bajo el efecto de este mecanismo de culpabilidad y angustia, mi memoria se desquició y empezó a vomitar sobre mí tal cantidad de recuerdos que tuve que saltar de la cama y huir de las sábanas, como si el contacto con ellas pudiera, a través de un maleficio irreversible, atraparme y arrastrarme de nuevo hasta las profundidades de la selva.

Una vez lejos del peligro, con el corazón latiendo aún con fuerza pero con los pies en la realidad, me di cuenta de que el sosiego de haber recuperado mi libertad no era en absoluto comparable con la intensidad del martirio que había padecido.

Me acordé entonces de ese pasaje de la Biblia que me había impactado durante mi cautiverio. Era un cántico de alabanza a Dios en el libro de los Salmos que describe la dureza de la travesía por el desierto. La conclusión me había parecido sorprendente: la recompensa por el esfuerzo, la valentía, la tenacidad, la resistencia no eran ni la felicidad, ni la gloria. Lo que Dios ofrecía en recompensa, era el descanso.

Hay que envejecer para apreciar la paz. Siempre había vivido en un remolino de acontecimientos. Me sentía viva, yo era un ciclón. Me había casado joven, mis dos hijos, Melanie y Lorenzo, colmaban todos mis sueños y me había propuesto transformar a mi país con la fuerza y la terquedad de un toro. Creía en mi buena estrella, trabajaba duro y podía hacer mil cosas a la vez, porque estaba segura de mi éxito.

Enero de 2002

Estaba de viaje en los Estados Unidos, acumulando desvelos y asumiendo compromisos con el fin de obtener el apoyo de la comunidad colombiana para mi partido, Oxígeno Verde, de cara a la campaña presidencial. Mi madre me acompañaba y estábamos juntas cuando recibí una llamada de mi hermana, Astrid. Papá había tenido un quebranto de salud, nada grave. Mis padres se habían divorciado varios años atrás, pero mantenían una relación cercana. Mi hermana nos explicaba a las dos que Papá estaba fatigado y había perdido el apetito. Recordamos enseguida la muerte de mis tíos, que se habían ido sin avisar, después de un simple resfriado. Astrid nos llamó dos días después: Papá había sufrido un paro cardiaco. Debíamos regresar de inmediato.

El viaje de vuelta fue una pesadilla. Yo adoraba a mi papá. Los momentos que había pasado junto a él jamás habían sido banales. Concebir la existencia sin él era como vivir en un desierto de aburrimiento.

Al llegar al hospital encontré a mi padre enchufado a un aparato espantoso. Se despertó, me reconoció y su cara se transformó. «¡Estás aquí!». Luego cayó en un profundo sueño de barbitúricos y volvió a mí diez minutos después. Abrió los ojos y dijo de nuevo con entusiasmo: «¡Estás aquí!». Y así sucesivamente durante la siguiente hora.

Los médicos nos dijeron que debíamos prepararnos. El sacerdote de su parroquia vino a darle la extremaunción. Durante un paréntesis de lucidez, Papá llamó a todos alrededor de su cama. Había escogido sus palabras de despedida, prodigando bendiciones a cada uno con la precisión de un sabio que escruta los corazones. Nos dejaron a mi hermana y a mí solas con él. Hice conciencia de que el momento de su partida había llegado y yo no estaba preparada. Estallé en llanto, delante de él, aferrándome desesperadamente a su mano. Esa mano siempre había estado ahí para mí, había alejado de mí los peligros, me había agarrado de ella para cruzar la calle, me había guiado en los momentos difíciles de mi vida y me había mostrado el mundo. Era la mano que yo tomaba siempre que estaba cerca de él, como si me perteneciera.

Mi hermana me miró y me dijo en un tono severo: «No llore. Estamos en una lógica de vida. Papá no se va a morir». Tomó la otra mano de Papá y me aseguró que todo saldría bien. La apretó con fuerza. Todavía sollozando, sentí que algo extraordinario nos ocurría. De mi brazo brotaba una corriente eléctrica que pasaba a través de mis dedos hacia las arterias de Papá. El hormigueo no dejaba lugar a dudas. Miré a mi hermana: «¿Lo siente?». Sin la menor sorpresa, ella me respondió: «¡Claro que lo siento!». Debí pasar la noche entera en esta posición. Estábamos sumidas en el silencio, sintiendo ese circuito de energía que se formó entre nosotras, fascinadas por una experiencia que no tenía otra explicación distinta de la del amor.

