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AHORA O NUNCA

Enero de 2005

Comencé a preparar en serio nuestra fuga. Mi plan de huida era simple. Había que salir del campamento en dirección a los chontos y llegar al río. A Lucho le molestaba la idea de nadar durante horas, así que empecé a confeccionar unos flotadores usando los timbos que habíamos conseguido. De hecho, tuve que recuperar los tarros de aceite viejos que mis compañeros desecharon cuando les dieron unos nuevos.

También logré hacerme a un machete. Tigre, un indígena que nos tenía entre ojos porque no habíamos querido darle el reloj de Lucho a cambio de unas yerbas que supuestamente curaban la leishmaniasis, lo había dejado tirado mientras construía la caleta de Armando. Enrique amenazó con aplicar castigos severos si el machete no aparecía. Lo escondí en los chontos. Requisaron el campamento al derecho y al revés y viví el suplicio de sentir que todas las sospechas recaían sobre mí.

Hubo, a finales de enero, el sorprendente anuncio de un «paseo». Enrique quería que fuéramos a bañarnos a las cachiveras, aguas arriba. El nivel del río había aumentado y las cachiveras eran ahora el sitio ideal para nadar. Los soldados estaban entusiasmadísimos con la idea. Yo por mi parte olí una estratagema para alejarnos de las caletas, con el fin de hacer un registro minucioso. La orden fue perentoria: todo el mundo debía ir.

Los días que antecedieron fueron una tortura para Lucho y para mí. Esperábamos a cada instante que nos descubrieran. Creí que iba a ser el fin del mundo.

Mis compañeros salieron felices como niños; Lucho y yo desconfiábamos. La excursión valió la pena, sin embargo. Observé los accidentes del terreno, la vegetación, las distancias recorridas en determinado lapso, e integré todo a mi plan.

Nos dieron permiso de pescar, proveyéndonos de los implementos necesarios: anzuelos y un pedazo de hilo de nailon. Observé el modo en que Tigre encontraba carnadas y cómo lanzaba el sedal. Me puse a la tarea de aprender y logré cierto éxito. «Suerte de principiante», bromeó Tigre. Lo más importante, sin embargo, fue que pudimos guardarnos unos anzuelos y algunos metros de hilo con la excusa de que se nos había roto el sedal.

Explorando entre las piedras, Tigre encontró huevos de tortuga. Delante de mí se sorbió dos huevos crudos, ignorando mis exclamaciones de asco. Lo imité. Tenían un fuerte olor a pescado y un sabor diferente, que no habría sido tan malo, a no ser por la textura arenosa de la yema, difícil de tragar.

En el camino de vuelta decidí devolver el machete. La vegetación en inmediaciones del río no era muy densa; no tendríamos que batirnos contra muros de bejucos ni atravesar bosques de guadua como los que ya había visto. De hecho, no podía seguir viviendo en una paranoia que me agotaba. Para huir, para que nuestra fuga fuera exitosa, nos haría falta mucha sangre fría. La salida me había servido para ver nuestra situación en perspectiva: sobrevivir era posible.

Con mayor razón era clave no correr el riesgo de que nos agarraran por cuenta del machete de Tigre. Aproveché las obras que los guerrilleros adelantaban detrás de nuestros chontos. Tenían la misión de cortar toda la palma posible para construir una maloca. Allí dejé el machete. Ángel lo encontró y se lo llevó a Enrique, con una expresión de desconfianza que daba a entender que no se dejaba engañar. Para mi gran alivio, el caso quedó cerrado.

Cuando Gafas vino a verme para pedirme que le tradujera las instrucciones en inglés de un gps que acababa de recibir, me pareció ver una señal del destino. Era un aparatico amarillo y negro con recepción satelital, brújula electrónica y altímetro barométrico.

—Sí, por supuesto; entiendo el texto —le respondí—. Pero tengo que cuidar a Lucho: está muy preocupado con su leishmaniosis que avanza sin que haya Glucantime para él.