Mis hijos también vinieron a ver a Papá. Habían llegado de Santo Domingo donde vivían con Fabrice, su padre. Fabrice seguía siendo muy cercano a Papá, aunque ya no estábamos casados. Papá siempre lo había querido como si fuera su hijo. Cuando Melanie se quedó sola conmigo en el lecho de enfermo de Papá, había experimentado, al sostenerle la mano, la misma sensación extraña de corriente eléctrica que Astrid y yo habíamos sentido. Papá volvió a abrir los ojos cuando Lorenzo lo besó. Los hijos de Astrid, Anastasia y Stanislas, todavía muy pequeños, daban vueltas alrededor de su abuelo, deseosos de que él los consintiera. Papá estaba tan feliz de tener a toda su familia alrededor suyo, que comenzó a recuperarse.

Mamá y yo nos quedamos con Papá durante las dos semanas de su convalecencia, viviendo en el hospital con él. Yo sabía que no tendría fuerzas para continuar si un día llegara a faltarme. Estaba en plena campaña presidencial. Vivía un momento muy importante para nuestro partido. Oxígeno Verde era una organización política joven, creada cuatro años atrás, que reunía a un grupo de ciudadanos apasionados e independientes que luchaban contra los años incontables de corrupción política que habían paralizado a Colombia. Defendíamos una plataforma estructurada sobre una alternativa ecologista y un compromiso por la paz. Éramos Verdes, éramos prosocial, éramos «limpios», en un país donde la política se hacía, con demasiada frecuencia en opinión nuestra, de la mano con los barones de la droga y los paramilitares.

A raíz de la enfermedad de Papá se detuvieron por completo todas mis actividades políticas. Yo había desaparecido de la escena mediática y en las encuestas iba en caída libre. Asaltados por el pánico, algunos de mis colaboradores abandonaron el barco para engrosar las filas del candidato que iba creciendo en las encuestas. Al salir del hospital, me encontré con un equipo mermado para preparar el envión final. Las elecciones presidenciales tendrían lugar en mayo. Nos quedaban tres meses.

En la primera reunión con el equipo de campaña completo se puso sobre el tapete la agenda de las semanas que nos quedaban por delante. La discusión fue acalorada. La mayoría insistía en que debíamos continuar con el programa que se había establecido al principio de la campaña y que tenía prevista una visita a San Vicente del Caguán. Los miembros de la dirección de la campaña insistían en que debíamos darle una mano al alcalde de San Vicente, el único alcalde elegido en el país bajo los colores de nuestro nuevo partido. Nuestro equipo quería que yo hiciera un esfuerzo adicional, para compensar las semanas que había pasado junto a Papá y que me metiera a fondo en la campaña.

Me sentía en la obligación de estar a la altura de la dedicación de mi equipo y acepté a regañadientes hacer ese viaje a San Vicente. Lo habíamos anunciado en una rueda de prensa donde explicamos nuestro plan de paz para Colombia.

Desde la década de 1940, Colombia había vivido inmersa en una guerra civil entre el Partido Liberal y el Partido Conservador. Fue de tal magnitud la crueldad de la guerra que esta época se conoce en nuestra historia como «La Violencia». La lucha por el poder se propagaba a partir de Bogotá y ensangrentaba el campo. Los campesinos identificados como liberales eran masacrados por los partidarios del conservatismo, y viceversa. Las Farc surgieron como una reacción espontánea de los campesinos que buscaban protegerse de esta violencia y evitar la confiscación de sus tierras a manos de los terratenientes liberales o conservadores. Los dos partidos tradicionales llegaron a un acuerdo para alternarse en el poder y poner fin a la guerra civil, pero las Farc quedaron excluidas de este acuerdo. Durante la Guerra Fría, este movimiento dejó de ser una organización rural y defensiva y pasó a ser una guerrilla comunista estalinista, cuyo objetivo era tomarse el poder. Las Farc establecieron una jerarquía militar y crearon frentes en diferentes partes del país para atacar al ejército y la policía. En la década de 1980, el gobierno colombiano intentó poner fin a las hostilidades. Se le propuso una tregua a las Farc y se votaron en el Congreso las reformas políticas que sustentaban el retorno a la paz. Sin embargo, con el auge del narcotráfico, las Farc encontraron un medio para financiar su guerra y el acuerdo de paz naufragó.

Las Farc sembraron el terror en los campos, asesinando a los campesinos y a los trabajadores rurales que no se plegaban a su dominio. La rivalidad por el control de la droga entre los narcotraficantes y las Farc dio paso a una nueva guerra.

Los paramilitares surgieron al amparo de una alianza entre la extrema derecha política (conformada, en particular, por los terratenientes) y los narcotraficantes, para hacer frente a la guerrilla y expulsarla de sus regiones. En 1998, Pastrana ganó las elecciones presidenciales con un programa que preveía el inicio de un nuevo proceso de paz con las Farc.

El objetivo de Oxígeno Verde consistía en establecer un diálogo simultáneo entre todos los actores del conflicto, al mismo tiempo que se mantenía la presión del ejército nacional. Para recalcar nuestro mensaje en la rueda de prensa, me senté en el centro de una mesa larga, en medio de unas fotos en cartón de tamaño natural de Marulanda, el jefe de las Farc (la guerrilla comunista más antigua del continente), y Castaño, su mayor adversario, el jefe de los paramilitares, así como de los generales del ejército colombiano que combatían a ambos grupos.

Algunos días antes, el 14 de febrero, había tenido lugar un encuentro televisado de todos los candidatos a la Presidencia, precisamente en San Vicente del Caguán, con los miembros del secretariado de las Farc. Este encuentro había sido organizado por el gobierno saliente de Pastrana, que había puesto el avión presidencial a nuestra disposición para los desplazamientos de ida y regreso. El gobierno quería obtener apoyo para su proceso de paz con las Farc. Este proceso era blanco de críticas cada vez más virulentas, pues las Farc habían obtenido, como garantía para sentarse a la mesa de negociación, el control de una zona de cuarenta y dos mil kilómetros cuadrados, tan grande como Suiza. San Vicente del Caguán estaba en el centro de esta zona de despeje.

Los miembros de las Farc estaban sentados de un lado de la mesa y los candidatos, así como los representantes del gobierno, estábamos sentados del otro. El encuentro se convirtió en una serie de recriminaciones contra la guerrilla, acusada de entorpecer el avance de las negociaciones.

Por mi parte, cuando me dieron la palabra, les reclamé a las Farc que tuvieran un comportamiento coherente con sus discursos de paz. El país acababa de presenciar con horror la muerte de Andrés Felipe Pérez, un niño de doce años que suplicaba que le permitieran hablar con su padre antes de morir. El niño padecía un cáncer en fase terminal y su padre era un soldado del ejército colombiano, secuestrado por las Farc desde hacía años. Las Farc no cedieron. Expuse la amargura que sentíamos todos y el horror que nos producía la falta de humanidad de un grupo que se proclamaba defensor de los derechos humanos. Concluí diciendo que la paz en Colombia debería comenzar con la liberación de todos los secuestrados —más de mil— en poder de las Farc.

La semana siguiente, las Farc se tomaron un avión comercial en el sur del país y secuestraron al senador más importante de la región, Jorge Eduardo Géchem. El Presidente Pastrana puso fin al proceso de paz. En una alocución televisada, anunció que en las próximas cuarenta y ocho horas el ejército colombiano retomaría el control de la zona de despeje y expulsaría a las Farc del territorio.

En las horas posteriores, el gobierno anunció que las Farc habían abandonado el territorio de San Vicente del Caguán y que la situación había vuelto a la normalidad. Para probarlo, la prensa informaba que el presidente Pastrana se desplazaría a la zona dos días después, exactamente en la fecha en que nosotros habíamos planeado ir desde semanas atrás.