Al día siguiente vino Gira con una sonrisa de oreja a oreja. Acababa de recibir un cargamento de medicamentos.

—¡Qué raro! —ironizó Pinchao—. No oí ningún motor.

No hicimos ningún comentario. Gira sí desinfectó con alcohol la zona donde iba a aplicar la inyección de Glucantime, procedimiento que otros enfermeros consideraban superfluo. El pinchazo era especialmente doloroso, dado que el medicamento tenía la consistencia del aceite y su aplicación hacía sentir una fuerte quemadura.

La enfermedad había avanzado mucho y Gira se sentía responsable. Optó por un tratamiento de choque. Decidió inyectar parte del contenido de la ampolleta directamente debajo de la piel del forúnculo. El efecto fue instantáneo: Lucho perdió el conocimiento y, más grave aún, la memoria.

Cuando Enrique volvió a la carga para pedir la traducción de su manual de instrucciones, cedí con la esperanza de que aceptara darle a Lucho una alimentación adecuada. Sabía que los guerrilleros salían todos los días de pesca. Habían hecho potrillos, especies de canoas talladas en troncos de balso, una madera de corteza semejante al abedul, con la particularidad de flotar como el corcho, que resultaba ideal para navegar en el río y llegar hasta las zonas de aguas profundas donde abunda la pesca. Habían pescado por toneladas pero Enrique no permitía que a nosotros nos dieran.

Lucho volvió en sí, habiendo perdido no solamente sus recuerdos de infancia sino, lo que era mucho más grave en esta ocasión, el recuerdo de nuestros planes. William dijo que había sido un error inyectarlo en la sien. Por mi parte, quería creer que si le trataban la diabetes sería posible su plena recuperación, ya que lo más importante era rescatarlo a él.

Enrique envió pescado y me puse a trabajar con su gps Garmin. Tuve el aparato en mis manos toda una mañana y tomé nota de la información que contenía. En particular, había un lugar que había sido registrado bajo el nombre de Maloca, con las siguientes coordenadas: N 1 59 32 24 W 70 12 53 39. Me sorprendió que hubieran puesto en mis manos semejante información pero, por supuesto, debían de pensar que no la entendía en absoluto, lo cual era cierto, excepto porque conservaba en mi memoria las bases de las clases de cartografía del colegio.

Orgullosa de mi hallazgo, fui a hablar con Bermeo. Convinimos en que había que encontrar el medio de echar mano a un mapa que indicara paralelos y meridianos. Esta información secreta era esencial para todos nosotros. El creía haber visto en la pequeña agenda de Pinchao un mapita de Colombia con la indicación de las latitudes y longitudes. Entonces recordé que yo misma tenía un juego de mapas del mundo que guardaba en la agenda que llevaba conmigo el día de mi secuestro.

La había conservado para ver la serie de reuniones programadas para los días, las semanas y los meses siguientes, y que había incumplido. La misma agenda se me había convertido en elemento esencial para paliar el tedio. Comencé a aprenderme de memoria las capitales de todos los países del mundo, su extensión y número de habitantes. A veces jugaba con Lucho para matar el tiempo: «¿Cuál es la capital de Suazilandia?». «¡Fácil: Banana!», me respondía Lucho burlándose de nuestras tontas técnicas de memorización.

De modo que tenía un mapa de América del Sur, con una Colombia chiquita sobre la que evidentemente aparecían la línea ecuatorial y algunos paralelos y meridianos, referenciados de manera parcial. El mapa de Pinchao era aún más pequeño pero estaba mucho mejor cuadriculado. Tenía, además, al margen, una escala diminuta que reprodujimos en una cajetilla de cigarrillos para mejorar nuestras aproximaciones. Bastaba dividir la distancia entre dos líneas paralelas para saber dónde quedaba el paralelo que buscábamos.