Los teléfonos de nuestra sede no dejaban de sonar. ¡Si el presidente iba a San Vicente, nosotros podíamos ir también! La campaña tomó contacto con la oficina del Presidente para preguntar si podíamos viajar con la comitiva presidencial, pero nuestra petición fue rechazada. Al cabo de largas horas de conversaciones con el mundo entero, parecía posible llegar en avión a Florencia —ubicada a 370 kilómetros al sur de Bogotá— y hacer el resto del recorrido en carro. El aeropuerto de San Vicente estaba bajo control militar y cerrado para los vuelos civiles, por lo cual se nos había negado nuestra petición de llegar en avioneta particular. Los servicios de seguridad nos confirmaron una escolta sólida en tierra. Dos vehículos blindados nos esperarían al bajar del avión. Uno de ellos era para el grupo que me acompañaba y yo, y el otro para mi equipo de seguridad, que se desplazaría conmigo, además de una moto al frente y otra detrás de la caravana.

Hablé por teléfono con el alcalde de San Vicente. Me insistía mucho para que fuera. Los helicópteros militares habían sobrevolado el pueblo toda la noche y la población estaba asustada. La gente temía represalias, tanto de los paramilitares como de la guerrilla, pues el pueblo de San Vicente había apoyado el proceso de paz.

El alcalde contaba con el cubrimiento mediático que yo podría aportar, en mi calidad de candidata presidencial, para hacerle saber a la opinión pública cuáles eran los riesgos que corría la población. Pensaba que yo podía servir de escudo contra las acciones violentas de las que pudieran ser víctimas. Para acabar de convencerme, me dijo que el obispo de San Vicente había salido esa misma mañana y que había llegado sin dificultad al pueblo. No había peligro en el camino.

Acepté ir a San Vicente, con la condición de que me confirmaran el dispositivo de seguridad en tierra antes de mi partida, programada para las cinco de la mañana del día siguiente.

Salí agotada de la sede de la campaña. Pero la noche apenas acababa de comenzar. Tenía una cita con unos amigos de la izquierda colombiana, muy comprometidos con la idea de una paz negociada. Nuestro objetivo era elaborar conjuntamente una estrategia de cara a la nueva coyuntura del reinicio de las hostilidades. Después de la reunión me fui a una comida que ofrecía una colaboradora de la campaña, que había congregado en su casa al «núcleo duro» del equipo. Necesitábamos encontrarnos para comentar los acontecimientos recientes.

En medio de la cena, recibí la llamada de una nueva adherente a la campaña, Clara Rojas. Se había vinculado a nuestro partido y reemplazado al Secretario General de la campaña, que había pasado al grupo de otro candidato presidencial. Ella quería estar en el grupo de los que iban a San Vicente. Le respondí que no era necesario. Había mucho por hacer durante los días siguientes y le repetí varias veces que podía dedicar el fin de semana a preparar lo que seguía. Ella insistió. Había llegado hacía poco a la campaña, quería empaparse de todo y conocer nuestro equipo de San Vicente. Así pues, convinimos que yo pasaría a buscarla en el carro, a la madrugada.

Salí de la comida a las diez de la noche. No veía la hora de abrazar de nuevo a Papá. Seguramente no habría comido por esperarme y yo quería acostarlo antes de irme a mi casa. Desde su salida de la clínica me impuse la rutina de concluir todos los días de trabajo con una visita para abrazarlo. Siempre era un placer hablar con él sobre todas las pequeñas crisis del momento. Él veía el mundo desde arriba. Donde yo veía olas gigantescas, él veía un mar ondulante.

Yo siempre llegaba con las mejillas frías y las manos congeladas, feliz de poder abrazarlo. Él se quitaba la máscara de oxígeno y fingía una cara de desagrado: «¡Estás como un sapo!», decía haciéndose el indignado, por acercármele y hacerle sentir el frío que traía de la calle. Era un juego con el que se iniciaba una cascada de besos que lo hacía reír.

Sin embargo, esa noche, le vi un aire de gravedad bajo su máscara de oxígeno. Me pidió que me sentara en el brazo de su sillón y yo, intrigada, hice lo que me decía. Entonces me dijo:

—Tu mamá está muy preocupada con tu viaje de mañana.

—Mamá siempre se preocupa por todo —le respondí tranquila, pero luego reflexionando, añadí—: ¿Y tú estás preocupado?

—No, no tanto.

—Papito, si no quieres que vaya, cancelo todo.

—Papá, no pasa nada si no voy. Además, tampoco es que tenga muchas ganas. Me gustaría quedarme contigo.

Mi padre era la prioridad absoluta en mi vida en ese momento.

El día que le dieron de alta en el hospital, el médico nos llevó aparte a mi hermana y a mí a una salita llena de computadores y nos mostró en una pantalla un corazón latiendo. Señaló en la imagen un recorrido caprichoso: «Esta es la arteria que mantiene con vida a su papá. En cualquier momento, va a fallar. ¿Cuándo? Solo Dios lo sabe. Puede ser mañana, pasado mañana, dentro de dos meses o dentro de dos años. Tienen que estar preparadas».

—Papá, si tú me dices que me quede, yo me quedo.

—No, mi amor. Haz lo que tengas que hacer. Diste tu palabra y la gente de San Vicente te está esperando. Tienes que ir.

Puse mi mano sobre la suya, como siempre. Nos miramos a los ojos en silencio. Papá siempre tomaba sus decisiones basándose en principios. Muchas veces me rebelé contra ello: en mi juventud, esta actitud me parecía rígida y tonta. Luego, cuando debí empezar a tomar mis propias decisiones, comprendí que, ante la duda, el mejor camino era siempre el suyo. Su ejemplo se convirtió para mí en una máxima que siempre me funcionaba. Aquella noche también yo veía en el viaje a San Vicente una cuestión de principios.

De repente, en una especie de arranque irracional, me oí a mí misma diciéndole:

—Papá, tú me vas a esperar, ¿no? Si me pasa cualquier cosa, me esperas. No te vas a morir.

Con ojos de sorpresa, me respondió:

—Claro que te voy a esperar. No me voy a morir. —Luego, con la mirada más serena, respiró profundamente y añadió—: Sí, yo te espero, mi amor. Si Dios quiere.

Se volteó hacia la imagen de Jesús que ocupaba un lugar preponderante en su cuarto. Su mirada era tan intensa que me obligó mirarla a mi vez. Nunca había observado realmente esta imagen, que estaba allí desde siempre. De hecho, ahora, viéndola con ojos de adulta, me parecía un poco kitsch. Sin embargo, era un Jesús de resurrección, lleno de luz, con los brazos abiertos y el corazón a la vista. Papá me hizo poner delante de él, debajo de la imagen santa, y dijo:

—Mi buen Jesús, cuídame a esta niña.

Me dio golpecitos en la mano, como para que quedara claro que se refería a mí y la petición no se prestara a confusiones.

Me sorprendí como él unos minutos atrás. Sus palabras me parecieron curiosas. ¿Por qué decía «esta niña» y no «mi hija»? Papá solía usar expresiones anticuadas: había nacido antes del tranvía, en el tiempo de los coches y las velas. Yo permanecí inmóvil, escrutando la expresión de su rostro.

—Cuídame a esta niña —repitió dos o tres veces. Esta frase me impregnó íntimamente, como agua que hubiera derramado sobre mi cabeza.

Me arrodillé frente a él, apretando sus piernas contra mí y apoyando en ellas mi mejilla.

—No te preocupes. Todo va a salir bien.

Era más para tranquilizarme a mí misma que había pronunciado estas palabras. Enseguida, le ayudé a acostarse y me aseguré de que el cilindro de oxígeno quedara bien instalado junto a la cabecera de la cama.

Papá prendió la televisión para ver el último recuento de noticias del día. Me acosté a su lado y recosté la cabeza sobre su pecho, escuchando los latidos de su corazón. Me adormecí en sus brazos, sintiéndome segura.

Hacia la medianoche, me levanté, apagué las luces, besé a mi padre y lo tapé bien con las cobijas. Él sacó una mano para darme la bendición y se volvió a quedar dormido antes de que yo cruzara el umbral de la puerta. Me volteé para verlo por última vez antes de salir, esa noche, como todas las noches anteriores.

Lejos estaba de imaginarme que esa sería la última vez que lo vería.