Un poco más arriba del Ecuador logramos ubicar la coordenada Nl° 59 norte. Los meridianos aparecían de derecha a izquierda a partir del 65 que atravesaba a Venezuela y Brasil, el 70 de lleno en Colombia y el 75 al occidente de Bogotá. W70° 12 nos ubicaba algunos milímetros a la izquierda del meridiano 70. De modo que estábamos aparentemente en el Guaviare, al norte de Mitú, la capital del Vaupés, el departamento limítrofe del Guaviare al sur, y cerca del Guainía, con el que limitaba al oriente.

Pasé horas absorta en el mapita de Pinchao. Si nuestros cálculos eran correctos, debíamos de estar en un pequeño cuerno del departamento del Guaviare que sigue el curso del río Inírida, perteneciente a la cuenca del Orinoco. De estar en alguno de sus afluentes, la corriente debía llevarnos hasta Venezuela. Fantaseé. Con mi reglita improvisada medí la distancia entre aquel puntito imaginario que llamábamos la Maloca y Puerto Inírida, la capital del Guainía, adonde necesariamente teníamos que llegar. Eran poco más de trescientos kilómetros en línea recta, pero el río seguía un curso sinuoso que podía fácilmente triplicar la distancia que efectivamente deberíamos recorrer.

Pensándolo bien, Puerto Inírida no era la meta de nuestro periplo. Nos bastaba encontrar en el camino a un ser humano que no perteneciera a la guerrilla y aceptara guiarnos para salir de aquel laberinto.

Me sentí dueña del mundo. Sabía dónde estábamos y aquello cambiaba todo. Era consciente de que deberíamos prepararnos para aguantar mucho tiempo en la selva. Las distancias eran enormes. Habían escogido muy bien su escondite. No había nada confirmado a menos de cien kilómetros a la redonda, a través de la más espesa de las selvas. La ciudad más cercana era Mitú, al sur, a exactamente cien kilómetros, pero el contacto era imposible por vía fluvial. Emprender la marcha a través del monte sin brújula parecía una locura aún más grande que la que yo proyectaba. ¿Acaso era posible lanzarse a semejante expedición con un hombre enfermo? La respuesta era que sin él no lo intentaría. Habría que aprender a sobrevivir con lo que encontráramos y correr el riesgo. Eso era mejor que esperar a que nuestros secuestradores nos mataran.

El compañero de Gira vino un día a cavar chontos. Era un indígena inmenso de mirada profunda. Esperaba intercambiar algunas palabras con él. Me dijo sin rodeos: «Las Farc no la quieren. Usted representa todo lo que combatimos. De aquí no va a salir ni en veinte años. Tenemos toda la organización necesaria para retenerla por el tiempo que nos dé la gana».

Recordé entonces a Orlando al referirse a uno de nuestros compañeros de cautiverio: «Mira, se porta como una cucaracha. Lo sacan a escobazos y se arrastra para entrar de nuevo». Me vi a mí misma, tratando de ganarme la amistad del indígena, como una cucaracha. «Nada más estimulante para tomar la decisión de fugarme», pensé.

El pescado le sentó a Lucho de maravilla. Dos semanas más tarde sus recuerdos habían vuelto a ocupar el lugar que les correspondía en su cerebro. En los días de su ausencia había tenido la impresión de hablar con un extraño. Cuando regresó a la normalidad y pude contarle cuánto había sufrido por su estado, se divirtió asustándome, fingiendo nuevas lagunas mentales que me producían pánico. Se atacaba entonces de la risa y me abrazaba, avergonzado pero feliz de ver cuánto me importaba él.

Todo estaba listo. Incluso habíamos decidido irnos suspendiendo el tratamiento de Glucantime, que se hacía interminable, ya que Lucho no se curaba del todo. Todavía podíamos mejorar nuestras provisiones, pero pensábamos vivir de la naturaleza para ir lo más livianos posible. De tal modo, nos pusimos a esperar el momento propicio: una terrible tormenta a las seis y media. La esperábamos cada tarde. Cosa curiosa: en aquella selva tropical donde todos los días llovía, el año 2005 fue de una insólita sequía. Muy larga fue nuestra espera.